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A Videla ni muerto

Tres décadas bastaron a Argentina para pasar de una dictadura militar a un país en el que ni la muerte suavizó los juicios contra uno de sus expresidentes. ¿Qué hizo que la represión pasara a la categoría de la vergüenza y el escarnio en la narrativa argentina? El general Videla murió en prisión hace unos días, y ni siquiera su pueblo quiere hacerse cargo de sus restos.

Lunes, 27 de mayo de 2013
Gabriel Pasquini*

Escribo estas líneas sin saber a ciencia cierta adónde ha ido a parar. Unos dicen que su familia decidió enterrarlo a escondidas. Otros, que esperan el momento oportuno. Tal vez nunca sepamos qué ha sido de él.

Hace apenas unos días, cientos de personas se reunieron en la plaza de su pueblo a maldecir su cadáver y su memoria. Les enferma la idea de que termine enterrado allí, en la Mercedes que han compartido y probablemente seguirán compartiendo, les guste o no. “Tampoco podemos prohibir que traigan el cuerpo aquí, al cementerio, porque la familia tiene bóvedas privadas y personales”, se lamentó el secretario de Derechos Humanos de Mercedes, Marcelo Melo. 'Debe ser la persona más nefasta que ha dado este país y, lógicamente, de la ciudad de Mercedes esa mochila no nos la podemos sacar”.

Allí, en sus tumbas, descansan tres sacerdotes palotinos que los escuadrones de su régimen asesinaron adentro de la misma iglesia por “zurdos”. Melo dispuso que la historia de ese crimen y la de otros muchos desaparecidos del pueblo durante los años en que gobernó el nuevo difunto sean escritas y colgadas en las puertas del cementerio, de modo que el posible cortejo que acompañe algún día sus restos tenga que pasar frente a ellos y que el recuerdo de sus víctimas lo custodie mientras se convierte en polvo.

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Un golpe de Estado lo hizo presidente de facto el 24 de marzo de 1976. Presidía una junta militar de tres miembros que se repartieron el poder en porciones equivalentes del 33,33 % --literalmente. Con el objetivo declarado de combatir a grupos insurgentes de izquierda, las Fuerzas Armadas organizaron un sistema clandestino de combate que disponía de escuadrones que secuestraban, torturaban y mataban a blancos señalados por su conexión con la guerrilla, la izquierda o algún tipo de oposición o denuncia de sus crímenes, aunque también fueron sus víctimas empresarios a los que se quería extorsionar y hasta funcionarios caídos en desgracia con alguno de los jefes militares. En cientos de casos, además, los hijos de los secuestrados eran entregados a familias allegadas a los represores, fuera como parte de una transacción, o por convencimiento de que estaban mejor (con ellos) que con los “subversivos”, o para mantener el secreto del crimen.

En verdad, como aceptarían más tarde algunos de sus cerebros civiles, se trataba de un brutal ensayo de ingeniería social: el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” pretendía eliminar las causas de los “disturbios sociales” que habían agitado a la Argentina en los pasados veinte años mediante el exterminio y la puesta en práctica de un plan económico destinado a reducir dramáticamente el peso de la clase obrera industrial. Para 1980, la producción de la industria argentina había reducido en un 10 por ciento su aporte al PBI y en algunas ramas aún más. Los salarios cayeron un 30 por ciento sólo en 1976 y la pobreza saltó del 5,8% en 1974 al 37,4% en 1982.

La negación y la mentira son habituales en regímenes de este tipo en todo el mundo, pero los militares argentinos los convirtieron en política central. Los secuestrados desaparecían. Si sus familiares o amigos preguntaban por ellos a las autoridades, éstas decían que no tenían la menor idea de qué les había ocurrido –que probablemente se habían ido al exterior; que se habían, sencillamente, desvanecido. En realidad, en buena parte de los casos habían sido lanzados al río o enterrados en tumbas sin nombre una vez que habían revelado –o no-- los nombres de otros blancos potenciales.

Años más tarde, algunos jefes militares dirían que la represión se hizo en las sombras porque si el régimen hubiera fusilado en público, como en Chile, el Papa habría pedido por la vida de los prisioneros y, como católicos, no habrían podido negarse. En realidad, ya pensaban en asegurarse la impunidad y también en alimentar la hipocresía de una parte de la sociedad, que prefería negar que convivía con campos secretos de detención y muerte, y que, cuando tropezaba con algún caso flagrante en las calles, se decía –como era común entonces— “por algo será”. Había, también, puro y simple miedo: no se alzaba la voz ni en los autobuses, no se hablaba de ciertos temas más que con amigos íntimos, se enterraban o quemaban los libros prohibidos, y hasta se evitaba a gente que podía resultar “comprometedora”.

En su esfuerzo por evitar un castigo futuro, el régimen militar dictó una ley de autoamnistía y ordenó la quema de archivos referidos a la llamada “guerra antisubversiva”. En 1982, herida su popularidad por la situación económica, intentó perpetuarse con la aventura de la Guerra de Malvinas, que le dio una efímera popularidad hasta la pronta derrota a manos de las fuerzas británicas, en junio de ese año.

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En el derrumbe que siguió, no hubo pacto con las fuerzas políticas para ordenar la transición, como ocurriría en los vecinos Uruguay y Chile. En cambio, las negociaciones se realizarían en las calles y por la fuerza.

El presidente electo, Raúl Alfonsín (1983-89), intentó juzgar a los militares. Esos procesos, pronto truncos, revelaron de forma ineludible la naturaleza de los crímenes. Pero, aun entonces, una parte de la sociedad se negaba a aceptar del todo la dimensión terrible de lo que había vivido, de lo que había presenciado. La mayoría se declaraba sorprendida. “Yo no sabía” fue la frase común de esta época. Los principales medios cubrían las noticias de los juicios en forma reticente y con muchas salvedades. Todavía se hablaba de “presuntas violaciones a los derechos humanos” y los organismos de familiares de víctimas, formados bajo la dictadura, eran vistos con sospecha, como apéndices del comunismo o la guerrilla.

Un informe oficial, el de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, contó al país lo que había ocurrido. Pero el mismo gobierno que lo había encargado ya retrocedía, jaqueado por alzamientos militares continuos. Acostumbrado a negociar antes que enfrentar a los poderes fácticos, Alfonsín dictó pronto leyes que ponían término a los juicios y exculpaban a todos excepto los más altos oficiales.

Este retroceso culminó en los indultos dictados en 1990 por su sucesor, Carlos Menem (1990-99), quien dejó en libertad a todos los militares acusados (y también a los guerrilleros buscados y no buscados) y dio por terminada la cuestión. Víctimas sin reparación y victimarios sin castigo volvieron a cruzarse por las calles.

Pero la cuestión no terminó --no podía terminar.

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Hay muchas formas de explicar lo que siguió –esa serie de hechos que llevarían a que un ex presidente tenga que esconderse aún en la muerte.

En los 90 se acabó la Guerra Fría. La democracia y los derechos humanos se convirtieron en una ideología internacional en nombre de la cual hasta se podía hacer la guerra, en África o los Balcanes. Sin la bandera del anticomunismo ni la de la impunidad, las Fuerzas Armadas argentinas no pudieron resistir el embate neoliberal que las redujo como al resto del Estado: para fin de la década, oficiales y suboficiales se acostumbraron a tener dos empleos. Y cuanto más pequeñas eran, menos poder tenían. Así, no costó a Menem más que un decreto eliminar, antes de unas elecciones, el servicio militar obligatorio.

Hasta el paso del tiempo conspiró. Surgió una nueva generación, educada en una era distinta e inmune a aquello de que el “contexto” o la “época” en que ocurrieron justificaban, de algún modo, los crímenes cometidos. Centenares de jóvenes se presentaban ante las Abuelas de Plaza de Mayo, que buscaban a los niños robados por los militares, para comprobar con un análisis de sangre si no habrían sido también ellos víctimas de un escuadrón de la muerte, si no eran también ellos hijos de los desaparecidos. Y, en cierto modo, todos lo eran.

Pero, sobre todo, atravesando el tiempo y la Historia, lo que se impuso fue la voluntad inquebrantable de las organizaciones de familiares de víctimas, fundados cuando todavía el hombre cuyo cadáver hoy busca tumba comandaba el país y no se les permitía siquiera hacer fila para reclamar ni quedarse quietos en un solo lugar, porque eran ilegales las concentraciones de gentes, y por eso comenzaron a dar vueltas en ronda alrededor de la Pirámide que se halla en el centro de la Plaza de Mayo y no se detuvieron durante los siguientes treinta años.

Tal vez porque ya habían nacido en la era en que ninguna justicia parecía posible, tal vez porque habían hecho de ello la razón última de sus vidas, esas organizaciones –sobre todo, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, pero también otros menos conocidos como el CELS— continuaron buscando justicia después de que la clase política dictaminase que el pasado había acabado. Iniciaron juicios en otros países, impugnaron las leyes de impunidad, aprovecharon cada uno de sus resquicios. Y junto con hijos y nietos recuperados de los militares, y otros que crecieron sin sus padres secuestrados y asesinados, se echaron a las calles a señalar con “escraches” –que hoy se usan en España contra los emblemas de la corrupción—las casas de los asesinos y torturadores que andaban sueltos.

Para el fin de la década –y del gobierno de Menem--, jueces sospechados de corrupción competían entre ellos por iniciar algún expediente sobre los crímenes militares, por apropiarse de alguna de esas “causas de los derechos humanos” que parecían la única fuente de valor y prestigio que quedaba en el país.

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Después de que una grave crisis económica, social y política barriera a las primeras líneas de la política en 2001 y 2002, Néstor Kirchner (2003-2007), elegido presidente inmediatamente después, abrazó también la causa de los derechos humanos, ese último bastión moral en un país arrasado por una crisis que también era moral, y, por convicción o sentido de la oportunidad o ambos, logró que se anularan las leyes de impunidad y se abriera juicio contra todos los implicados en esos crímenes cometidos tres décadas antes.

Sin importar otras evaluaciones sobre su gobierno, Kirchner y luego su esposa y sucesora, Cristina Fernández de Kirchner (2007 hasta hoy), hicieron lo que antes nadie había hecho. No sólo removieron esas leyes, sino también a los jueces que arrastraban los pies ante estos casos o eran abiertamente cómplices –hubo algunos que, según se descubrió, hasta daban avisos confidenciales a los acusados--; entregaron el más famoso campo de concentración, la Escuela de Mecánica de la Armada, a los organismos de derechos humanos y, en un acto histórico, quitaron el retrato del presidente surgido del golpe de 1976 de la galería oficial de los presidentes argentinos.

Aun quienes se oponen a los Kirchner, aun quienes convivieron o apoyaron la dictadura militar, hablan hoy otro lenguaje. El diario Clarín, centro de gravedad del principal grupo de medios de la Argentina que fue socio del régimen militar en la producción y venta del papel para la prensa y que todavía en los primeros años de la democracia hablaba de “presuntas” violaciones a los derechos humanos, se refiere ahora al ex presidente muerto como el “condenado genocida”. El conservador y centenario diario La Nación, sostén del golpe de Estado y lo que siguió, publicó en estos días que la figura del muerto escondido “quedará inevitablemente asociada al proceso de mayor violencia, crímenes de lesa humanidad y desapariciones de la historia argentina” y fustiga “la barbarie y la impunidad con que actuaron quienes manejaron el país en ese período sangriento”.

Es que, al resistir durante tanto tiempo cualquier intento parcial de justicia, ahora enfrentan un anhelo de justicia total. No sólo los militares van a juicio: también sus cómplices. Esta misma semana una jueza argentina procesó a los directivos de la empresa Ford por haber entregado una lista de 24 empleados “sospechosos” a las autoridades militares y prestar un predio en su fábrica para que los encapucharan, secuestraran e interrogaran bajo tortura en 1976.

'La violación de los derechos humanos no es únicamente patrimonio exclusivo de los agentes estatales. Antes bien se concreta con la colaboración de actores privados y, en particular, por empresas que participan, apoyan y facilitan como actores económicos tales actos, en cuanto la violación beneficie sus intereses económicos', declaró el juez.

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Cuando lo juzgaron por primera vez, en los años ’80, mantuvo un silencio indignado: tales procedimientos no podían ser sino ilegales e ilegítimos. Veinte años después, no aguantó más y comenzó a hablar. Primero, para rechazar el juicio: los Kirchner atentaban contra la República y las leyes. Luego, cuando comprendió que no tenía esperanzas –es decir, después de que el candidato presidencial que ofrecía una amnistía obtuviera un magro 8 por ciento en las elecciones de 2011--, intentó con un ambiguo arrepentimiento: concedió un par de entrevistas a periodistas con los que tenía alguna afinidad y admitió que la suya había sido una política de exterminio. “Había que eliminar a un conjunto grande de personas”, dijo, para “disciplinar a una sociedad anarquizada” a fin de que “fuera más eficiente”. Cuando sus palabras fueron utilizados para ampliar las acusaciones en su contra y la de otros de sus camaradas –que no se mostraron muy felices al respecto--, se retractó y acabó llamando a rebelarse contra el gobierno en una nueva entrevista con un periodista afín: pidió a aquellos de sus compañeros “que aún estén en aptitud física de combatir' que se armasen para enfrentar a 'la presidente Cristina y sus secuaces'. Cuando fue acusado de instar a un nuevo golpe de Estado, lo desmintió todo.

Hoy podrían mirarse en su espejo otros hombres poderosos que se sintieron o sienten libres de cometer actos atroces, otros empresarios que los alentaron o alientan, otros periodistas que mintieron y mienten, otros jueces que los exculparon o exculpan.

Todos ellos deberían recordar a este hombre. Se llamaba Jorge Rafael Videla. Fue general, comandante en jefe del Ejército y presidente de la Argentina; cuando llegó al poder, hace treinta y siete años, su nombre inspiraba temor y su voz nasal y su bigote castrense resultaban inconfundibles para todos los argentinos. Murió hace ya una semana y todavía anda vagando. Estaba en la ducha de la cárcel cuando se cayó, fracturándose el pubis y una costilla. Como tomaba anticoagulantes, la sangre le manó sin freno por dentro hasta que se le detuvo el corazón. Tenía 87 años y tres condenas encima: por secuestrar, torturar y matar personas, por robar niños y por fusilar presos. Lo esperaban al menos otros seis juicios –incluyendo uno con más de 550 víctimas, en el que era el único acusado—y su nombre figuraba en al menos otra veintena.

Fue el emblema del poder y del terror, y ahora no encuentra ni quien acepte sus huesos.

*El autor, periodista y escritor argentino, dirige elpuercoespin.

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