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Mucho sueño americano

¿Cuánto tardaron en enviar la primera remesa desde Estados Unidos? ¿Cuál fue su primer trabajo? ¿Cuántos dólares ganaban por hora? ¿Dónde dormían? ¿Cuánto dormían? Algunos centroamericanos migrantes responden esas y otras preguntas y dejan claro que el sueño americano, de sueño tiene mucho.


Domingo, 18 de mayo de 2014
Óscar Martínez

Migrantes trabajan en la construcción de viviendas en Denver, Colorado. Foto AFP/ John Moore
Migrantes trabajan en la construcción de viviendas en Denver, Colorado. Foto AFP/ John Moore

Para el salvadoreño migrante Rolando Martínez, sus primeros años como indocumentado en la ciudad de Nueva York se pueden resumir en una escena de la película mexicana “A toda máquina”, estrenada en 1951 y protagonizada por Pedro Infante y Luis Aguilar.

La escena dura menos de un minuto, y el migrante Rolando Martínez no se imagina como uno de los actores estelares del reparto. El migrante Rolando Martínez se imagina como un actor secundario que irrumpe fugaz en la pantalla descolorida a grito de “ya llegué, vieja”. El actor en el que el migrante Rolando Martínez se refleja entra en carrera a la planta baja de un edificio, ataviado en su uniforme de mesero de aquellos años, con corbatín, saco, pantalón de tela con faja alta y zapatos de charol. De la administración del edificio sale su mujer, Doña Angustias, a la que el hombre anuncia una mala noticia: “Me quitaron el sueldo del restaurante, pero ya tengo otro”. “¿De qué?”, pregunta, afligida, la mujer. “Ya verás, ya verás”, grita el hombre, enseñando un paquete, y desaparece en el cuartito de la recepción. La escena se interrumpe cuando aparece el estelar Pedro Infante que escucha cómo una mujer le ofrece su vida. La escena continúa cuando del cuarto, otra vez de forma abrupta, sale disparado el actor secundario a grito de “ya me voy, vieja”, esta vez ataviado con sombrero y uniforme completo de mariachi y cargando una guitarra. “Que te vaya bien, viejo”, se despide Doña Angustias.

Risas menos, así se sentía el migrante Rolando Martínez en sus primeros años en Nueva York.

El migrante Rolando Martínez tiene ahora 46 años, de los cuales durante 14 años no ha estado en el país en el que nació, sino en uno en el que se quedó sin permiso de nadie. El migrante Rolando Martínez se graduó de ingeniero agrónomo en El Salvador, consiguió trabajo en los proyectos de repartición de tierras a los excombatientes de la guerra civil salvadoreña (Programa de Transferencia de Tierras, PTT), conoció a una mujer llamada Evelyn, que trabajaba en el Banco Central de Reserva, y, una noche de borrachera con sus primos, se animó a hacer lo que no había hecho antes y le propuso a Evelyn que se casara con él, cosa que hicieron el siguiente día. Ella ahora es Evelyn Martínez. El migrante Rolando Martínez no se sentía satisfecho cuando miraba al futuro: con su mujer embarazada, ganaba el equivalente a 400 dólares y no aparecía en el horizonte un amago de aumento. El migrante Rolando Martínez aprovechó que tenía visa de turista para entrar a Estados Unidos y, sin ninguna intención de turistear, en el año 2000 se despidió de Evelyn Martínez y se largó a Nueva York a trabajar.

El migrante Rolando Martínez se enteró de que Estados Unidos no era precisamente un boleto gratuito al éxito cuando vio la primera casa donde viviría con unos primos: un sótano compartido con cuatro personas más. En sus primeros días, el migrante Rolando Martínez era, como él dice, “chalán del chalán”. El ingeniero agrónomo ayudaba, por 6 dólares la hora, al ayudante de obra en una construccción. La vida, teniendo que ahorrar y pagar 300 dólares al mes por el reducido y saturado sótano, era bastante precaria. Por eso, el migrante Rolando Martínez, que nunca llegó a ese país a turistear, decidió conseguir otro trabajo, uno de noche, que le ayudara a hacer lo que había llegado a hacer: dinero. Por las noches, entre uno y otro restaurante italiano, el migrante Rolando Martínez servía platos, limpiaba mesas, cocinaba o hacía lo que había que hacer para que los comensales salieran con las panzas y el ánimo satisfechos.

Tras un año yendo de chalanear a cocinar y durmiendo tres horas cada 24, el migrante Rolando Martínez escuchó de su esposa una sentencia que en otro contexto habría sido una alegría: “¿Querés estar conmigo o no? Si querés, me voy para allá”, sentenció ella por teléfono. “¿Dónde diablos nos vamos a meter el niño, Evelyn y yo?”, se preguntó él. Pero el migrante Rolando Martínez —que dice que su mujer es su “balance”, su “centro”— se limitó a decir que la esperaba con los brazos abiertos.

Cuando Evelyn llegó a Estados Unidos se encontró con un ojeroso marido que recién había abandonado un sobrepoblado sótano de Nueva York para meterse en el cuarto alquilado de la casa de unos mexicanos migrantes en Carolina del Norte, en la ciudad de Raleigh. La vida no era fácil, las reglas de los mexicanos eran severas: a partir de las 8 de la noche no era permitido abrir el refrigerador, encender un hornillo o tostar un pan. De hecho, a partir de esa hora, era prohibido andar en la cocina. Por eso, cada noche, el migrante Rolando Martínez, que regresaba de cocinar pasada la medianoche a su cuarto, le decía a Evelyn con las pocas fuerzas que le quedaban: “Ya llegué, vieja”. Ella le entregaba el frío plato de huevos picados que le había preparado en horas en que la cocina estaba permitida. Él besaba a su hijo de un año. Él dormía tres horas. Él se vestía de chalán y se despedía de su mujer como aquel actor secundario lo hacía, solo que con menos desparpajo. El migrante Rolando Martínez susurraba al oído de Evelyn: “Ya me voy, vieja”.

* * *

Si al pensar en Estados Unidos se piensa en rascacielos, neón abundante, taxis por doquier y humeantes alcantarillas, entonces no se piensa en Raleigh ni en Durham. Ambas ciudades están en el centro del Estado de Carolina del Norte, en la costa Este, a la orilla del océano Atlántico. Las dos rondan el medio millón de habitantes y son ciudades con zonas verdes por doquier que en las mañanas sirven como pistas de ejercicio a los madrugadores habitantes que trotan despreocupados. Son ciudades que no impresionan, pero relajan. Lo más ostentoso de las dos es la ecológica, apacible, verde y pétrea Universidad de Duke, una de las mejores de todo el país, ubicada en Durham. Alrededor, árboles, pasto, hojas. Alrededor, pocos indocumentados.

Las ciudades de Raleigh y Durham son como islotes urbanos separados por 20 minutos de autopista. Ciudades en cuyas periferias o pueblos aledaños aún se puede escapar de la locura inmobiliaria estadounidense y encontrar una casita de dos cuartos por 600 dólares, y no por los más de 1,500 dólares al mes a los que obligarían ciudades como Nueva York, Boston o San Francisco.

En todo este Estado hay unos 38,000 salvadoreños, y si bien no es uno de los lugares donde hay más salvadoreños que en muchas ciudades del propio país centroamericano —solo en Los Ángeles se calcula que hay 800,000 mil salvadoreños; en Long Island, 225,000; en Baltimore, 220,000; en Washington, 170,500; en Houston, 150,000—, es un lugar que empieza a llamar la atención de las autoridades de El Salvador, que ya anuncian sus intenciones de abrir un consulado en las cercanías de Raleigh y Durham.

En todo Estados Unidos, calcula el gobierno salvadoreño, viven unos 2.5 millones de salvadoreños. O sea, que casi una tercera parte de los salvadoreños no viven ni trabajan en El Salvador. O sea que, para igualar la población de salvadoreños en Estados Unidos, tendríamos que vaciar los departamentos de San Salvador, Santa Ana y Chalatenango. O bien los de Ahuachapán, Cabañas, Usulután, San Miguel, La Unión, Morazán, Cuscatlán y La Libertad.

La migración de los centroamericanos no se detiene una vez que llegan a Estados Unidos. La fórmula que los movió los sigue moviendo: trabajo-progreso-dinero. Los Ángeles ya rebalsó, dicen muchos; en Nueva York encontrás ilegales que trabajan en construcción casi que por un plato de comida, dicen otros. Nadie aún dice eso de Raleigh y Durham.

* * *

Arturo y César llegaron a Durham justamente alejándose del trabajo mal pagado, los rascacielos y las ciudades que rebalsan de centroamericanos.

César es un hondureño de 26 años que en 2006 decidió largarse de la que ahora es la ciudad más violenta de todo el planeta. Se fue de San Pedro Sula, 840 kilómetros cuadrados donde 187 de cada 100,000 habitantes son asesinados al año. Uno de cada 535 habitantes por año. Unos 19 cadáveres diarios.

César el hondureño recuerda cruzar hacia México por el departamento guatemalteco de Petén, recuerda una lancha, recuerda un río, recuerda El Ceibo, recuerda un tren de muchas horas, recuerda Orizaba, en Veracruz, y un bus hasta Piedras Negras, en la frontera con Estados Unidos.

César el hondureño pagó unos cuantos cientos de dólares por cruzar México, porque no viajó con coyote, sino con guía —un viajero del camino, uno de esos hombres atrapados en el ir y venir de la ruta mexicana, que mueve parientes o amigos o amigos de parientes—. Pero para cruzar la frontera con Estados Unidos, la deuda con sus familiares que lo apoyaron ascendió a 5,000 dólares por los cinco intentos que su coyote hizo hasta lograr colarlo en ese país, luego de que una y otra vez lo deportaran ahí nomás, al otro lado de la frontera, creyéndolo mexicano.

Arturo tiene 33 años, llegó a Estados Unidos en 2001 y proviene de uno de los departamentos norteños de El Salvador, un lugar reconocido por la tradición de sus coyotes. Es de Chalatenango.

Arturo el salvadoreño recuerda Tapachula, ya en México. Recuerda un camión. Recuerda a 200 migrantes dentro del camión. Recuerda la posición de “cebollita”, uno tras otro, sentado, abrazando con las piernas al de delante. Recuerda un falso montaje de manzanas como carga. Recuerda 30 horas hasta Puebla. Recuerda nueve horas hasta Zacatecas. Recuerda 25 horas hasta Sonora, en la frontera. Recuerda asfixia, calor y adormecimiento de las piernas. Recueda Sonoíta o Altar o quizá Agua Prieta. El miedo, o quizá las más de 60 horas de encierro en un camión, son buenos amnésicos. Recuerda un pick up y un viaje hasta Los Ángeles. Acostado en la cama hirviente del pick up. Recuerda una terrible fiebre y “varicela” y recuerda cómo se dice eso en inglés: chickenpox. Recuerda un avión —nadie revisa el estatus migratorio para hacer un viaje interno en Estados Unidos—. Recuerda —al fin— Nueva Jersey y a sus primos.

Arturo el salvadoreño llegó al lugar donde deseaba llegar con una deuda de 6,000 dólares que su familia en Estados Unidos pagó a su coyote.

César el hondureño ha trabajado siempre en obras de construcción en Durham. Es carpintero y carpintería ha hecho desde que llegó.

Arturo el salvadoreño empezó como lavaplatos en un restaurante italiano de Nueva Jersey. “Ganaba 300 dólares semanales por 13 horas diarias de trabajo”. Luego, con el agobio de haber llegado para enviar remesas a su familia en El Salvador y la condena de la deuda de su coyote, empezó a trabajar por las noches en bodegas, descargando lo que hubiera que descargar. “No aguantás —dice—. Es mucho sueño”. Así que el migrante volvió a migrar. En Washington trabajó como obrero de la construcción, en Kentucky como cargador de camiones en la bodega de un supermercado. Luego, por 8 dólares la hora, moliendo carne en la línea de producción de un matadero. Luego, gracias a la oportunidad que tuvo en 2003 de conseguir el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), Arturo el salvadoreño consiguió su licencia de conducción para vehículos pesados y se hizo camionero.

A principios de los 2000, Estados Unidos permitía mayores oportunidades para que los salvadoreños se inscribieran en el TPS, una vez siguieran algunas normas, pagaran algunas multas por haber sido indocumentados y, por supuesto, demostraran que habían pagado sus impuestos siempre. Siguiendo la lógica del viejo dicho, para la muerte y los impuestos nadie es indocumentado.

César el hondureño llegó como indocumentado e indocumentado sigue siendo.

Arturo el salvadoreño pagó en un año los 6,000 dólares del coyote que debía a sus familiares. César el hondureño pagó en seis meses los 5,000 dólares que debía a los suyos.

Cuando terminamos los descomunales platos de desayuno que nos han servido en un restaurante en las afueras de Durham, les pregunto:

—¿La gente que va a migrar se imagina lo que tendrá que trabajar para estar bien en este país?

—(Arturo el salvadoreño): Nunca jamás te imaginás lo que será aquí. Te parás en la calle como idiota a esperar que pase algo, como a intentar entender algo. Poco a poco ves que hay oportunidades, pero el estrés... el estrés.

Cuando llegó a este país, Arturo el salvadoreño vivía con cinco primos y amigos en “una casita de dos cuartitos”. Ganaba, si hacía horas extras, 1,200 dólares al mes. Pensaba en enviar remesas y cargaba con el peso de la deuda del coyote. Dormía en el suelo. El estrés... el estrés.

—¿Volverían a sus países?

—(César el hondureño) Por seguridad, no —dice tajante. Y, siendo sampedrano, uno se pregunta si habrá algún necio o irreverente que se anime a seguir preguntando tonterías como ¿y por qué no? O: ¿a qué te referís con eso de la seguridad?

Al salir del restaurante se irán en el pick up de Arturo el salvadoreño, posiblemente a la iglesia católica donde se congregan los domingos. Ahora, la vida es dura, pero ya no es aquella vida. Si alguien busca en la historia de estos migrantes la luz al final del túnel, así se ve esa luz: Arturo el salvadoreño gana como camionero 15 dólares la hora, y trabaja unas 40 horas a la semana, más las 10 que mete como tiempo extra. César el hondureño gana como carpintero 16 dólares la hora y hace 50 horas semanales.

El túnel, para Arturo el salvadoreño, duró unos 10 años. El túnel, para César el hondureño, duró unos seis. Ambos esperan que la luz del final resplandezca más.

* * *

Migrantes trabajan en una plantación en Holtville, California. Foto AFP/ John Moore
Migrantes trabajan en una plantación en Holtville, California. Foto AFP/ John Moore
 

Al parecer, en Estados Unidos hay una regla de proporcionalidad directa: a más años en Estados Unidos, más luz al final del túnel. Una regla que un pesimista podría enunciar así: a más luz, más túnel.

Orlando el manager salvadoreño hizo mucho túnel y ahora tiene una luz más clara. Me recoge en Durham en su Toyota automático, aireacondicionado. Para encontrar la dirección utilizó el GPS de su iPhone.

Orlando el manager se graduó de contador en El Salvador y a los 21 años, ya siendo contador, no le salían las cuentas. Es el hermano mayor de tres hermanas —que en esos años eran “hermanitas”—y el hijo de un papá que a finales de los 90 pesaba 96 libras debido a una parálisis que lo mantenía internado en el Hospital Rosales, de San Salvador. Arturo el manager ganaba entonces 800 colones al mes y era el único proveedor de la casa. Por eso migró.

Orlando el manager recuerda un México menos terrible. Recuerda que pagó al coyote el equivalente a 2,800 dólares. Recuerda buses y gente que les regalaba comida. Recuerda, como señal de que algunas cosas no cambian, a la Policía Federal mexicana asaltándolos en el hotelucho donde se hospedaron como migrantes en el Distrito Federal. Recuerda que, por lo demás, “México era sano”. Recuerda que eran 18 migrantes y que solo pasaron seis. Recuerda un camión de carga donde viajó unas 14 horas. Recuerda que cruzó entre Sonora y Arizona. Recuerda la instrucción de su coyote antes de cruzar: “Si los agarran, digan que son mexicanos”. Recuerda que su coyote dijo algo que ahora difícilmente podría decir un coyote: “De pasar, van a pasar”. Recuerda que lo logró al tercer intento. Recuerda que llegó a Douglas, Arizona. Recuerda tres pick ups, todos los migrantes en las camas como niños en paseo al campo. Recuerda un viaje “tranquilo” hasta Los Ángeles. Recuerda un vuelo de Los Ángeles a Nueva York. Recuerda a sus tíos paternos —que llegaron a finales de los 70— esperándolo en la salida de pasajeros a las 6 a.m. Recuerda que fueron 23 días desde San Salvador hasta Nueva York.

Ahí empezó su túnel.

Orlando el manager empezó a trabajar ese día en la “compañía de jardinería” de su tío. “Al principio, los familiares te tienden la mano, pero ya luego uno debe buscarse la vida”, dice. Da la impresión —la impresión de alguien que ha hablado con unos pocos indocumentados en Carolina del Norte— que la solidaridad latina en Estados Unidos dura unos días, unos meses con suerte. Orlando el manager, sin saber decir ni hola en inglés, consiguió trabajo en un restaurante irlandés como lavaplatos. Eran 5 dólares la hora y solo seis horas diarias de trabajo. En el fregadero nadie da propinas, y trabajar en un restaurante perdía su atractivo. Eso, sumado a que el cocinero ecuatoriano, el único otro latino en el restaurante, no quería hablar español con Orlando el manager, fueron razones para que se metiera a estudiar inglés en la Universidad Estatal de Nueva York. Orlando el manager estudió dos años. Orlando el manager ascendió a ayudante de mesero. ¡Había propinas! Orlando el manager, tras casi un año, ascendió a mesero de domingos, días en que hacía unos 60 dólares, día de descanso para otros. Orlando el manager pagó en nueve meses la deuda del coyote a sus tíos. Se privó de cualquier lujo —si lujo se considera incluso un taxi, que él evitaba al salir de madrugada del restaurante, cuando optaba por caminar dos horas hasta su apartamento—. Se refundió en las afueras de Nueva York, en un apartamento de dos camas y un sillón en Freeport donde mal dormían siete personas, pero le permitía pagar solo 110 dólares mensuales. Orlando el manager cenaba la mitad del almuerzo que le daban en el irlandés, y la otra mitad la guardaba para almorzar el día siguiente. A Orlando el manager se le llena de orgullo el gesto cuando sonríe y dice: “Con la vida que llevaba, a las dos semanas de haber llegado envié mi primera remesa de 250 dólares”. O sea, casi tres veces lo que ganaba como contador en El Salvador.

A los tres años de trabajar en el irlandés, el irlandés cerró. Orlando el manager hizo un poco de esto y aquello en Nueva York, hasta que gracias a un amigo dominicano consiguió una entrevista de trabajo en el hotel Marriot, para ser asistente de cocinero. Para entonces, Orlando el manager ya había aprovechado la oportunidad de que una calamidad salvadoreña lo beneficiara. El huracán Mitch había desbaratado Centroamérica. Los Estados Unidos —que para entonces hacía caridad migratoria cada vez que la madre naturaleza se ensañaba con particular fuerza contra Centroamérica— abrió oportunidades de tramitar su TPS a migrantes que llevaran más de cinco años indocumentados y que, por supuesto, hubieran pagado sus impuestos puntualmente. Orlando el manager aprovechó la oportunidad que muchos otros no aprovecharon, y a finales del siglo pasado sabía defenderse en inglés y tenía un permiso de trabajo.

Orlando el manager se convirtió en el flamante ayudante de cocinero del Marriot Uniondeal de Nueva York. Ganaba 8.50 dólares la hora, hacía 40 horas a la semana y se anotaba, para deleite de sus ojeras, a cuanto tiempo extra estaba disponible.

Orlando el manager empezó este siglo ahorrándose la caminata de dos horas en las madrugadas. Había comprado “una lanchona de 500 dólares”, como él dice.

Orlando el manager, con sus horas extras, su TPS, su medio inglés y su lanchona, hacía 20,000 dólares al año y empezaba a ver la luz y a sentir menos denso el túnel.

La ley Nacara, que entró en vigencia en junio de 1998, lo acercó un poco más a la luz. Esas son las siglas de la Ley de Ajuste Nicaragüense y Alivio Centroamericano y fue una especie de amnistía migratoria que se cerró en abril de 2000 y benefició a aquellos migrantes de países de la ex Unión Soviética, parte de Centroamérica y Cuba, que hubieran entrado a Estados Unidos en el año 1990 o antes, que tuvieran TPS o que pudieran demostrar que tenían razones para pedir refugio. Orlando el manager tenía TPS y, ante las autoridades que seleccionaban entre los candidatos a la Nacara, también adujo que la guerrilla salvadoreña intentó reclutarlo a los 13 años y el ejército a los 16. Orlando el manager, tras años de papeles, demostraciones, pruebas, obstáculos y preguntas, consiguió su residencia.

Para el año 2001, era un veterano en el Marriot, y ganaba como manager de limpieza 15 dólares la hora más sus muchas horas extras. Orlando el manager ingresaba 40,000 dólares al año.

Pero la brevedad del túnel no depende solo de uno. El 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda decidió estrellar dos aviones comerciales -uno de American Airlines y uno de United Airlines- contra las Torres Gemelas en Nueva York, y uno contra el Pentágono en Virginia. Al Qaeda no se detuvo a pensar en las consecuencias que eso podría traerle a Orlando el manager.

En los siguientes meses —quizá por la disminución de clientes que visitaban la gran manzana— el hotel decidió no abrir más horario extra para sus trabajadores. Por eso, y en detrimento de su reposo, Orlando el manager buscó un segundo trabajo que le ocupó las tardes. Fue de restaurante francés a italiano, de cocinero a mesero.

Orlando el manager siempre apostó a largo plazo. 12 años sin renunciar al Marriot —ni por el sueño ni por los talibán— lo convirtieron en un empleado de confianza, y así fue como le ofrecieron convertirse en manager de limpieza y restaurante del Marriot de Durham. Y, luego, con un salario fijo de 45,000 dólares al año, al Marriot de Raleigh.

Así, Orlando el manager —que fue jardinero, mesero, ayudante de cocinero y cocinero— se convirtió con los años en un respetado manager. Por eso fue que recibió la oferta de su actual trabajo: manager de limpieza de un hospital privado de 900 habitaciones en Raleigh, por un salario de 55,000 dólares al año. Eso, y el hecho de que hace tres años le dieran su ciudadanía, ha hecho que la luz al final del túnel sea un buen resplandor para Orlando el manager y su familia, su mujer y sus tres hijos.

Le pregunto, mientras conduce su reluciente Toyota automático y es guiado por el GPS de su iPhone hacia una dirección en Raleigh, cuándo sintió él que esa luz lo iluminó.

—Hace siete, ocho años... Hace siete, diría yo.

Orlando el manager transitó el túnel durante 17 años.

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Migrantes cargan cubetas con tomates en una plantación en Florida. Foto AFP/Joe Raedle
Migrantes cargan cubetas con tomates en una plantación en Florida. Foto AFP/Joe Raedle

En uno de los pasillos de la organización El Pueblo, que tiene sede en Raleigh y que busca generar mejores condiciones para los latinoamericanos en Estados Unidos, escuché esto: 'Una cosa es los que se vinieron por su cuenta y otra los que fueron traídos sin decir ni pío'.

¿Quiénes fueron traídos sin decir ni pío? El migrante Rolando Martínez —el que se ve reflejado en aquel actor secundario mexicano—, Arturo el salvadoreño y César el hondureño, así como Orlando el manager decidieron venir y desvelarse transitando el túnel. En cambio, la abogada Yesenia Polanco Galdámez no lo decidió. A esa edad, a la edad que la trajeron, no hubiera podido ni ubicar Estados Unidos en un mapa. La abogada Yesenia dejó su Metapán natal en El Salvador y llegó como indocumentada a Estados Unidos a los tres años.

La abogada Yesenia recuerda el cantón La Isla, de Metapán, recuerda falta de luz, calles de tierra, recuerda monte. No recuerda nada más. Tenía tres años. Su papá le dijo que a ella y sus dos hermanas mayores él las cruzó por Tijuana en el año 1986.

Si uno le pregunta a la abogada Yesenia por qué vino a Estados Unidos, por qué su vida transcurre entre las ciudades de Raleigh y Durham, tarda cinco segundos en responder.

—Vine porque mi papá me trajo. Yo no tomé la decisión.

Su papá era militar en los primeros años de la guerra civil salvadoreña. Pero entonces, para algunos ser militar no era una decisión ideológica de férrea oposición al temible y afamado comunismo que en aquellos años se vendía como la tormenta venidera. Era un trabajo. Por eso, el papá de la abogada Yesenia tenía muchos familiares involucrados en la guerrilla. Y, sin embargo, una de sus obligaciones era matarlos. Por eso, dice la abogada Yesenia, su papá decidió dejar el cantón La Isla, de Metapán, y largarse a Los Ángeles, donde lo esperaban sus hermanos —los tíos de la abogada Yesenia— que se habían largado a finales de los 70 de un país que calentaba una guerra.

Desde antes de largarse a Estados Unidos, el papá de la abogada Yesenia solía repetir una frase.

—Vamos a regresar cuando termine la guerra.

La guerra duró 12 años. Después de la tormenta de balas nunca vino la calma. El Salvador ahora mismo es el cuarto país más violento del mundo por índice de homicidios —41.2 por cada 100,000 habitantes—. El papá de la abogada Yesenia, un día hace muchos años, dejó de decir aquella frase.

El papá de la abogada Yesenia trabajó en fábricas de costura y como jardinero. Durmió poco los primeros dos años y así consiguió, en 1984 —cuando la abogada Yesenia apenas tenía un año—, llevarse a su compañera de vida. La partida de la madre implicó el ascenso no deseado de la hija mayor en la cadena de mando familiar.

—Yo no tengo sentimiento de abandono —dice la abogada Yesenia—, apenas me acuerdo, tenía tres años, mi vida ha sido aquí, en este país. Para mi hermana mayor, que tenía nueve años cuando se fue mi madre, fue un trauma del que todavía no se recupera. Un sentimiento de abandono. A mi hermana le tocó convertirse en nuestra madre con nueve años.

Dos años después, el padre bajó, recogió a sus tres hijas, a un par de primas de ellas, y él mismo se encargó de llevarse a ese kínder y de meterlo sin permiso de nadie y por la ciudad de Tijuana a Estados Unidos. Dos años después, el papel de la hija-madre volvió a ser el de una hija más.

Vivían en el centro de Los Ángeles, cerca del parque McArthur —que para los salvadoreños debería ser una plaza tan simbólica como la Gerardo Barrios—. En gran medida, se alejaron de ese lugar en 1992 y llegaron a Carolina del Norte empujados por el temor a las pandillas latinas, principalmente a la Mara Salvatrucha, que nació allá y fue deportada para acá.

Luego del año 1986, y gracias a una amnistía para indocumentados concedida por la administración Reagan luego del terremoto de 5.4 grados Richter que sepultó la vida de unos 1,500 salvadoreños, la familia de la abogada Yesenia dejó de estar indocumentada en Estados Unidos.

La abogada Yesenia volvió a su país natal hasta el año de la firma de los acuerdos de paz. Llegó al cantón la Isla, de Metapán, en 1992, y a sus nueve años le siguió pareciendo extraño aquel lugar donde “no había ni luz ni agua ni toilets ni calles ni nada”.

La abogada Yesenia es de la generación de migrantes que tuvieron estudios universitarios, que hablan inglés, que dicen Oh, So, Yeah o You know cada vez que hablan en español, que tienen un acento para hablar su lengua materna que no es tan diferente así lo hable un mexicano, un hondureño, una peruana o un salvadoreño, acento de migrante. La abogada Yesenia es de la generación que se animó a ir más allá del parque McArthur, y que entre sus amigos tienen estadounidenses, puertorriqueños o asiáticos, y que entre ellos hablan en inglés. La abogada Yesenia es de una generación muy diferente a la de su madre, que tuvo el inglés suficiente para pasar la prueba de ciudadanía apenas en 2013, luego de un cuarto de siglo en Estados Unidos, y luego de reprobar en su primer intento. La abogada Yesenia es de una generación que conoce perfectamente la palabra remesas y entiende rotundamente su importancia. Su padre aún trabaja en construcción y envía remesas a la abuela de la abogada Yesenia. Su madre envía remesas a sus dos hermanos. La abogada Yesenia es de una generación de salvadoreños que está dispuesta a responder —con toda la lógica del mundo— que es estadounidense, pero que antes de hacerlo piensa unos segundos y luego matiza su respuesta.

—Me siento de aquí... Aunque no me siento 100 % americana. Como tortillas, cuajada, pupusas y hablo español en casa... so...

La abogada Yesenia es de una generación que, a las puertas de un restaurante bar de Raleigh, del Dos Taquitos en este caso, aún siente que no es 100 % de aquí. “So, aquí siempre me verán raro, y algunos de estos blanquitos pensarán que limpio casas, you know”, dice Yesenia, la abogada de inmigración y defensa penal graduada de la Universidad del Distrito de Columbia.

La abogada Yesenia, que a sus tres años entró como indocumentada a Estados Unidos, hoy trabaja de representar a indocumentados en casos en los que ella pretende evitar que los deporten. En múltiples ocasiones —al menos una vez por semana, dice ella— su despacho, Fayad Law, attorneys at law, representa a hondureños, salvadoreños o guatemaltecos que piden asilo y argumentan que, debido a alguna de las pandillas, su vida corre riesgo en el país en el que nacieron.

La vida de la abogada Yesenia está ligada a su país mucho más que por las tortillas, la cuajada y las pupusas. You know.

* * *

Cada día de 2013, según datos del Departamento de Migración y Aduanas de Estados Unidos, ese país deportó a 64 salvadoreños. La administración del actual presidente Barack Obama deportó en cinco años a más salvadoreños de los que la administración del presidente George W. Bush deportó en ocho. Sin embargo, según el Ministerio de Relaciones Exteriores de El Salvador, cada día de 2013 unos 600 salvadoreños se fueron del país rumbo a Estados Unidos. Esas cifras son similares para Guatemala y Honduras. La migración indocumentada hacia Estados Unidos es —ha sido— una forma de vida centroamericana.

Por eso es posible sentarse en una mesa en Raleigh con la viejecita Ana Francisca Juárez Celaya, hondureña de El Progreso, de 73 años, de pelo blanco como una hoja de papel, que a sus 46 años, “cuando ya no aguantaba el hambre”, migró y se metió, por Douglas, Arizona, a un país cuyas autoridades no querían que entrara, y se reunió con su hija Dolbia. Por eso es posible que, al otro lado de la mesa, esté su nieta de 24 años, que entró indocumentada en medio del líquido amniótico en el vientre de su mamá. Por eso, porque migrar es una forma de vida, es posible que en esta mesa falte hoy Miguel, el nieto de 23 años de la viejecita Ana que llegó más recientemente, hace apenas tres semanas. Él iba a estar en la mesa, pero se echó para atrás. Dice que algo le pasó en el camino mientras cruzaba México sin papeles, que ese algo tiene que ver con Los Zetas y que no está listo para contarlo.

Por eso, porque migrar para muchos no es algo que puede pasar, sino algo que va a pasar, es posible que en esa misma mesa acabe de estar el expolicía Francisco Rivera, de 38 años, de Guazapa, El Salvador, de la promoción policial 37, que el 16 de junio de 2000, tras haber huido de Guazapa por la guerra, tras haber vivido una infancia en una colonia popular de Apopa, tras haber querido imitar a los pandilleros que llegaron a finales de los 80 deportados a pavonearse por el centro de la capital, tras haberse graduado del Inframen, tras haber estudiado para maestro en la Universidad de El Salvador, tras haberse enterado de los sueldos de un maestro y elegido mejor ser policía, decidió endeudarse con 6,000 dólares y entrar, por Phoenix, Arizona, a Estados Unidos. Por eso, porque Estados Unidos es para muchos centroamericanos lo que la luz es a esos escarabajos a quienes los salvadoreños llaman 'chicotes', es posible que el enojo actual del expolicía Francisco sea que ni su hijastro ni su prima le hayan devuelto los 5,000 dólares que les prestó a cada uno para que pagaran a un coyote uno y una fianza por un juicio de deportación la otra. Por eso es posible que él, aun habiendo perdido ese dinero, y tras 14 años de trabajo, tenga TPS y envíe 150 dólares a su mamá cada mes y 70 dólares a su sobrina para que estudie en una universidad salvadoreña. Por eso es posible que el expolicía Francisco termine de pagar este año su segunda casa de 24,000 dólares en El Salvador y esté a unos años de terminar de pagar los 170,000 dólares de la casa que habita, lejos de su Guazapa natal, en Carolina del Norte.

Por eso, porque si atendemos a la definición de que un país es su gente, los países de Centroamérica son un pedazo de tierra en la mitad de América y varios otros pedazos en Norteamérica, es posible que tras una tarde de conversaciones uno se pare en un restaurante en Durham y sea atendido por una exiliada hondureña del departamento de La Paz, hija de un alcalde, sobreviviente de una bomba.

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Atendiendo las últimas cifras oficiales, hoy —y mañana y pasado mañana— se fueron 300 salvadoreños de El Salvador rumbo a Estados Unidos. Algunos llegaron. Su túnel empieza.

Una joven salvadoreña se arropa con las banderas de Estados Unidos y El Salvador durante una manifestación de 2007 en Manassas, Virginia, contra medidas para frenar la migración. Foto AFP/Chip Somodevilla
Una joven salvadoreña se arropa con las banderas de Estados Unidos y El Salvador durante una manifestación de 2007 en Manassas, Virginia, contra medidas para frenar la migración. Foto AFP/Chip Somodevilla

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