Cuaderno de viaje  

Carrera de ciegos

Por Óscar Martínez
Publicada el 10 de diciembre de 2008 - El Faro

Cuando escuché algo así la primera vez, sentí lástima. Me entristeció que alguien viajara tanto y se arriesgara tantas veces para venir a preguntar algo así llegado a este punto. Pero a medida que he seguido tratando con centroamericanos indocumentados rumbo a Estados Unidos, cada vez que me salen con una pregunta así, me dan ganas de darles un coscorrón y un buen regaño: mejor te hubieras quedado en tu milpa, en tu maquila, en tu colegio, en tu taller... luego me digo que no es su culpa, y el impulso violento se pasa.

 

Recuerdo la primera vez que la pregunta me enfadó. Fue el año pasado. Era un joven hondureño de 16 años, y estábamos en Altar, frontera con Arizona. El chico estaba a un paso de la meta. El verano aún no terminaba de irse, y ambos estábamos derritiéndonos. Las gotas de sudor rodaban desde nuestras cabezas hasta entrar en los zapatos.

 

Era una conversación desenfadada, en la que el muchacho se mostraba confiado ante el reto. “Yo no me asusto, ya sé por dónde me voy a pasar a Estados Unidos”, repetía, seguro. “¿Venís listo?”, le pregunté. “Listo, listo”, respondió. “¿Listo para la gran caminada?”, insistí. “No es tanto”, contestó. “Son como cuatro noches por el desierto”, seguí. “¿Cuál desierto?”, cuestionó, cambiando el gesto de sobrado. Entonces es cuando me dan ganas de hacer uso del coscorrón.

 

¿Cuál desierto? ¿Cuál muro? ¿Cuál cerro? ¿Cuál río? ¿Cuál frío? ¿Cuáles temperaturas arriba de los 40 grados celsius? ¿Cuál cordillera del hielo?

 

No es que al muchacho se le hubiera escapado un pequeño detalle. Es que estaba a punto de empezar a correr con los ojos vendados. Ese desierto enorme es uno de los más áridos del planeta, con partes donde no hay ningún tipo de vida vegetal, porque las dunas no permitirían que la raíz encontrara agua. Un desierto de temperaturas extremas y de ventiscas letales llamadas viento negro, trombas de arena que pueden durar un día, y que impiden respirar y ver.

 

El hondureño viajó 23 días en el lomo de varios trenes. Fue asaltado tantas veces que ni siquiera sus zapatos se salvaron, y entonces usaba unos viejos mocasines que un ladrón le cambió por sus flamantes nike. Pasó hambre. Tanta hambre, me contó, que sentía que “las tortillas heladas eran un manjar”. Una carrera de desesperados. Una travesía para llegar a una última prueba, la definitiva: la frontera. Todo eso para no tener idea de que el inmenso desierto que estaba en sus narices era el último obstáculo. 

 

Es, casi literalmente, como hacer una carrera de vallas sabiendo que uno de los obstáculos será un muro de tres metros. El impacto, a esa velocidad, te descalabraría.

 

Hace solo un mes, en Ciudad Juárez, fue la última ocasión en la que el coscorrón volvió a insinuarse. Eran tres hondureños abatidos, que, en las mesas del patio del albergue, solo tenían una respuesta: “No sabemos”. Decían que tenían miedo, porque en esa ciudad, la más violenta de México, no se podía hacer nada sin que te advirtieran que era peligroso. Salir a buscar trabajo, ir a inspeccionar las zonas de cruce, buscar coyote, cambiar dinero, todo es peligroso. Los mil 400 ejecutados por los narcotraficantes en lo que va del año respaldan la afirmación recurrente de que en esa urbe de 1.3 millones de personas, casi toda acción cotidiana conlleva riesgo.

 

“Entonces, ¿qué hacen aquí?”, les pregunté. “No sabemos”. “¿Cómo que no saben?”. “No sabemos”. “¿Pero cómo llegaron hasta aquí?”. “No sabemos, solo veníamos en el tren hasta que nos dijeron que ya era la frontera”. “¿Y no sabían que había muro y que ya nadie cruza por aquí?”. “No sabíamos”.

 

No sabían nada. Hicieron el viaje más peligroso de sus vidas y no sabían nada. Dejaron que una locomotora eligiera su destino. En la cabeza de muchos migrantes centroamericanos, Estados Unidos es como una casa con una puerta de entrada que tendrán que cruzar de alguna forma. En la realidad, esa puerta tiene 3 mil 100 kilómetros, unos 600 de ellos amurallados, otros mil 800 surcados por el río Bravo y unos 500 en pleno desierto.

 

Mi enfado ante los múltiples “no sabemos” no deja de ser una tontería, porque parte de que estos desorientados viajeros no han cumplido con unos pasos simples para ubicarse y llegar al desierto buscando el desierto. El impulso del coscorrón nace casi siempre de aquel pensamiento inmediato: “¡Qué te costaba revisar un mapa!”

 

Lamentablemente, aunque todos consiguieran un mapa de esta república de casi dos millones de kilómetros cuadrados, tendrían que hacer toda una larga investigación para que ese mapa se convirtiera en una certera hoja de ruta. Con un mapa común, los “no sabemos” seguirían brotando al pie del muro.

 

Ese mapa tendría que especificar temperaturas en las diferentes zonas de paso de migrantes, localización de albergues, tramos donde hay muro y donde se está construyendo, distancias hacia las ciudades estadounidenses más cercanas a la frontera, ubicación de las principales urbes fronterizas de México, tiempos aproximados de caminata por el desierto en aquellos sitios por donde pasa el mayor flujo de indocumentados (Altar, Naco, Mexicali, Tecate, Sonoyta...), variación estimada en el caudal del río Bravo dependiendo de la temporada... datos que salvarían vidas.

 

Estoy seguro de que los hondureños de Ciudad Juárez y el muchacho de Altar no tuvieron los recursos para pintar tantos números y anotaciones sobre un plano. A esos hondureños, desde su selvático Olancho, no les hubiera sido fácil conseguir información sobre los planes del sistema de seguridad estadounidense para levantar más barreras. Les costó ahorrar el dinero que les robaron en Chiapas, al inicio del viaje, y entonces acabó su planificación, que consistía en comer un par de tortillas al día.

 

Que van a seguir migrando, aceptan los gobiernos de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua (que ponen al 99% de desorientados que vagan por México buscando Estados Unidos). Que migrar es peligroso, han dicho de diferentes maneras sus gobernantes, y es por eso, porque lo saben, que nunca entenderé por qué siguen gastando en imprenta y tinta para crear los inverosímiles carteles que cuelgan en las aduanas centroamericanas y en sus consulados en México: “Hermano, al migrar pones en riesgo tu vida. Piénsalo”. Y vuelven las ganas del coscorrón: ¡Qué les cuesta hacer un mapa!

 

 
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