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Los usos políticos del pasado

El uso del pasado en función de intereses contemporáneos hace de la historia un campo de recurrente disputa entre diferentes actores sociales. En la creciente publicación de memorias y testimonios de la pasada guerra civil, historia y memoria tienden a confundirse.


Lunes, 26 de enero de 2015
Carlos Gregorio López Bernal*

El estatuto científico de la historia es tema harto discutido y en el cual no se vislumbran acuerdos posibles. Las posiciones van desde la defensa a ultranza de la cientificidad del conocimiento histórico hasta el desdén de aquellos que ven en la historia solo una forma más de la narrativa. En un término medio (posición casi fatal de los historiadores) están los que plantean que la historia es solo conocimiento científicamente construido, sin pretender más, pero rechazando tajantemente que la historia pueda ser equiparada a la ficción narrativa.

Independientemente del resultado de ese debate, si es que lo hubiera, es indiscutible que hay un consumo social de la historia, y es plausible pensar que la historia tiene una “utilidad” que puede ser desde arraigar la identidad de una sociedad — y a la inversa, desmitificar sus discursos identitarios—, apoyar la formación cívica en el sistema educativo, justificar cierto estado de cosas desde los poderes establecidos, hasta servir de fundamento para reivindicaciones puntuales de diferentes actores sociales. Es decir, en la historia encuentran cobijo y sostén una variedad de agendas. Desde las conservadoras hasta las revolucionarias; desde las más clásicas hasta las más postmodernas.

Hay aquí una dimensión del quehacer histórico que se discute poco en el gremio: los “usos políticos del pasado”, expresión que trata de dar cuenta de cómo diferentes actores sociales recurren al pasado, y a la historiografía, para encontrar argumentos y evidencias que apoyen una agenda de acción del presente. A veces los usos de la historia pueden ser espontáneos y carentes de intención, como cuando alguien dice: “yo recuerdo que…”. Diferente es el caso si al tratar de explicar una situación aparece el: “consideremos los antecedentes”; en tal caso el pasado es importante para entender un problema del presente. Igualmente, las reivindicaciones feministas pueden con toda razón recurrir a la evidencia histórica para demostrar el origen de sus problemas y la validez de sus demandas, que igual tendrían sentido sin el recurso al pasado.

Hay ocasiones en que el pasado se vuelve apremiante. Cuando en los años setenta, la izquierda salvadoreña impulsaba la lucha armada como vía para alcanzar la revolución se hizo común una frase atribuida a Farabundo Martí, el líder de la insurrección de 1932, quien fungiendo como secretario del general Sandino vio interrumpida su burocrática labor por un bombardeo enemigo; la inoportuna llegada de los aviones le hizo escribir: “Cuando la historia no se puede escribir con la pluma, entonces debe escribirse con el fusil,” según relata la biografía por Jorge Arias Gómez. Si se conoce el modo de ser de Martí, resulta difícil imaginárselo escribiendo algo así. A diferencia de Sandino que gustaba de escribir, a Martí le costaba mucho; era casi ágrafo, a tal punto que es casi imposible rastrear y reconstruir su pensamiento. Sin embargo, la frase gustó mucho y venía bien en aquellos para lograr adeptos a la causa revolucionaria.

Pero igual se puede hacer desde una agenda contrapuesta; frente a las voces críticas y anti militares que aparecen cada cierto tiempo, el ejército salvadoreño se arraiga en los orígenes de la república. Las improvisadas fuerzas militares que conformaron la “legión de la libertad”, organizada por Manuel José Arce para rechazar la anexión al imperio de Agustín de Iturbide, se convierten en la piedra fundacional del ejército salvadoreño, al grado que alguien tuvo la ocurrencia de poner en boca de Arce la expresión: “El ejército vivirá, mientras viva la República”. Dos frases de dudosa factura, que apuntalan bien agendas políticas contemporáneas. En ambos casos, el pasado que justifica el presente.

El uso político del pasado no es una novedad; más bien ha sido una constante histórica que pasa inadvertida a fuerza de ser tan frecuente. Es más, podría decirse que ningún poder constituido o por constituirse escapa a esta tentación. Y para ello se valen de una escogencia intencional de ciertos elementos del pasado que les favorecen, los cuales formarán parte de un arsenal discursivo y simbólico al que recurrirán llegado el caso, y que pondrán en escena y remozarán cada cierto tiempo. Ejemplo típico de ello son las efemérides patrias. La celebración de la independencia supone una relectura del proceso independentista a la luz del presente. Los presidentes hacen malabarismos retóricos con tal de enlazar la independencia con su gestión de gobierno y mostrarse como dignos herederos y defensores de la libertad legada por los próceres.

Hay ocasiones en que la narrativa convencional del pasado no favorece los intereses del presente, entonces hay que depurarla, y en casos extremos construir una narrativa histórica alternativa que impugne la dominante. Es lo que hicieron intelectuales de izquierda en las décadas de 1960 y 70. Al canon histórico liberal, le contrapusieron uno de izquierda que pretendía darle más protagonismo a las masas populares, e incluso construyó un panteón de héroes alternativos, como Anastasio Aquino y Farabundo Martí.

La historia está muy relacionada con la memoria, a tal punto que en ocasiones se confunden. Ambas tienen su fundamento en el pasado y ambas proyectan el pasado al presente; asimismo contienen una dimensión individual, pero también tienen sentido colectivo. El problema se vuelve más complejo si consideramos que el español usa el mismo vocablo para referirse a la historia, en tanto pasado, y a la historia entendida como indagación y narrativa del pasado. Esos laberintos semánticos confunden y desaniman a los entendidos, y desconciertan a los legos, para quienes resulta más expedito y funcional asimilar historia y memoria, especialmente cuando la mezcla coadyuva a fortalecer su agenda político-ideológica.

Esto es lo que ocurre actualmente con la proliferación de memorias y testimonios publicados por protagonistas y activistas vinculados a los bandos que se enfrentaron en la pasada guerra civil. Tales esfuerzos responden a una necesidad de transmitir al público sus experiencias del conflicto y sus visiones e interpretaciones al respecto; pretensión absolutamente válida. Añadiría además, iniciativas muy útiles, en tanto que nos permiten conocer de primera mano un registro particular de ese traumático y oscuro pasado reciente.

La cosa se complica cuando algunos de estos memorialistas insisten en que están escribiendo la historia de la guerra civil; es más, hay quienes llegan a decir que esa es la verdadera historia, dejando entrever de paso que hay falsas historias. Verdadera en tanto que parte de una experiencia personal: “yo partícipe, yo testigo”; vertida sin ninguna o con mínimas intermediaciones, pretende trasladar al lector una imagen diáfana y directa de lo acontecido. Obnubilados por la memoria, les cuesta aceptar que solo están dando su versión de los hechos, y que otros pueden dar una diferente e incluso contrapuesta a la suya. En tal caso, ven con cierto desdén el matiz del otro y por supuesto descalifican ipso facto la versión contraria.

Para los historiadores, esta variopinta miríada de publicaciones es muy valiosa. Expresa la necesidad de relatar el conflicto y contiene mucha información que difícilmente se podría encontrar en otros medios. Bien sabido es que las guerras civiles, sobre todo las cruentas y prolongadas como la nuestra, no son muy pródigas en registros documentales. La clandestinidad y disciplina de los unos, y el verticalismo y los excesos de los otros, obligaron a que muchas de sus acciones no dejaran más huella que la memoria de los protagonistas, ya fuesen víctimas o victimarios. Bienvenidas sean entonces tales publicaciones.

Solo que los historiadores ven estos materiales con otros ojos. No son la historia; son fuentes para la historia, y fuentes valiosísimas. Ni más, ni menos. Claro, esta traslación categorial resulta incómoda para algunos, que ven en ella hasta una ignominiosa degradación. Y este distanciamiento no está determinado por la pretensión de objetividad que desvela a algunos historiadores, según la cual el directo involucramiento del que escribe, produce fatalmente sesgos en el registro de los hechos y sobre todo en la interpretación. En tanto, productos de memoria, tal condición es intrínseca a ellos. La memoria no es ni pretende ser objetiva; la memoria es selectiva, toma del pasado aquello que interesa y fatalmente se distancia de lo que no. Es decir, la memoria conlleva el recuerdo, pero también el olvido.

El distanciamiento se da a causa de los objetivos y sobre todo del método. Quien escribe sus memorias o recopila testimonios pretende conservar y dar a conocer su versión de los hechos; a menudo esa pretensión se acompaña de intenciones de justificación, reivindicación o reparación. La historia no solo pretende mostrar, busca sobre todo explicar. Y para explicar requiere aplicar el método histórico que parte de plantear un problema de investigación, hacer un listado de preguntas, buscar y encontrar la mayor cantidad posible de información, contrastar versiones, contraponer fuentes, someterlas a la crítica y al final establecer no solo una secuencia entendible de lo acontecido, sino una ponderación de las diferentes versiones encontradas, estableciendo causas y consecuencias. Paralelamente hay que construir un marco interpretativo pertinente al problema, generalmente extraído de las otras ciencias sociales. De tal modo que al historiador no le está permitido excluir versiones, por más contrapuestas que parezcan.

Estos procesos de construcción del conocimiento histórico generalmente pasan desapercibidos para el lector común, que puede sin más equiparar las narrativas producidas por la investigación histórica con las que surgen de las memorias y testimonios. Razón tiene Thomas Kuhn cuando expresa: “En la historia, más que en cualquier otra de las disciplinas que conozco, el producto acabado de la investigación encubre la naturaleza del trabajo que lo produjo”.

Para mayor preocupación nuestra, memorias, testimonios e historia tienen otro aspecto en común: solo tienen sentido cuando se transmiten por medio de una narrativa. Son formas diferentes de narrar el pasado, lo cual termina acercándolas —a veces más de lo prudente— con la narrativa literaria propiamente ficcional. Sobre la base de un soporte discursivo similar se ponen en circulación productos de diferente naturaleza, objetivos y elaboración, que llegarán a lectores portadores de una variedad de marcos de referencia.

En cierto modo, los estudios históricos compiten en desventaja frente a las memorias y testimonios. Los avatares y las tribulaciones del proceso investigativo solo son reconocibles por aquellos con formación en investigación y que los han vivido. Las conclusiones e interpretaciones de una investigación no siempre complacen a los lectores que tienen experiencias, ideas o ideologías diferentes a las del historiador; puede suceder además que el lector quiera encontrar en los textos de historia las habilidades retóricas propias de la literatura, algo siempre deseable, pero que a veces escapa a la pluma del historiador. De allí, el éxito que está teniendo, al menos en Europa, cierta narrativa ficcional escrita por historiadores o escritores con formación en historia.

Al final, después de mucho trabajo, será el lector el que tendrá la última palabra y escogerá del texto leído aquello que más le complazca. Llegado el caso, echará mano de ello para apoyar, ilustrar, argumentar o disputar sobre problemas y temas del pasado en que tenga algo que decir. Lo mismo hacen, solo que de modo más sistemático, consciente y abusivo los políticos, activistas y emprendedores de memoria. Vale decir que esta condición es común a todas las disciplinas sociales.

Esta falta de control sobre los “usos políticos del pasado” no nos exime de la rigurosidad que debe caracterizar a los estudios históricos y sociales, al menos a aquellos con pretensiones académicas. Más que el veredicto del lector común, debiera preocuparnos la sanción del campo de saber especializado; si además logramos cierta aceptación del público amplio, mucho que mejor. Es decir, nuestros trabajos deben pasar el filtro de la comunidad académica en la cual debieran circular primero y preferentemente. Es en el seno de dicha comunidad que se define si una investigación histórica llena los estándares de la disciplina; para ello existen diversos mecanismos: trabajos de grado y posgrado, presentaciones en congresos, publicaciones, reseñas críticas, etc. Obviamente, una comunidad académica es también un campo de saberes y poderes que funciona con sus propias reglas y no está exento de conflictos. Se puede cuestionar la manera en que una comunidad académica evalúa e incorpora la nueva producción y los juegos de poder implícitos en ello; pero no la necesidad de tales proceros.

Y es que aparte de filtrar y posicionar conocimientos, la comunidad académica funciona como una especie de intermediario entre el investigador y la sociedad, de tal modo que una publicación que haya pasado el examen del campo especializado tiene mejores credenciales que una que va directamente del autor a la imprenta. Este filtro no está presente, ni tiene por qué estarlo en el caso de las memorias y los testimonios; después de todo, estos persiguen objetivos diferentes. Sin embargo, un lector no avisado, podría terminar poniendo en el mismo estante, materiales que por sus objetivos, naturaleza y calidad, debieran mantenerse separados.

*Carlos Gregorio López, doctor en Historia por la Universidad de Costa Rica, es docente-investigador de la Licenciatura en Historia de la Universidad de El Salvador.

Este artículo está basado en Carlos Gregorio López, 'Historiografía y movimientos sociales en El Salvador (1811-1932): un balance preliminar.' Revista de Historia, Universidad Nacional de Costa Rica, no. 67 (2013)

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