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Los hermanos Alfaro y la muerte que los persigue

Huyen de una muerte que no tiene rostro. Solo saben que en su país, El Salvador, los quieren matar. Como hicieron con Juan Carlos. Como hicieron con Silvia. Son tres hermanos a quienes el aviso les llegó a tiempo para escapar, pues ya lejos de su país supieron que la carpa llegó por Silvia, su madre. Son tres condenados a muerte en busca de una esperanza.

Domingo, 6 de diciembre de 2009
Óscar Martínez / Fotos: Toni Arnau

 

*


Nada. Ni una pista. Pitbull huye, pero no sabe. Si fuera un personaje de ficción, seguro la trama lo obligaría a investigar, a mover sus contactos en el barrio, a ponerle nombre a los dos viejos borrachos. Pero esto es la realidad y Pitbull es solo un joven de 18 años, del segundo país más violento de Latinoamérica, acostumbrado a la muerte que cuando suena sus alarmas poco más importa.

Qué más da si ni los reportes policiales contienen mucho. Esos mismos meses, cuando mataron a Juan Carlos -enero o febrero, Johnny no lo recuerda a cabalidad- otros nueve jóvenes fueron asesinados en Chalchuapa. Todos entre las edades que Juan Carlos tenía, entre los 18 y los 25 años. Pitbull reconoce que  ni siquiera sabe si Juan Carlos era su nombre real.

—Él así decía que se llamaba, pero como era de la pandilla y tenía problemas en otras colonias, yo le escuché otros nombres.

William, José, Miguel, Carlos, Rónal, no identificado, cualquiera de estos podrían ser los nombres reales de Juan Carlos. Todos ellos murieron en Chalchuapa en los meses en los que él cayó. Cualquiera podría ser el registro policial de su cadáver. Aunque alguien quisiera saber la verdad sobre esa muerte, la verdad sería tan esquiva como lo que jamás ocurrió.  

Pitbull voltea a ver con lascivia a las muchachas migrantes que salen del albergue. “¡Ricas!”. Huir no siempre es una romería fúnebre. Al menos no para este muchacho. Depende de qué tan acostumbrado se esté. Da una calada a su cigarrillo. Vuelve la calma. Continúa respondiendo preguntas echado en los rieles, con una roca como almohada y la vista fija en el cielo. Parece un paciente de sicoanalista.

Después del primer cadáver, Pitbull se largó un tiempo de Chalchuapa. Dos viejos borrachos estaban siendo juzgados por homicidio gracias a que él los señaló en la cara. Lo mejor era retirarse un tiempo.

Alcanzó en Tapachula, la ciudad mexicana fronteriza con Guatemala, a su hermano menor, a Josué, El Chele, de 17. Josué llevaba ya más de cinco meses en aquel bochornoso lugar. Desde que emprendió el viaje a finales de 2007 rumbo a Estados Unidos, Josué seguía esperando mientras reparaba carros y dormía en el taller mecánico de la zona maquilera. Esperaba que su padre, como le había prometido, le llamara diciendo que el coyote que lo guiaría hasta Estados Unidos estaba listo, que el dinero había sido reunido y que la promesa terminaría de cumplirse:

—Nos vamos al norte, hijo, verás cómo allá sí hay chamba, buen jale, buen dinero –había dicho el padre con su español migrante, esa mezcla de acento centroamericano y diccionario chicano.

Josué y Pitbull nunca fueron amigos ni enemigos tampoco. Son dos tipos diferentes obligados a compartir historias. Auner seguía en lo suyo, allá en El Salvador, labrando el campo y esperando que su esposa pariera. Ninguno de los tres se comunicaba. Siempre han tenido esa relación de campesinos, que parecen tener como regla la prohibición de mostrar el cariño con los gestos y las palabras.

El Chele, de pocas palabras, tenía la confianza de los dueños del taller mecánico. Le permitían llevar muchachitas para pasar la tarde con los pantalones abajo. El Chele no se metía con nadie, no hizo ningún amigo en Tapachula. Se engominaba en extremo el pelo rizado a las 5 de la tarde, luego de darse una buena ducha para sacarse el hollín de su piel blanca. Se ponía una camiseta estampada que cubría la de manga larga que llevaba por dentro. Se calzaba sus imitaciones de Converse y se lanzaba a las esquinas de las cafeterías de la plaza central, al céntrico y seudocolonial quiosco blanco, a las paleterías donde los muchachos y las muchachas van a hablarse. “A enamorarse”, dice él. A veces triunfaba y seguía citándose con la muchacha, en alguna banca del parque. Comían un helado, hasta que un día conseguía llevarla al taller y luego se olvidaba de ella y volvía a iniciar la rutina.

Pitbull, en cambio, iba donde podía. Vivía en casa del compañero de trabajo que le diera posada. Se movía por la zona de Indeco, una colonia de las más peligrosas de este municipio mexicano, zona de fábricas y maquilas. Ahí, gracias al cemento elevado de las industrias manchado con pintas de la Mara Salvatrucha, la calle que hace de columna vertebral parece amurallada, una especie de límite entre dos países en conflicto. Pitbull trabajó de albañil, de ayudante de mecánico, de cargabultos en el mercado. Todo era provisional. Todo era acostumbrarse a aquel pueblo con aires de ciudad. Un tiempo para hacer amigos y volver a vivir en esa cuerda floja que lo mantiene siempre en el límite de convertirse en cadáver. Esa misma donde caminaba en El Salvador, decidiendo si lo mejor no era ser como sus amigos, meterse a la pandilla, ganarse el miedo con el que se trata a esa familia de desahuciados.

—Yo no es que me quisiera meter a la pandilla, sé que es un pedo andar en eso, pero es que como nos parecíamos... Así, pues, que somos bichos que no estudiaron, que andamos solo vagando y viendo cómo nos divertimos –define Pitbull sus razones.

En Tapachula divertirse siguió significando lo mismo: caminar en la cuerda floja, que si no hay riesgo de caer tampoco hay entretenimiento.

Se topó con otro de su estirpe, “un chavo ratero”, que le hizo la oferta como quien ofrece un pedazo de pan. Eso bastó para que Pitbull volviera a las andadas:

—¿Qué onda, vamos a chingarnos algo por ahí?
—Vamos –respondió Johnny.

Robaron a mano limpia carteras y bicicletas a señoras y niños. Afuera de las escuelas, en la clasemediera colonia Laureles, en las calles que rodean el mercado. Una de esas carteras lo devolvió a El Salvador. La rapiñó, corrió, pero a la vuelta de la esquina había una patrulla. Pitbull no quiso dejar la bicicleta en la que huía. En lugar de escapar por callejones siguió por las aceras hasta que otra patrulla más lo alcanzó y lo llevó a la comisaría.

—A ver, pinche marerito, a mi país vienes a hacer tus fechorías. Te vamos a recomendar tres años para que aprendas a no venir a joder.

Ya ni intentó explicar que no era ningún “maroso”, sino solo un joven de Centroamérica. Lo único que se le pasó por la cabeza en aquel momento fueron los años.

—Tres años... voy a salir casi de 21... Ya viejo.

En lo otro no reparó. Siempre que un policía lo detenía, le preguntaba lo mismo: ¿de qué mara? Lo que es costumbre, por definición, ya no llama la atención.  

La amenaza fue solo eso. Pitbull se fue a la prisión de menores de Tapachula durante ocho meses. Nadie lo visitó nunca. Ni El Chele ni Auner ni Silvia, su madre.

—Entré como pollo comprado –recuerda, tieso y temeroso.

La recibida no fue calurosa. En su primera ducha le pidieron por las malas sus tenis y su bermuda.

Con el paso de los días aprendió a escuchar. Y lo que escuchó le resultó familiar. Cuando oyó palabras como perrito, chavala, boris, chotas, empezó a sentirse en casa. Era el lenguaje de la pandilla, esta vez de la Mara Salvatrucha. Entonces sí supo qué hacer. Se volvió a convertir en el muchacho jodón y temerario que siempre fue. Cuatro días tardó en que su jerga le abriera el acceso al grupo dominante de la prisión: el de los pandilleros centroamericanos.

Ahí, en la banda, estaba el líder, El Travieso, un pandillero guatemalteco de 18 años, preso a los 14, cuando ya llevaba tres homicidios, tatuados como lágrimas negras en su rostro; el Smookie, con sus dos gotas de la muerte y el MS en el labio inferior interno; El Crimen, también guatemalteco, también con dos lágrimas; El Catracho y Jairo, ambos hondureños.

—Todos eran letras (MS), todos de Centroamérica, y éramos los meros chingones de la cárcel. Vendíamos la mota, los cigarros y la coca, y poníamos orden a todos los demás pendejitos.  

No es difícil suponer que así se construyen identidades. ¿De qué se trata ser joven? Y la respuesta de Pitbull concluye que de ser temerario. Como Juan Carlos, el que reventó a la par suya en Chalchuapa, como El Travieso, como El Crimen, como sus amigos de toda la vida. Como él mismo, que ahora huye de nuevo. ¿Y cuándo ese joven es más reputado? Cuando tiene lágrimas negras en el rostro, cuando siendo niño tiene el currículum de un sicario, cuando dentro de la cárcel él es quien manda y no quien entrega su bermuda ni sus tenis en las duchas.

*

—Lo primero que hice ya siendo de los chingones fue recuperar mis cosas y hueviarles las suyas, ja, ja, ja. Se cagaron los bichos cuando llegué con la otra raza a ponerles en la madre. Así era la onda, ni modo que anduviera con los vergones y no arreglara eso. Así que reventamos a esos cerotes en el baño –recuerda Pitbull en el albergue de migrantes.

Nos acercamos a la mesa a terminar la partida de conquián, el juego de cartas predilecto de los migrantes, con sus dos hermanos. Por un momento, todos se olvidan de aquellos cadáveres que sin saber por qué les marcaron el destino en El Salvador.  

Echan algunas risas. Pienso si no es así, con esa confianza convertida en insultos amables, que se expresan el cariño, la alegría de estar juntos en esta huida. Cuando uno de ellos lanza la carta incorrecta en este juego de velocidad y reacción los otros sueltan carcajadas. Balbucean adjetivos. Pendejo, cerote, burro. El que los recibe también ríe. Ríen juntos.

Auner me aparta por un momento de la mesa. Quiere contarme la decisión que ha tomado:

—Nos vamos en bus por la sierra... pero... la onda es que... quiero ver si nos podés echar la mano, porque... es que no conocemos ni nada.

Acordamos que en lo que se pueda, así será. Viajaremos juntos hasta Oaxaca. Acordamos vernos por la mañana en el parque de Ixtepec. Nos despedimos.

En la mañana, el sol aún no calcina en este pueblo que parece capaz de derretir a un ser humano. Una marcha popular recorre las calles adoquinadas, encabezada por el pick up que hace las veces de vocero del periódico local. La gente de los puestos callejeros de ropa y verduras se asoma a ver a los marchantes, unas 100 personas. Esta vez el carro de las noticias ha prestado sus servicios para denunciar la supuesta violación por parte de ocho policías municipales de una prostituta local. No es de extrañar. Hace dos años estuve aquí mismo haciendo un reportaje sobre cómo la banda de secuestradores de migrantes estaba conformada por municipales y judiciales.

—¡Puta madre! –exclamo– la violaron entre ocho.

Auner y El Chele bajan la cabeza. Murmuran un “qué paloma” y siguen viendo las revistas del puesto. Pitbull tarda más en responder. Se queda pensativo hasta que lanza su evaluación:

—¿Y no era puta la chimada, pues?

Quién sabe qué es lo que hace que entre tres muchachos hermanos con la misma historia, el mismo barrio y la misma madre, haya uno que sea más padre, Auner; otro más un adolescente cualquiera, El Chele, y otro que parece un ex convicto de toda la vida. Unos minutos de más un día en la tienda de la esquina donde se conoció a un amigo, un partido de fútbol, una golpiza en un mal momento por parte del padre. Supongo que es eso, algo tan sutil e impredecible como el descenso de una pluma.

Nos embutimos en el autobús de tercera que viaja repleto de indígenas hacia la sierra. Pocas horas tardamos en descubrir por qué esta ruta es utilizada por los migrantes que llevan algunos pesos para el boleto. La calle es una angostura de pavimento que sube, baja y se curva como un intestino indigestado. Bordea precipicios interminables. Corta cerros de piedra caliza. Es comprensible por qué el Instituto Nacional de Migración no incluye a esta dentro de su ruta de retenes.

Sin mucho espanto para un camino diseñado para aterrar al indocumentado, llegamos a Santiago Ixcuintepec. Es un pequeño pueblo de indígenas en medio de la bruma, la llovizna y la sierra tupida. Nos arrimamos al portal de la iglesia para descansar las nueve horas que tenemos libres antes de que el otro autobús salga rumbo a la ciudad de Oaxaca capital. Algunos jóvenes nos ven con mala cara y Pitbull vacila si responderles con otra mirada más lasciva o seguir como debería, cabizbajo, asumiendo que huye y que este camino está del todo en su contra. Por suerte, no dice nada.

Tres indígenas se nos acercan con diferencia de minutos. Enjutos, con caras bondadosas y sandalias de caucho. Todos con mentiras. Dicen que nos llevan a sus casas, en un pueblo intermedio. Dicen que ahí dormiremos bien y tendremos un plato de frijoles con tortillas para llenar la panza. Que solo cobran 2 mil pesos por el grupo. Que el bus que esperamos no saldrá. Son una panda de timadores. El bus sí saldrá y su precio es de 100 pesos por cabeza. Este pueblito, como otros tantos que he visto en este camino, no tardará mucho en convertirse en un nido de rateros. Los migrantes son la presa perfecta. Huyen de las autoridades. Se esconden, quieren ser invisibles.

Los muchachos me voltean a ver sin saber qué contestar. Es obvio que la idea no les resulta mala. Avanzar es avanzar de todas formas. Aún son ingenuos en estas rutas de la mentira.

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