El Ágora /

¿Por qué discutimos sobre Salarrué?

El autor sostiene que Salarrué no era tan original y que se 'autoengañó respecto a su significación política'. Pero sin él (y sin Masferrer y sin Roque Dalton), dice, nuestra percepción de nosotros (los salvadoreños) no sería la misma. Un texto más para el debate sostenido en estas páginas.

Viernes, 4 de octubre de 2013
Álvaro Rivera Larios

Me reí, y pido disculpas por ello, cuando un lector aseguró que quienes discutíamos sobre Salarrué estábamos distrayendo al público de lo que debería ser un debate permanente sobre los problemas más graves de la sociedad salvadoreña. Hasta ahora, dado el silencio que suele adoptar Rafael Lara Martínez frente a las críticas, ni siquiera ha existido una discusión. Hasta ahora, las tesis del Sr. Lara, en su ascenso al olimpo de las opiniones prestigiosas, apenas han encontrado resistencia. Así que, debate, en sentido amplio, hasta ahora no ha existido. Gracias a Ricardo Lindo quizás las cosas empiecen a cambiar, pero no estoy seguro.

Me pregunto yo ¿Cuántas personas siguen con atención esta polémica tan limitada? Lo más probable es que sean una escasa minoría, frente a ese grupo amplísimo de gente que está más interesado en lo que hacen o no hacen quienes protagonizan esa gran telenovela política y social que llamamos El Salvador. Ni son tantas las personas que participan en la controversia, ni son tantos sus artículos y sospecho que tampoco es tanta su repercusión social. No nos engañemos.

A la hora de la verdad, en nuestro país, los temas culturales importan muy poco. Y si cuando uno se interesa por ellos, viene el lector-comisario de turno a exigir que se hable de asuntos más trascendentales, ya me dirán ustedes. Y es que a la literatura y las artes, aunque les dediquemos piropos, las vemos como una gracia que adorna y distingue o las consideramos un vulgar instrumento. No se valora con lucidez su importancia.

Por distintas vías, el rico y el revolucionario siempre han devaluado al arte y a los artistas en nuestro país. El capitalista y el anti-sistema, a la larga, ven a los creadores artísticos como empleados especiales y ven el plano cultural como un asunto subsidiario, de tercer rango. El dinero domina la jerarquía de valores que tienen unos y los otros, a partir de su antropología economicista, conciben al pueblo como una vasta masa de estómagos a la que debe dársele arroz de forma prioritaria y luego, si acaso se puede y no es mucho el gasto, valores estéticos muy masticados y bien domesticados.

Pero no ha sido en absoluto casualidad que en las grandes encrucijadas de nuestra historia, al menos en las del siglo XX, dos hombres de letras (Alberto Masferrer y Roque Dalton) hayan desempeñado un papel importante. Un personaje como Salarrué, que se autoengañó respecto a su significación política, aunque no tuviese un pensamiento estético original (su literatura es una genial variante del regionalismo que ya circulaba por otros puntos de América Latina), fue un escritor que contribuyó a formar el imaginario colectivo de los salvadoreños. Sin Masferrer, sin Salarrué, sin Dalton, nuestra precepción de nosotros no sería la misma. Sus voces, por lo tanto, son estratégicas y es por eso que cualquier debate en torno a ellas corre el peligro de convertirse en una discusión estratégica, en una discusión sobre nuestra forma de ver la cultura en el tiempo, en una discusión sobre las múltiples funciones que puede asumir el arte, etcétera, etcétera.

Sé que a la mayoría de los artistas actuales les agobia, les pesa como una condena, esta relación de la cultura con el funcionamiento y el destino de la ciudad. Sé que la gran mayoría quieren ser artistas a secas, pero, a los hechos me remito, no podemos hablar del pasado, el presente y el futuro de nuestra sociedad sin que nos topemos con la importancia estratégica que ha tenido, tiene y tendrá “la cultura” en su definición.

Por estas y otras razones, no me atrevería a decir que el actual debate en torno a Salarrué carezca de importancia. Yo, por ejemplo, discrepo de muchas opiniones puntuales de Lara Martínez, pero sería un ingrato si dijera que no aporta nada a la comprensión de un capitulo fundamental de nuestra historia y a la comprensión de una de las grandes figuras de nuestras letras y de eso que llamamos “nuestra cultura”.

El gran aporte de Lara no son tanto sus tesis como las grietas que ha encontrado entre ciertas imágenes que teníamos del 32 y lo que los datos del archivo histórico revelan. Esta incómoda discordancia que él ha descubierto plantea un problema que nos obliga a reflexionar sobre hechos y personajes que dábamos por cerrados. Y sobre aquello que es un problema, es normal que surjan las disputas, las discrepancias interpretativas. Lamentablemente, Lara Martínez no solo ha descubierto meritoriamente un problema, también quiere cerrarlo desde el punto de vista interpretativo porque, en el fondo, cree que ninguna de sus tesis tiene fisuras y que todos aquellos que las cuestionan son unos reaccionarios defensores de los puntos de vista tradicionales.

Ahora sabemos que el Gral. Maximiliano Hernández Martínez fue más inteligente de lo que habíamos supuesto, comprendió la importancia simbólica de Salarrué y supo utilizarla. Pero que el inteligente militar anticomunista haya convertido la estética indigenista en la estética oficial no significa que el indigenismo sea por esencia, por naturaleza, martinista. Si esto fuese así, también podríamos afirmar que ciertos componentes del muralismo mexicano eran martinistas y todos sabemos lo absurda que sería tal opinión. La posteridad ha continuado utilizando a Salarrué.

El viejo también cumplía un papel en la visión cultural insurrecta de Roque Dalton. Hoy, el fantasma del autor de los Cuentos de Barro es bien recibido en las tiendas de suvenires. Hoy es la fuente suministradora de tópicos más importante para la nostalgia más previsible. Las nuevas generaciones de literatos desertan de sus libros porque los consideran cautivos de lo típico y el tópico. Hemos manoseado tanto su literatura y la hemos hecho cumplir tantos papeles, que corremos el peligro de olvidar su genialidad inimitable y de tirarla a la basura junto a su creador.

Yo no le recomendaría a nadie que escribiese como él. Visto lo visto, tampoco le diría a nadie que fue un ángel. Pero si alguien me preguntara por la extraña música de sus palabras, le diría que aquel hombre alto de ojos azules, equivocado o no, quiso habitar como artista en su tierra, mi tierra, esa región del mundo a la que algunos llaman Mesoamérica.

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