Reportaje  

Las invisibles esclavas centroamericanas

Al sur de México, decenas de antros de prostitución y bailes eróticos se llenan de hombres sudorosos y a veces violentos que buscan un rato de placer. De esto se encargan centroamericanas que quedaron ahí atrapadas en su viaje hacia Estados Unidos.
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Edu Ponces
Publicada el 23 de marzo de 2009 - El Faro

Ríen con saña burlona en la mesa del fondo. Allá, en una esquina de este galerón de metal, asbesto y malla ciclón, en la última mesa blanca de plástico, las tres mujeres se desternillan recordando la noche anterior.  La razón de la algarabía no queda clara. A unos metros de ellas, solo una frase logra escucharse completa: “Cayéndose andaba el viejo pendejo”. Y las risotadas vuelven a estallar. Esas mismas mujeres escandalosas y pícaras son las que luego van a llorar al hablar de su pasado, al recordar cómo llegaron hasta aquí.

 

El centro  botanero (así llaman en la zona a estas cervecerías) donde resuenan las carcajadas es un predio techado de unos 50 metros de largo por 20 de ancho, con 35 mesas blancas, de plástico y piso de cemento sin losa. Las muchachas han empezado a llegar, unas 25 que trabajan aquí. Al fondo, desde la barra de cemento, ya se despachan baldes de cervezas y pequeños platos con trocitos de carne de res o diminutas porciones de sopa o alitas de pollo. La botana.

 

Las que a esta hora de la tarde siguen apareciendo por la calle de tierra que llega hasta la puerta del local son ficheras. Meseras del antro, que trabajan por fichas. Literalmente. Círculos de plástico que les dan por cada cerveza a la que consiguen que un cliente las invite. Al final de la noche, cuando poco falta para que aclare el cielo, van a la barra y cobran las fichas que se ganaron bailando con los clientes o sentándose en sus piernas o solo escuchándolos. Cada cerveza, si es para ellas, cuesta 65 pesos (unos 5 dólares). Y si no hay cerveza, no hay compañía de ninguna chica. Las que se ríen al fondo son bailarinas. Esperarán a que llegue la noche para subir al escenario del antro de al lado, conectado al centro botanero por un traspatio terroso, y bailar dos piezas retorciéndose en el tubo de metal, hasta quedar desnudas por completo.

 

Se ríen de algún cliente que anoche, en su intento por bailar con una de ellas y alcanzarle una nalga, un pecho, una pierna, daba tumbos por el antro, hasta terminar revolcándose en el suelo.

 

A este centro botanero lo llamaremos Calipso, un nombre muy parecido al de decenas de tabernas del estilo que retumban cada noche en esta zona. No diremos dónde con exactitud se ubica el Calipso, porque ese fue el trato para entrar en él. Pero el sitio exacto es lo de menos. Calipso está en una de las bautizadas como zonas de tolerancia de esta frontera entre México y Guatemala. Está del lado mexicano. Todos son iguales, con las mismas dinámicas y la misma carne. Decenas de antros de prostitución y bailes eróticos que hacen de estos pueblos y ciudades sitios frecuentados por animales de la noche. Una noche de mucho cuidado. Tapachula, Tecún Umán, Cacahuatán, Huixtla, Tuxtla Chico, Ciudad Hidalgo, todas poblaciones donde la diversión huele a baratos aceites de fruta mezlados con sudor, tabaco y alcohol. Todos antros donde el sexo es lo que vende. Y todos, como el Calipso, sitios en los que es muy complicado encontrar a una mexicana, pero donde las hondureñas, salvadoreñas, guatemaltecas y nicaragüenses abundan. Aquí, a pesar de estar en México, la mercancía (como se suele llamar a esas chicas) es centroamericana. 

 

Los dueños de estos antros manejan con hermetismo sus sitios. Al final de cuentas, emplean centroamericanas indocumentadas, y la mayoría de lugares tienen un ala con pequeños cuartuchos donde esas mujeres, tras bailar en la barra, tras fichar con un cliente, terminan encerrándose con él, no sin que éste antes pague en la barra por el servicio. Por ocuparla. Aquí, en esta frontera, las prostitutas, para decir que estaban en uno de esos cuartos con un cliente, dicen: “Me ocupé”. Como si hablaran de dos, una que maneja a la otra, como si el cuerpo que tuvo sexo con ese hombre fuera un títere que ellas ocuparon para el momento.

 

Al Calipso llegué de contacto en contacto. De una ONG que pidió no mencionar su nombre en este reportaje, a  Luis Flores, representante de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), a Rosemberg López, el director de Una Mano Amiga, que trabaja en la prevención del VIH, y que conocía a la administradora del Calipso gracias a que es uno de los antros donde lo dejan dar sus charlas. Él intercedió y ella cedió, luego de una conversación cara a cara y de repetir varias veces las razones, intenciones y temas de los que se hablaría con las muchachas.

 

Esta administradora es una aguja en este pajar. En otros bares ni a Rosemberg le permiten entrar, y ya ha habido intentos de linchamiento contra periodistas que han querido filmar las zonas de tolerancia.  Esta administradora no solo accedió, sino que se encargó de decirle a las muchachas que no tenían por qué desconfiar, que no se trataba de ningún policía encubierto. Una aguja en un pajar.

 

El ostracismo se ha convertido en un firme candado, ahora que un viejo pero desconocido fantasma atormenta a muchos dueños de bares que prostituyen a niñas y mujeres centroamericanas contra su voluntad. Desde que en 2007 se aprobó en México la ley para prevenir la trata de personas, las organizaciones civiles han aumentado su presencia en foros, y el título “trata de blancas” ha empezado a sonar cada vez más. Y ese título no significa otra cosa que el tráfico de mujeres jóvenes para dedicarlas a la prostitución contra su voluntad. Y ese fantasma es viejo porque la trata ocurre en esta frontera desde hace muchos años. Pero sus mecanismos son finos, y su telaraña difícil de descifrar.

 

Lejos de la imagen de acción que uno puede generarse en la cabeza: un hombre mal encarado custodiando a niñas enjauladas, la trata en esta frontera sur mexicana es un complejo sistema de mentiras y coerciones que ocurre a diario y de espaldas a la vida normal de los habitantes de estos sitios. Por eso es tan importante hablar con las chicas del Calipso, porque ellas ayudan a entender sobre el terreno este mundo donde la trata es un fantasma. Víctimas o no, ellas contarán lo que deseen. Desconfiadas con toda razón y reservadas ante la palabra trata, una a una, esas tres mujeres que se desternillaban se irán sentando a regalar sus testimonios de oro alrededor de la mesa.

 

Sola en el mundo

 

Las carcajadas más estruendosas sin duda son las de Érika (nombre ficticio, como todos los de las prostitutas de las que hablaremos). Un fino chorro de voz, con un deje infantil en él, que aumenta en volumen hasta despuntar en una risa aguda que sale de una boca abierta de par en par y es acompañada por el palmeo de sus manos. Tez blanca, cabello rojizo, rizado, sostenido hacia atrás por una diadema. Hondureña, de Tegucigalpa. 30 años. Bailarina. Rolliza, de piernas y torso grueso, pero de cuerpo curvilíneo. Bajita y alegre. Burlona.

 

“A ver, papaíto, qué es lo que va a querer, en qué le podemos ayudar”. Érika se sienta  en la mesa. Pide una cerveza. Es la 1:30 de la tarde. Después de esta, tomará una tras otra hasta más allá de las 12:30 de la madrugada.

 

Salió de su país con 14 años y dejó allá a los dos gemelos que parió cuando aún tenía 13. “Iba para el norte”. Y el norte en este camino es Estados Unidos, siempre. “Lo que todos buscamos, una mejor vida”. Venía con otros cinco niños. A ellos “ les pasaron accidentes, y mucho escuchamos que a las mujeres las violaban”. Érika prefirió quedarse. Lo hizo en Huixtla, un municipio de esta zona de burdeles, de este triángulo donde habita ese fantasma del que pocos, muy pocos hablan con claridad. Llegó un lunes o miércoles, no lo recuerda bien. Llegó al hotel Quijote a pedir trabajo.

 

-¿Pero cómo una niña de 13 años queda embarazada y decide migrar?

 

Érika voltea a ver hacia atrás, hacia la mesa de donde siguen saliendo las risotadas. En el Calipso hay otras dos mesas llenas. En una de ellas, los hombres ya bailan con dos ficheras, y las alitas de pollo y trocitos de carne son despachados con más prisa desde la barra.

 

-Salgamos de aquí, no me gusta que me vean llorar mis compañeras.

 

En este mundo de piedra, la vulnerabilidad y las lágrimas, son un defecto.

 

Afuera es una calle de tierra que termina en otro antro. Un callejón sin salida. Adelante, un burdel más y una casa de huéspedes. Un eufemismo para llamar al complejo de cuartos donde las prostitutas llevan a sus clientes.

 

-Es que nunca conocí a mi familia. O sea que yo soy de Honduras, pero soy de esa gente que no tiene papeles, pues. Nunca tuve un acta de nacimiento. O sea, como si uno fuera un animal.

 

A ella le contaron que su mamá trabajaba en el mismo ambiente. “Trabajaba en la putería, como yo”. Dice que cuando era un bebé, su mamá la regaló a una señora que se llama María Dolores. Y de esa señora, Érika se acuerda muy bien. “Esa vieja puta tenía siete hijos y nosotros, mi hermanito gemelo y yo, no éramos como sus hijos, sino como sus esclavos”. Hermanito le dice siempre, aunque él sería un hombre de 30 años ahora, si no hubiera muerto como perro cuando tenía seis.

 

¿Cómo era su vida? De esclava, como dijo ella: con cinco años, el trabajo de Érika era ir por ahí, en su comunidad marginal de Tegucigalpa, vendiendo leña y pescado. Si la niña de seis años regresaba con una leña o un pescado, si Érika no lograba venderlo todo, le esperaba María Dolores, con un cable eléctrico y la azotaba hasta abrirle surcos en la espalda. Luego, cubría esas heridas con sal, y obligaba a su hermano a que las lamiera. Un día de esos, un día de lamer espalda, su hermano murió, ahí, en el suelo, donde ambos dormían. De parásitos dijeron que murió. De parásitos, dice Érika, que salieron de los surcos de su espalda.

 

Llora y rechina los dientes con rabia. Al lado se estaciona una camioneta. Tres clientes más entran al Calipso. “El día que mi hermano se murió, yo también enfermé; y me llevaron al hospital y nunca más me llegaron a traer. Después de eso empecé a vivir como un borrachito de la calle, entre basureros”.

 

Dos años anduvo así. Vendiendo esto, cargando aquello, pidiendo por ahí, durmiendo en cualquier esquina. Tres años después se topó con María Dolores, la señora de los latigazos, que la convenció de volver a su casa. “Yo estaba chiquita, no entendía muy bien, así que me fui con ella”. Los golpes disminuyeron, pero la vida empeoró. Omar, uno de los hijos de la señora, tenía ya 15 años. Érika ocho, cuando empezó a ser violada constantemente por el muchacho. “Por eso yo me pregunto: ¿cómo voy yo a entender de sexo normal si me acostumbré a que él me amarraba de pies y manos y entonces me hacía el sexo?”.

 

Sentada en un bordillo de la calle de tierra, sollozando afuera del Calipso, Erika empieza a dibujar el perfil de las migrantes centroamericanas que dan vida a la dura noche fronteriza. Muchas de ellas sin estudios, provenientes de una vida de desintegración familiar, maltrato y agresión sexual, llegan niñas a los burdeles fronterizos. Incapaces de distinguir entre lo que es y lo que debería de ser. Carne de cañón.

 

“Si no partís de la realidad social de nuestros países, no vas a entender”, me había explicado el guatemalteco Luis Flores, encargado en Tapachula de la OIM, que desarrolla proyectos en la zona atendiendo a centroamericanas víctimas de trata. Convertidas en mercancía. “Vienen violadas, acosadas, de familias disfuncionales, donde muchas veces su padre o su tío las han violado. Muchas nos han dicho que ya sabían que en este viaje las iban a violar, que es una cuota que hay que pagar. Se calcula que ocho de cada diez migrantes mujeres de Centroamérica sufren algún tipo de abuso sexual en México, según el gobierno guatemalteco (seis de cada diez según un estudio de la Cámara de Diputados mexicana). Viajan con eso, sabiendo que las abusarán una, dos, tres veces... El abuso sexual perdió sus dimensiones. Desde ahí entendé el fenómeno de la trata. Saben que son víctimas, pero no se asumen como tal. Su lógica es: sí, sé que esto me pasa, pero ya sabía que me pasaría”.

 

Hay, como dice Flores, una expresión acuñada en este camino de los indocumentados: cuerpomátic. Haciendo referencia a la carne como una tarjeta de crédito con las que se puede conseguir seguridad en el viaje, un poco de dinero, que no maten a tus compañeros, un viaje más cómodo en el tren...

 

Érika, la niña que fue violada desde los ocho hasta los 13, parió a sus dos gemelos cuando le faltaban seis meses para cumplir los 14. No recuerda cuántas veces la violaron. Y aquel relato de pandemónium sigue, como si su única continuidad posible fuera empeorar: “Yo no sabía qué era el embarazo, solo sentía que engordaba. La señora me acusó de puta. Le dije que era de su hijo. Y me dijo que yo era como mi madre, una prostituta, y que yo también iba a dejar a mis hijos como perros. Entonces me volvió a tirar a la calle. Me sacó desnuda, como por cinco cuadras, del brazo, hasta el parque. Ahí me dejó, y desde ahí tuve que volver a empezar”.

 

Y volver a empezar fue volver a la limosna, a la basura, a las esquinas. Ahí parió, en esas calles, y entonces decidió probar suerte. Dejó a sus hijos con una vecina de la que durante años fue su verdugo y emprendió el viaje hacia Estados Unidos con otros cinco niños. Ahí es cuando, tras escuchar que este es un camino de muerte y vejaciones, tras ver a sus amigos mutilados, decidió quedarse. No sabe si fue un lunes o un miércoles, pero al primer lugar al que llegó fue al hotel Quijote.

 

“La mayoría empiezan como meseras comunes. Luego se hacen ficheras y terminan prostituyéndose, generalmente llegan hasta ahí con engaños”, explica Flores una lógica que ya se podía leer en el libro del investigador Rodolfo Casillas, “La trata de mujeres, adolescentes, niños y niñas en México, un estudio exploratorio en Tapachula”. En este texto también se establece el escandaloso rango de edad desde el que se prostituye a las niñas: “De 10 a 35 años, difícilmente de más. Aunque el problema de la trata se recrudece entre las que son menores de edad, principalmente las que tienen entre 11 y 16 años”.

 

Desde el restaurante del hotel, en Huixtla, Érika escuchaba propuestas:  “Llega un cabrón y me dice: vámonos, yo te consigo lugar en un bar, vas a ganar más. Entonces si te apendejás, sí es un problema. Un montón de hombres te dicen eso: yo te alojo, te consigo papeles, te consigo trabajo, pero vas gastando en comida, transporte, hospedaje”.

 

La bailarina hondureña se guarda sus detalles. Como la mayoría de testimonios de trata, se cuentan en tercera persona y nunca se sabe si un relato de otra es un trozo de la autobiografía de la que habla. Incluso entre ellas, la trata es un fantasma. Si le ocurrió, le ocurrió a otra.

 

Érika asegura que no se dejó engañar. “No me apendejé”. Que fue ella, por su propia voluntad, la que dejó el Quijote y se fue a un antro. Que aquella niña con un parto fresco se plantó frente a la dueña del local y le impuso sus reglas: “Yo vengo a trabajar de bailarina, pero no me vas a tener encerrada como a las demás mujeres. Yo no soy pendeja. Aquí trabajo cada noche, termina, y me pagan de una vez. Es que como me crié en la calle, sé defenderme”.

 

Entonces hay que preguntar por las otras. ¿Cómo tenían a esas otras mujeres? “Estaban encerradas, no las dejaban salir. Solo un tiempo de comida les daban. El hombre que las llevó ahí les dijo: 'buena onda, vas a trabajar, pero tenés que pagar'. Es que la persona que te lleva pide un dinero por una al dueño del bar, y eso te lo va a sacar el del bar a ti. Te llevan a venderte, pues. A mí nunca me hicieron eso. A las demás sí, porque son pendejas”.

 

Esta razón se repite como justificación de los testimonios: la culpa es de las que se dejan. Pero las que se dejan, como explica Flores, son muchachas inocentes, sin educación, que no saben de denunciar nada, que son fáciles de amenazar. ¡Si te escapás, llamo a migración y te meten presa! “Es un problema de docilidad”, explica el guatemalteco. De 250 migrantes violadas que la OIM detectó en un proyecto de atención, solo 50 se dejaron asistir. No denunciar, sino ser asistidas médica y sicológicamente. El resto asumieron que era inútil, que les volvería a pasar, que faltaba mucho camino.

 

Aunque hay actos de solidaridad entre migrantes centroamericanos, el mundo de la migración es un mundo de sálvese quien pueda. El camino es duro, y los momentos para la ternura son escasos. Muchas de las reclutadoras de carne nueva para los prostíbulos son las mismas centroamericanas que contra su voluntad llegaron a trabajar en ellos y que años después reciben algún dinero por ir a convencer a otras muchachas en sus pueblos, a prometerles lo que a ellas les prometieron: serás mesera y ganarás bien.

 

Flores tiene un nombre para esto: efecto espiral. “Yo, hondureña, salvadoreña, guatemalteca, llegué aquí a los 15, tuve que pasar por eso, y ahora tengo mi empresa que es de hacerle eso mismo a otras”.

 

Érika recuerda con asco sus primeros días de prostitución. Aquellos cuando dentro del antro cerraba el trato con el cliente con el que fichaba y se iba con él al motel de enfrente, durante media hora. Con la habitación inundada por el olor a cerveza y sudor, se dejaba hacer. Y ellos a veces creían que eran sus dueños por esa media hora, que ella era como una casa y ellos la habían alquilado durante ese tiempo, y la podían habitar como les placiera. Y aquello, muchas veces, terminaba en lo que ella de niña tan bien llegó a conocer: golpes, insultos. 

 

Se observa los ojos reflejados en el pequeño espejo circular que sacó de su cartera. Aspira con fuerza el cigarrillo mientras ve a la nada. Como cambiando de registro y volviendo de un pasado de ignorancia a un presente de costumbre. Lleva 16 años en esto. Desaparece la vulnerabilidad. Vuelve la misma mujer burlona y se despide chocando la mano y después el puño cerrado. Entra al Calipso contoneando su cuerpo blanco y curvilíneo.

 

Casillas y Flores explican que las hondureñas y salvadoreñas son muy bien cotizadas en estos negocios, porque a diferencia de las mexicanas de esta zona indígena del Soconusco chiapaneco o de las pequeñas mujeres morenas que vienen de la autóctona Guatemala, las primeras tienen cuerpos menos compactos y tez menos oscura.

 

A las 3:00 de la tarde, el Calipso está más lleno. Otro grupo de hombres regordetes ha llegado al centro botanero a ocupar otra mesa. La música pop de la rocola contrasta con el ambiente de bigotes espesos y barrigas prominentes. Keny entrega lo que lleva en una bandeja a una de las mesas, y la administradora del Calipso la intercepta. Habla con ella un momento, y la salvadoreña de pequeños ojos negros y redondos camina hacia mi mesa.

 

Esto no ocurre en todos los lugares. El Calipso, dentro de lo que cabe, es un buen sitio para trabajar. Aquí los padrotes no deciden sobre ninguna de las chicas. Si quieren hablar, hablan. Si quieren ocuparse, se ocupan. Nadie las obliga. En otros sitios, incluidos los lugares públicos, sobre cada centroamericana que se ofrece hay dos ojos puestos.

 

En una ocasión, recuerda Flores, mientras intentaba entrevistarse con estas mujeres, se acercó a una que hacía esquina en la plaza central de Tapachula. Le explicó que estaba recopilando entrevistas para su organización, que si podían hablar. La respuesta de la chica fue la de una persona bajo vigilancia: “No puedo, me pega mi patrón”, se excusó emulando con sus gestos la negociación con un cliente. Sonrisa, no, no, gracias, adiós.

 

Keny pide agua. Las cervezas las tomará más tarde. Hoy es viernes, y el rendimiento de la noche es casi tan importante como el del sábado para sacar buenos pesos. La diferencia es que el viernes llegan los oficinistas, que descansan los dos días del fin de semana; el sábado en la noche, en cambio, muchos obreros acuden a cerrar su semana de trabajo abrazados a una centroamericana.

 

Desterrada dos veces

 

La voz de Keny es como un susurro. Un sonido confortante que proviene de algún lugar muy profundo de su caja toráxica. Un punto ronca y desgastada, arrastra pausadamente su voz y cierra sus pequeños ojos negros cuando desea hacer un énfasis. Por ejemplo, cuando dice: “Estoy aquí porque no tengo a nadie en otro lado”. Y deja caer los párpados y se alacia su cabellera larga y negra.

 

Su vida estuvo marcada por ese enorme imán que tira desde arriba a media Centroamérica: Estados Unidos. Cuando era apenas una bebé, su abuela emprendió camino. Cuando tenía cuatro años, su papá se fue para el norte. Cuando tenía 14, una mañana, despertó y su mamá tampoco estaba. Se fue para arriba. Cuando cumplió 15, su hermana mayor también fue atraída. Ella quedó en manos de unos tíos.

 

Pero, resume -y resume mucho- “esos tíos no me daban de comer, se quedaban el dinero que mi papá mandaba, y me criaban a golpes”. Su abuela, que bajó uno de esos días con papeles estadounidenses, vio el régimen en el que su nieta vivía y prefirió sacarla de ese martirio y entregarla a unos amigos de ella para que la cuidaran. A fin de cuentas, sacarla de uno para meterla en otro. Con esa familia estuvo hasta los 16, cuando la señora murió de un infarto. A partir de entonces, el señor o la golpeaba o la tocaba. Llamó a su hermana mayor -tres años mayor-, que en su intento de llegar a Estados Unidos recaló en Guatemala, con dos hijos más del que ya llevaba.

 

Ahí, en la zona 7 de esa capital, vivió solo unos meses con su hermana y el marido de ella. Un ataque de celos de su hermana terminó en una pelea, donde a Keny casi le arrancan un pecho con un cuchillo. “Me dejó irreconocible y me tiré a la calle, a trabajar de mesera en una cantina”.

 

Trabajó en una y en otra. Llegó a Puerto Barrios, a probarse como bailarina en el Hong Kong, todavía con una camisa con el estampado de un dinosaurio de caricaturas en medio. Ahí, entre burlas, sus compañeras le enseñaron a bailar, a conquistar hombres cada noche, a fumar marihuana y crack, a maquillarse, a inhalar cocaína y a tomar, a tomar mucho. “Salí de ahí con camisas muy escotadas”.

 

Del otro lado de la frontera, del lado mexicano, una de las chicas del Hong Kong regresaba de tanto en tanto, con más dinero del que ganaban las bailarinas de Puerto Barrios. “Es que en Huixtla pagan más”, les decía a las más jóvenes, como Keny, que tenía 17. Y aquello le entusiasmó.

 

Así terminó en México, en un antro de Cacahuatán, El Ranchón, durante años muy famoso y ahora cerrado porque algunos clientes vendían droga dentro. El Ranchón está por revivir este año. Ahora se llamará Ave Fénix.

 

Keny lleva siete años moviéndose de lugar en lugar, de Huixtla a Tapachula y de ahí a Cacahuatán. De antro en antro en antro.

 

-¿Te prostituís o solo fichás?


-Lo hice al principio. No me gustó, porque es estar con alguien por quien no sientes nada. No sabés qué persona te vas a encontrar adentro del cuarto. Hay quienes te golpean. Me ha pasado que ya estando en el cuarto se comienzan a poner agresivos y una a veces se niega, y ellos empiezan con los golpes. Ahora solo me quedo con la bailada, las fichas, la bebida.

 

Las tarifas varían en esta frontera de prostitución. Una jovencita vale más que una vieja. Y aquí, una jovencita es menor de edad, y una vieja es la que pase de los 30. Las demás, son el denominador común.

 

Una de estas tardes, regresando de una entrevista en Tapachula, abordé un taxi, y pregunté al taxista por muchachas jóvenes, de unos 20 años, que se prostituyeran. Se llevó la mano a la frente, y respondió: “Tarde, amigo. Con mi primo teníamos un negocio de muchachas. Las llevábamos a hoteles y casas, todas jovencitas, pero no de 20. De 14 o 15 te conseguíamos, mexicanas y hondureñas, y te las llevábamos a tu hotel. Dos horas por 1,500 pesos (unos 130 dólares). Yo me quedaba la mitad”.

 

Las tarifas varían. A más edad y más rasgos indígenas, se cobra lo más bajo, unos 400 pesos la media hora. A menos edad y más tez blanca, la tarifa puede llegar a 2,000 pesos. Flores, el de la OIM, establece una suma de hechos que llevan a que una mujer sea vendida como una u otra cosa: “migrante más indígena más guatemalteca es igual a sirvienta o prostituta de bajo cobro. Migrante más hondureña más jovencita es igual a lo que llaman edecán o teibolera”.

 

En el Calipso, La música pop ha cambiado por una canción norteña de El Gallo de Oro, Valentín Elizalde. La conversación continúa.

 

-¿Era cierto lo que te dijo tu colega en el Hong Kong? ¿Ganás más aquí que en Guatemala?

 

-Sí, definitivamente. A veces vengo a trabajar de mesera de día y bailarina en la noche, y hago unos 1,000 o 2,000  pesos diarios. 

 

En la frontera hay una casa de atención a mujeres que han sido víctimas de violación y trata cuando subían hacia Estados Unidos. Los encargados de esa casa de acogida hablaron del tema, pero pidieron no ser identificados como institución. “Ya sabe, hay muchas mafias metidas en esto”. Dijeron que, de todos los casos atendidos, había dos razones principales por las que las mujeres decidían quedarse, no escapar. Uno de esos motivos es que siempre ganan más de lo que ganaban en Centroamérica. Luego de un mes de estar forzadas empiezan a resignarse, y a verle el lado amable, a ver que tienen dinero para mandar a sus casas. Y se van dejando caer en esta vida de noche, de vicios, y su vulnerabilidad de los primeros días se va convirtiendo en un carácter de piedra. Y terminan revestidas por un caparazón que las protege de toda la porquería que tienen que enfrentar.

 

-¿Y tu familia sabe dónde estás?

 

-Me comunico solo con mi padre, pero no sabe en lo que estoy. Mi hermana lo sospecha. Cree que soy mesera, no saben que bailo, de qué he llegado a ocuparme. Tengo que irme a El Salvador, no quiero que mi hijo (de 9 meses) crezca y me vea así, pero por mi cuenta. Allá nadie sabe cómo soy. Aquí todos conocen lo que he hecho. Allá solo seré otra madre soltera. Mi familia no puede enterarse de esto. No lo entendería. 

 

La segunda razón por la que las mujeres no huyen, explicaron los encargados de esa organización fronteriza, es la vergüenza. El pasado. Tener que explicar dónde estuvieron. Y el miedo. Que les descubran su mentira. Flores lo explica con otro ejemplo, con una amenaza que circula en estos bares: “Sacan a una niña indígena de su tierra, le dicen que va a ser mesera y la venden como prostituta. Le quitan sus documentos y le aseguran que si escapa, si no obedece, contactarán a su familia y le mostrarán fotos de ella en las piernas de un hombre en el bar. Dile a una guatemalteca que toda su aldea se enterará de que no era mesera, sino prostituta, y pídele que se regrese. Verás que no quiere”.

 

Desde su última frase, los pequeños ojos negros de Keny dejan caer un fino chorrito de lágrimas que se limpia con una servilleta y con un delicado movimiento que impide que se le corra el maquillaje.

 

-En estos años, ¿te has encontrado con mujeres que están a la fuerza?

 

-Han venido por su propia voluntad, porque ellas quieren. He escuchado comentarios de otras mujeres, de que las venden, pero cuando ya ven el lugar se quedan. He hablado con algunas de ellas, y me dicen que se quedaron a pesar de eso porque les ha gustado el dinero. Entonces es por su propia voluntad.

 

Otra vez el fantasma. Otra vez la fina red que hace que la trata no parezca trata. Culpa de la muchacha. Ella quiso quedarse. Los métodos de chantaje de los tratantes se camuflan como propuestas en las mentes de mujeres acostumbradas a sufrir y a ser valoradas como mercancía. Al final, nadie tiene la culpa. Las cosas son como son. Así han sido siempre.

 

La trata es confusa hasta para aquellos para los que no debería de serla. En Tapachula está una de las tres oficinas de la Fiscalía Especial para Delitos contra las Mujeres y Trata de Personas (Fevintra). Solo hay tres en todo México. Eso a pesar de que, en su informe publicado el 2 de febrero de este año, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito aseguró que en México la negligencia de las autoridades y el escaso reconocimiento del crimen hace que la trata sea un delito en aumento. Solo tres oficinas en un país de 31 estados, a pesar de que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, según reveló el diario El Universal, registra que alrededor de 20 mil niños y niñas son esclavizados en explotación sexual en este país.

 

Aunque por convenios internacionales México debería haberlo hecho en 2003, fue hasta septiembre de 2007 cuando entró en vigor una ley que contempla la trata como un delito y obliga a las autoridades a prevenirla. Sin embargo, a esa ley aún no la acompaña el reglamento tradicional que dicta cómo deben operar los perseguidores de ese crimen ni tampoco se ha creado la comisión intersectorial que debería dictar estas normas y crear un sistema de información. La ley, que ya tiene más de un año de existir, ordena que esa comisión se cree. Ya pasaron dos meses desde que inició 2009.

 

Desde su despacho, David Tamayo, el “fiscal antitrata” de Tapachula, de esa ciudad atestada de bares y de historias de niñas obligadas a actuar como mujeres en la cama con un desconocido, contestó con quejas y tibiezas. “Han llegado muy pocos (casos de tratas de centroamericanas). Este tipo de delito casi no se denuncia, porque quienes intervienen, migración y otras instituciones, no los canalizan acá. Las deportan, y se pierden las denuncias. Es un fenómeno preocupante, pero fantasmal: no se ve. Solo de cuatro asuntos hemos conocido”. ¿Y cuántos procesos han ganado? “Están en proceso todos”. ¿Puedo hablar con un fiscal que lleve un caso? “No, es confidencial”. Siendo fiscalía, ¿no actúan de oficio? “No. Solo se politizan las cosas. Nuestra tarea es la divulgación de la ley y la prevención. La policía es la que trata de ser operativa. A veces nos avisan, a veces no. Por la cuestión de fuga de información. Es otro problema que enfrentamos, nunca nos avisan de los operativos. Los grupos delictivos están incrustrados en las policías”. ¿Son redes criminales bien organizadas? “Es característico de los cárteles (de la droga). Abarcan todos los delitos de orden federal: secuestro, narcotráfico, trata de personas. No conocemos concretamente qué grupo es el que está en esto. Es imposible identificarlos”.

 

Uno de estos días visité en Ciudad Hidalgo, el municipio que es bañado por las aguas del Suchiate, el río que miles de centroamericanos cruzan cada año para iniciar su viaje, a un miembro de la alcaldía. Le comenté que buscaba historias de mujeres en prostitución y me llevó a un bar, a Las Nenitas. Enclavado entre callejuelas de tierra, en ese bar, a las 2 de la tarde que llegamos, solo dos mujeres estaban tras la barra.

 

Tesa nos atendió. Era una guapísima hondureña, alta y morena, enfundada en botas de plataforma, un pantalón ceñido y una blusa escotada hasta el escándalo. En Las Nenitas, contó el funcionario, todas se prostituyen. Le comenté a Tesa mi interés por hablar con ella, sin mencionar la palabra trata. Dijo que sí, que hablaría conmigo otro día, y me dejó un número de teléfono que nunca contestó.

 

Al salir del bar, el funcionario explicó que el dueño de ese antro es un zeta muy reconocido en Ciudad Hidalgo. O sea, un miembro de esa banda criminal que opera por independiente y como brazo armado del cártel del Golfo, el segundo más poderoso de este país. Que cómo sabía eso, le pregunté. Contestó que Ciudad Hidalgo es muy pequeña y que el dueño de ese bar es reconocido como todos aquí, y que siempre que sale porta un fusil AR-15 y se hace acompañar por tres guardaespaldas armados. Dijo que en su ciudad esa banda controla la trata, envía gente a reclutar muchachas a Centroamérica y a veces secuestran migrantes y las venden a camioneros como material de usar y tirar. Por una noche. “No diga mi nombre, por favor”, me pidió el funcionario.

 

Son las 4:00 de la tarde y Keny la salvadoreña se levanta de la mesa y se calza un delantal para llevar cervezas a los clientes. Hoy hará doble turno, hoy quiere sacar buen dinero. Más tarde dejará el pantalón, las chancletas y el delantal, y lo cambiará por unas sandalias de plataforma negras y un chillón traje amarillo, con botones en un costado, para poder arrancárselo sobre la pista cuando le toque desnudarse en el Calipso.

 

Connie regresa al antro y se cruza con Keny cuando esta se aleja. “Qué ondas, vieja”, se saludan. Connie no trabaja de mesera. Lo suyo es la noche. Fichera y bailarina. Vino esta tarde porque la administradora se lo pidió, y viene a lo que viene. A recordar.

 

Yo no me quedo aquí

 

Su mirada es de profunda desconfianza. “¿Qué quiere? Explíqueme dónde va a salir esto”. Connie es una mujer segura, que se cubre las espaldas. Ya me lo habían advertido: es de armas tomar. “Yo vine aquí con mis cinco sentidos, nadie me trajo”, apunta enrumbando la conversación. Tiene 18 años, y cuando llegó, cuando dice que lo tenía todo calculado, era una niña de 15.

 

Conversa menos que Keny y Érika, pero los detalles que va regalando poco a poco permiten ir desmenuzando otros aspectos de este fantasma que recorre la frontera.

 

Dice que un compatriota suyo, un guatemalteco que trabajaba en esta zona como mesero, le dio la llave de salida. Le dio la idea para escapar de un mundo que ella quería dejar luego de ver la suerte que le espera a un joven de su edad en las calles de su barrio.

 

Un mes antes de que hiciera maleta rumbo a los prostíbulos de Tapachula, donde llegó primero, su hermano había caído muerto a media calle. Quedó inerte de tres tiros. Era cobrador de una ruta de autobuses de la capital guatemalteca. Tenía 16 años y una pandilla reclamándolo como recluta. La Mara Salvatrucha, la pandilla más grande del mundo según el FBI, le ofreció que fuera él quien se encargara de rentear, de extorsionar a los conductores de los autobuses. De ofrecerles seguridad a cambio de una cuota o inseguridad a cambio de su negativa. El hermano de Connie rechazó la propuesta y la mara le aplicó la regla que le habían encomendado que él aplicara a los transportistas. Tres balazos: pecho, abdomen y cabeza.

 

“Ese mismo mes, en mi colonia, la mara mató como a 15 niños, todos entre 14 y 16 años”, recuerda Connie. “Yo ya no podía vivir en paz”.

 

Mientras niños y niños caían abatidos por el plomo, su vida transcurría con normalidad: su padre se emborrachaba cada noche y la acosaba, como hacía desde que ella tenía ocho años. Su madre se encargaba de “embarazarse y embarazarse”. Ella es la mayor de sus siete hermanos.

 

Muchas niñas centroamericanas, explicaron los cónsules en Tapachula de El Salvador y Honduras, escapan de situaciones de marginalidad. De circunstancias que traduciéndolas a hechos son el miedo a una pandilla, y una vida familiar peor que la que podrían llevar como niñas de la calle. Son aquellas circunstancias que relativizan, que les permiten ver la prostitución, la violación, la trata, con los prismáticos de una realidad distorsionada. Una realidad donde los niños caen muertos por decenas, los padres son acosadores y los barrios zonas de guerra.

Por eso, dentro de su mundo, Connie, que desde niña trabaja en prostíbulos, recorta la realidad y divide lo que le parece normal a lo que le parece inusual para responder a la pregunta de cuál es su peor recuerdo desde que llegó.

 

-Hubo un tiempo en que me fui a trabajar a Huixtla, a otro negocio de allá, y me detuvo migración en Huehuetán. Me enfermé de los nervios, me dio depresión. Nunca había estado en un lugar así, con tanta gente. Era la única mujer entre tanto hombre, que me acosaban. Eso es una prisión. El encargado de migración me daba a entender que si yo le daba sexo él me dejaba ir.

 

Es de manual que las autoridades migratorias no son en México las más respetuosas de los derechos humanos de los migrantes. En la zona de Chiapas muchas veces se convierten en acosadores de las mujeres. ¿Quién quiere denunciar un caso de trata a un agente que te está ofreciendo sexo a cambio de libertad? Y la negligencia no termina ahí. El Instituto Nacional de Migración, como ya explicaba el fiscal antitrata, es el que muchas veces impide que estos testimonios de trata lleguen a un juzgado o los cónsules.

 

El cónsul guatemalteco no quiso hablar del tema. Nelson Cuéllar, el salvadoreño, sí aceptó sentarse a explicar por qué hay cosas que aquí simplemente no funcionan. Dice que en sus tres años como funcionario en Tapachula sólo ha visto dos casos de trata. Pero dice que en ambos, al final, frente al agente del Ministerio Público, han elegido no denunciar. Por lo demás, enterarse de la trata de mujeres depende de la suerte, no de la cooperación de otros.

 

-Cuando hacen las redadas en centros de tolerancia, no nos informan. Las repatrian a sus países. Migración debería de avisarnos, antes de deportarlas, para entrevistarlas, ver si han sido víctimas. Pero las regresan, como si fuera un migrante normal al que agarraron caminando. Es más, se maquilla todo por parte de ellos.

 

Una de estas calurosas noches, fui a una zona muy popular en Tapachula, una zona de tolerancia: Las Huacas. Antes de eso, ingenuamente, conversé con el Secretario de Seguridad Pública Municipal de la ciudad, Álvaro Monzón Ramírez. Solo a él le pedí autorización para poder establecer como base de esa noche el quiosco de la policía municipal que está frente a los prostíbulos. A nadie más. Cuando llegué a Las Huacas, solo un antro estaba abierto. Los demás habían cerrado. Algo inusual para un jueves en la noche. Al preguntarle a un encargado de antro que cerraba su negocio qué pasaba, él contestó: “Vinieron unos policías municipales a avisarnos que hoy habría redada, y que vendrían policías con agentes de migración y varios periodistas”.

 

La noche siguiente volví a Las Huacas, sin avisar a nadie. En esa ocasión, como a la 1 de la madrugada, todas las prostitutas centroamericanas del antro donde estaba corrieron en estampida hacia una puerta negra en el fondo del bar, que da a la nada, que las saca a un riachuelo que hace de traspatio de la zona. Luego, una de ellas me explicó que un agente de migración le había llamado a la dueña del antro de enfrente y le había avisado de que habría operativo esa noche, que sacara a las indocumentadas.

 

Connie pide su segunda cerveza y se muestra algo inquieta. Los clientes van llegando poco a poco, a pesar de que todavía no anochece. Tiene dos hijos menores de cinco años, y a fuerza de baile y cama ha logrado traer a México a toda su familia. Toda: su madre, su padre, sus siete hermanos y una sobrina.

 

Aunque migrantes que apenas han llegado al otro lado del río Suchiate, las centroamericanas que dan vida a estos prostíbulos son el sustento de sus familias. Por eso, explica Connie, “muchos niños y niñas de Guatemala se vienen con gente que llega allá a ofrecerle a uno que van a ganar buen dinero”.

 

Así, niñas y niños. Nada más el pasado 13 de febrero, policías federales y miembros de Fevintra allanaron una casa en Tapachula. Adentro encontraron encerrados a 11 niños, todos en un cuarto maloliente donde dormían en lonas, sobre el piso. Las autoridades acusaron al dueño de la casa, un mexicano de 41 años, de obligarlos a trabajar hasta 14 horas en las calles de la ciudad, como su ejército de esclavos, vendiendo globos, cigarros y golosinas. Lo acusan también de negarles agua y comida, y de propinarles fuertes golpizas si no vendían lo suficiente.

 

Es hora de dejar ir a Connie. La hora estelar se acerca y pronto tendrá que subir al escenario o sacarle fichas a varios hombres. Ella todavía es joven, y en una buena noche llega a hacer hasta 6,000 pesos. Keny, en cambio, ya con 24 años es una del montón, y por eso en una buena noche saca la tercera parte de lo que obtiene Connie.

 

Antes de irse, Connie voltea a verme y responde a unas pregunta que al parecer quería que le hiciera. ¿A qué te dedicás ahora? ¿Qué harás en el futuro?

 

-Yo ya no me ocupo. Lo hice al principio, pero ya no, no me gusta. Y no pienso quedarme aquí. En unas semanas me voy. Mi novio me dice que él me va a sacar, y que va a mantener a mi familia, y no quiero que mis hijos me vean así.

 

Por desgracia, nada de eso pasa o va a pasar. Sé que Connie es una de las que se ocupa en el bar. Sé que hace solo unas noches entró al cuarto con un hombre y que lo volverá a hacer esta noche. Y lamentablemente, cuando dijo lo que dijo, Connie no sabía que su novio la abandonaría unos días después.

 

La noche en el Calipso arranca y sigue su curso normal por unas horas. El antro se divide en dos. A un lado del traspatio, el centro botanero, donde unos 40 hombres gritan, bailan con las ficheras o se las posan en sus piernas. Al otro lado, la luz neón y la pista de baile, donde diez hombres esperan  el espectáculo.

 

Cuando la noche avanza, el lado de las botanas empieza a vaciarse y el de la barra se llena con los clientes que se trasladan. Los que quieren seguir la noche.

 

En el Calipso, Érika, Keny y Connie han tomado posiciones, y se ganan el dinero como tienen que hacerlo desde que eran niñas, cuando llegaron aquí ya con experiencia en vivir vidas que se destartalan a cada vuelta de rueda.

 

Son las 12:30 de la noche. Keny la salvadoreña baila sin ropa sobre el escenario, e intenta controlar sus movimientos después de 23 cervezas. A Érika la hondureña, 30 cervezas la han soltado y, subida sobre una mesa, restriega sus nalgas desnudas en la cara de un hombre bigotudo al que se le ha caído el sombrero. Él la ha invitado a unas cinco cervezas, cinco fichas, y es hora de empezar a compensarle. Connie la guatemalteca baila en mini falda y enormes tacones con el hombre prieto y barrigón con el que luego se irá a un cuarto.

 

Mañana, con otros nombres, con otros hombres, la escena volverá a empezar aquí en el Calipso como en los otros cientos de antros de la frontera mexicana. Las centroamericanas volverán a agitarse. Como todas las noches, como lo hacen desde niñas.

 
CUADERNO DE VIAJE
Todo se va al carajo

Escribo esto mientras un tren desgarra su potente pito a unos metros de aquí. Ese horrible gusano lleva a unos 50 indocumentados centroamericanos prendidos como garrapatas de su lomo. Viajarán ocho horas y lo más probable es que cuando lleguen a la siguiente estación los secuestren. 


+Ver Más

DESTACADOS

SLIDESHOW
El inquietante silencio de la muerte
Por Toni Arnau

GUARDIANES DEL CAMINO
Aquí se viola, aquí se mata

CUADERNO DE VIAJE
El día de la furia
Por Óscar Martínez

 

MULTIMEDIA
Sobreviviendo al sur

El sur de México funciona como un embudo para los miles de migrantes centroamericanos. Ahí, muchos de ellos declinan aterrorizados de su viaje a Estados Unidos. Secuestros masivos, violaciones tumultuarias, mutilaciones en las vías del tren que abordan como polizones, bandas del crimen organizado que convierten a los indocumentados en mercancía. Este es el inicio de un viaje. Esta es apenas la puerta de entrada a un país que tienen que recorrer completo.


+Ver Más

El muro de agua

Nadie sabe ni de cerca cuántos cadáveres de migrantes se ha llevado el río Bravo. Este caudal que cubre casi la mitad de la frontera entre México y Estados Unidos suele arrojar cada mes algunos cuerpos hinchados. Enclavado entre uno de los puntos fronterizos de más constante contrabando de drogas y armas, el río, cumple su función de ser un obstáculo natural. Uno letal.


+Ver Más