El Salvador / Desigualdad

Los pobres aguantan más hambre cuando llega El Niño

El Salvador ha sufrido por cuatro años consecutivos episodios de sequía causados por el fenómeno El Niño. Estas sequías han golpeado a los más pobres de El Salvador: agricultores de subsistencia que perdieron sus cultivos con los que alimentaban a sus familias y que ahora necesitan con urgencia de asistencia del gobierno o de organismos internacionales para no pasar hambre.


Domingo, 3 de julio de 2016
Fátima Peña

Sobre platos de plástico, una mujer y su hija sirven tres cucharadas de frijoles enteros, dos tortillas delgadas y dos huevos pedaceados. Esto, acompañado de sal en abundancia, es la cena de la familia Pérez: tres adultos y dos niños. Este es un día excepcional en la dieta de la familia porque sus posibilidades de consumir huevos son muy limitadas: en promedio, un huevo por persona cada diez días.

Cada semana las gallinas les dan un par de huevos para una o dos cenas. Un huevo frito aporta unas 196 calorías y 13.6 gramos de proteínas. Eso quiere decir que en la cena los Pérez obtuvieron un total de 392 calorías y 27.2 gramos de proteínas para cinco personas. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), un niño bien nutrido es aquel que consume más de 1,000 calorías diarias. Un adulto bien nutrido es aquel que consume más de 2,000 calorías diarias. Si el hambre –o la subnutrición- de los salvadoreños afectados por el cambio climático pudiera condensarse en una imagen, esa imagen sería esta: la de una familia de Cacaopera, en Morazán, que tiene que repartirse las pocas calorías que hay en dos huevos fritos para conseguir, una vez a la semana, un poco de energía.

Los Pérez son solo una familia de las miles que tienen que hacer milagros para comer, para estirar pocos huevos, los frijoles, las tortillas. Una devastadora sequía registrada en 2015 arrasó con 90,000 manzanas de cultivos. Según el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), unos 98,000 pequeños productores de granos, como Saira y Abelisario Pérez, fueron afectados. La alimentación de esos productores depende en muchos casos de lo que les proveen sus cultivos, así que ahora necesitan ayuda de organismos como el Programa Mundial de Alimentos y del gobierno de El Salvador para no pasar hambre.

“Cuando lo perdimos todo, nos preguntábamos qué íbamos a hacer, porque si yo voy donde el alcalde y le digo que no tengo para comer, él me dice: '¡Aaaah, en eso no ayudamos nosotros! Vea usted cómo hace'”, dice Saira Pérez. A inicios de 2015, Saira y su esposo pidieron al Banco de Fomento Agropecuario (BFA) un préstamo de 700 dólares para comprar abono y semillas para la siembra. “Tuvimos pérdidas, pero los bancos no perdonan. Para un año nos dieron el crédito. Estamos pendientes de pagar la letra porque no hay de otra”, cuenta Saira. Hasta febrero de 2016, los Pérez todavía seguían pagando las letras de su préstamo con lo que obtienen tejiendo hamacas y con lo que reporta un pequeño molino al servicio de la comunidad San Miguelito, en Cacaopera.

Sus esperanzas de estabilidad tampoco pueden basarse en el molino. El molino ayuda, pero no resuelve su profunda precariedad. Al día les reporta entre 75 centavos y un dólar de ingreso. Además, aún deben pagar al banco el préstamo que les dio para comprarlo.

Cacaopera, en el departamento de Morazán, es uno de los municipios más pobres de El Salvador. Durante el gobierno de Elías Antonio Saca estaba incluido dentro de los municipios beneficiarios de la Red Solidaria, aquel programa social emblema de aquella administración que entregaba un bono de 40 dólares cada dos meses a las familias de los municipios más pobres del país.

En 2007 el Fondo de Inversión Social para el Desarrollo Local (FISDL) entregaba mensualmente 54,530 dólares a 1,634 familias de Cacaopera. El FMLN llegó a la presidencia en 2009 y echó a andar su propia versión de Red Solidaria. Cacaopera fue incluido en el programa Comunidades Rurales Solidarias. En Cacaopera ya habitaban muchas familias en pobreza extrema antes de las sequías de los últimos cuatro años. Esas familias ahora están más golpeadas por los fenómenos climáticos.

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La Comunidad San Miguelito es un caserío con casas de adobe, pedazos de madera, plástico y piso de tierra. Habitan unas 30 familias que, en su mayoría, son lideradas por mujeres agricultoras y tejedoras de hamacas. Nadie acá tiene familiares en el extranjero, por lo cual tampoco reciben remesas que puedan aliviar su situación de pobreza. Hace mucho calor y, en época seca, predomina un ambiente árido. Todo acá está muy seco. Incluso el río más cercano, el Torola, en septiembre del 2015 había sufrido una disminución de hasta el 90 % de su caudal, según el MARN. A lo largo del río lo único que se observa son metros y metros de grandes piedras secas. En San Miguelito tampoco hay agua potable ni servicios sanitarios. Los habitantes de la comunidad deben caminar entre veredas para buscar nacimientos de agua en donde han construido pequeñas pozas para bañarse, lavar ropa, trastos de cocina e incluso para beber.

Solo unas pocas casas de la comunidad tienen energía eléctrica gracias a unos paneles solares donados por un proyecto de Fomilenio en 2012. El problema de esos paneles es que funcionan con una batería que cuesta alrededor de 400 dólares y que tiene una duración de dos años. Cuatro años después de la instalación del proyecto, a la mayoría de los vecinos la batería se les ha terminado y no tienen dinero para comprar una nueva. Algunos han podido costearse una batería de carro de unos 160 dólares, pero que dura solo seis meses.

En la comunidad, todos, sin excepción, perdieron la cosecha de maíz del pasado 2015. La sequía lo arruinó todo. El informe de sequía del MARN indica que el trimestre de mayo a julio de 2015 ha sido el más seco en casi medio siglo en El Salvador. Pero en la cosecha postrera, paradójicamente, los habitantes de la comunidad solo pudieron rescatar un poco de frijol, pues casi todo se perdió por un exceso de lluvia a finales del 2015.

En una comunidad como San Miguelito los habitantes saben cómo ha cambiado el clima de forma abrupta. Catero Ortiz es uno de los líderes de la comunidad y cuida de ella y la vigila. Todos los días al dirigirse a su casa camina por el cementerio de cultivos en que se convirtió la manzana de terreno que sembró el año pasado, en mayo. “Aquí nadie le va a decir algo distinto: aquí todos lo perdimos todo”, dice repetidamente, mientras camina por el terreno lleno de plantas de maíz completamente secas y quebradas.

Aquí no hay nada de vida ni parece que pudiera haberla en un futuro cercano. “Ninguno de los tres pedazos que sembré dio nada”, se lamenta Ortiz. Catero sembró su manzana de terreno gracias a un crédito de Alba Alimentos, empresa subsidiaria de Alba Petróleos de El Salvador, un conglomerado dirigido por algunos de los dirigentes más importantes del partido FMLN, en el gobierno. Alba Alimentos le prestó a Catero 250 dólares para comprar semillas y abono. Catero debía pagarle a Alba Alimentos con la mitad de su cosecha. 'Lo perdimos todo entonces los señores de Alba vinieron a ver cómo habían quedado nuestros cultivos, y ellos vieron que no habíamos sacado nada. Entonces nos dijeron que solo les pagáramos una parte de lo que nos habían prestado', dice Catero, quien hasta febrero de 2016 aún no terminaba de pagar el crédito.

La sequía de 2015 fue tan severa que en algunas zonas del oriente del país pasaron 18 días sin que cayera una sola gota de lluvia y, al final del año, llovió demasiado en pocos días.

Lina Pohl, ministra de Medio Ambiente, dice que estas sequías y las intensas lluvias a final de año son un síntoma claro del cambio climático. “Los períodos de lluvia se retrasan y al final de año llueve demasiado”, dijo Pohl en febrero de este año. Nils Grede, representante del PMA en El Salvador, coincide con Pohl en que el problema de El Salvador no es la falta de agua, sino la variabilidad en el inicio de la época de lluvias. “Hoy en día es mucho menos previsible y parece que se retrasa bastante la estación lluviosa. Los agricultores se ponen a sembrar a finales de mayo, como lo solían hacer, y no llueve para nada y no germinan el maíz o el frijol. Por lo tanto, pierden la cosecha porque ya no tienen semilla”, explica Grede.

Catero Ortiz, al igual que el resto de sus vecinos, ha sobrevivido a la sequía tejiendo hamacas. Aquí, los frijoles, el maíz, el arroz y los huevos ahora se compran gracias a la venta de las hamacas, por las que pueden llegar a ganar entre 12 y 13 dólares si son de hilo de seda. El problema es que la producción de una hamaca puede tardar hasta tres semanas. A veces también tejen hamacas de poliseda, que es un material más barato y más fácil de manejar, pero por ese tipo de hamacas les pagan solo 5 dólares. Los ingresos mensuales de las familias de la comunidad rondan entre los 20 y 30 dólares, dependiendo del número de hamacas que hayan podido tejer al mes.

Usualmente, la familia Ortiz logra producir dos o tres hamacas al mes, según los encargos que logre conseguir en el centro de Cacaopera. Ellos trabajan como “mozos” de comerciantes que luego revenden el producto. Con la poca ganancia deben arreglárselas para alimentar a siete personas. 'Cuando ya no hay 'conqué' (maíz o frijoles) matamos una gallina...tenemos que matar lo que tengamos para comer y darle a los niños', cuenta Catero.

En la comunidad la ingesta de pollos o gallinas es muy extraña.

¿Cada cuánto tiempo matan un pollo? –preguntamos a uno de los vecinos de Catero, mientras teje una hamaca en el patio de su casa.

—Eso es bien raro. Cada mes matamos un pollo, quizás. Ya cuando el pollo está crecido, si es que hay crecidos, pues –dice.

Este vecino también considera un privilegio haber tenido por un par de meses unas cuantas libras de arroz que sirvieron como acompañamiento de los frijoles. Los días “normales” los frijoles se acompañan con un par de tortillas.

Algunos vecinos no recuerdan cuándo fue la última vez que comieron carne. “Solo comemos pollo o carne al tiempo, quizá cada mes y cada Navidad y Año Nuevo”, comenta Santos Abelisario Pérez. Tampoco son parte de la dieta de las familias de la comunidad los lácteos. La leche, el queso o la cuajada son casi una ilusión. “Si tuviéramos más dinero, podríamos comprar leche o cuajada para dar a los niños”, dice María Francisca Pérez, otra vecina de San Miguelito.

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En las cocinas de las casas de la comunidad San Miguelito es común ver bolsas metálicas color verde y azul. Esas bolsas están rellenas de una harina fortificada. Esta harina fortificada es entregada por la unidad de salud de Cacacopera a las familias que tienen niños menores de dos años y que son propensos a la desnutrición y al bajo peso. Harina fortificada, arroz, frijoles, azúcar y sal es la dieta de la mayoría de las familias de la comunidad.

Junto a esas bolsas de harina, también suele haber bolsas de granos básicos como frijoles y arroz dentro de empaques de Alba Alimentos. Estos granos son parte de una dotación que el gobierno, por medio del MAG, otorgó a las familias afectadas por la sequía el año pasado. El paquete que el gobierno entregaba contenía 35 libras de maíz, 30 libras de frijoles, 15 libras de arroz y un par de libras de sal. El viceministro de Agricultura, Hugo Flores, dijo que el gobierno ha tenido que empezar a repartir granos a los afectados por el fenómeno de El Niño. El MAG repartió estos paquetes alimenticios luego de que la Asamblea Legislativa aprobara en octubre de 2015 un refuerzo de 2.6 millones de dólares a la Dirección General de Economía Agropecuaria. Hasta octubre de 2015 comenzaron a ser atendidas las 42,847 familias afectadas por la sequía.

Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) hasta 2014 alrededor de 900,000 salvadoreños sufrían algún grado de subnutrición. La subnutrición ocurre cuando el consumo de alimentos no cubre las necesidades energéticas de una persona. Nils Grede, el representante del PMA, dice que uno de los indicadores de hambre en las personas es la escasa diversidad de la dieta diaria: “Sabemos que en muchos casos los pobres nunca comieron carne roja. Al reducir la dieta a maíz y frijol y tal vez un poco de huevo la gente ya no recibe los nutrientes para desarrollarse. Eso afecta después el crecimiento de los niños. Para los niños, unos meses sin buena dieta puede hacerles perder varios centímetros de crecimiento”.

Una niña en etapa escolar en una comunidad como esta no come mucho ni muy variado. En una de las casas de la comunidad, otra pareja teje hamacas mientras observan a sus dos hijos jugar. Una de las niñas corretea tras un cerdo. “Así como a la niña solo se le da un pedacito de tortilla con arroz o frijoles, eso es lo que le damos. Y si en la mañana le damos frijoles, en el almuerzo le damos arroz”, dice María Liboria Ramírez, su madre. De nuevo, preguntar por la leche y el queso arroja las mismas respuestas: el dinero no les alcanza para comprarlos, y tampoco hay energía eléctrica para que los lácteos puedan conservarse.

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Es hora de almuerzo y unos 20 niños se sientan en dos mesas. Antes de empezar a comer, los niños agradecen a Dios por la comida que está en sus platos. Esta vez Dios envió macarrones con queso rayado y dos tortillas hechas con harina de maíz. Un menú variado en cuanto a sabor, y rico en carbohidratos. Esta burbuja donde los niños menores de siete años pueden comer un poco más variado que en sus casas es un Centro de Bienestar Infantil en la comunidad San Miguelito. Este centro es administrado por el Instituto de la Niñez y la Infancia (ISNA) y cuenta con tres personas para cuidar a 28 niños que acuden a este lugar a formarse, pero sobre todo a comer mejor.

Según el sitio web del ISNA, los Centros de Bienestar Infantil “son una alternativa de atención en las áreas de nutrición, salud preventiva, recreación, educación y estimulación al desarrollo para niños y niñas entre las edades de 2 a 7 años, favoreciendo su desarrollo integral y promoviendo el fortaleciendo a las familias en prácticas de crianza adecuada”. La idea es que en este recinto los niños menores de seis años desarrollen actividades lúdicas que les ayuden en la formación y crecimiento, pero el lugar está en deplorables condiciones: tiene un piso sucio, pocos juguetes, un solo coordinador, una cocinera y un ayudante. No hay energía eléctrica. El ISNA aporta alrededor un dólar diario para cada uno de los 28 niños que ahí se atienden. Ese el presupuesto para el desayuno, almuerzo y refrigerio para los niños de uno de los municipios más pobres del país. La Asamblea Legislativa destina hasta 12 veces ese presupuesto para pagar los almuerzos de cada uno de los 84 diputados presentes en el Salón Azul.

Este CBI tiene más de 16 años de funcionar en esta comunidad. En el patio todavía sobrevive la placa que desvelaron cuando fue inaugurado, durante la presidencia de Francisco Flores. Desde entonces, ningún gobierno ha reparado los daños en la infraestructura del centro, mucho menos les han dotado de nuevo material lúdico para la formación de los niños. Tampoco la situación de sequía ha significado una mejora presupuestaria para el centro.

José Francisco Martínez, el encargado del CBI de San Miguelito, tiene cinco años de trabajar cuidando a los niños que asisten a este centro. Él reconfirma que la cantidad de dinero que el ISNA asigna para alimentar a cada niño “no alcanza”. El presupuesto para compra de alimentos del mes de febrero era de 528 dólares. “No les podemos dar nada de tomar a los niños porque para eso ya no nos da el presupuesto”, dice Martínez. De hecho, la cocinera se queja de que ese dinero solo les alcanza para comprar una bolsa “pequeña” de harina de maíz al día para hacer tortillas para más de 20 niños. Esa bolsa solo contiene 4.4 libras de harina.

Al menos, aunque sea unas pocas veces al mes, aquí los niños pueden beber leche, comer un poco de pollo con arroz o incluso con carne, comida que no podrían consumir en sus hogares. Lo trágico es que a veces hay quienes se quedan sin probar carne. “A veces hay niños que se quedan sin la comida porque como no alcanza… o a veces las personas que trabajamos aquí preferimos que los niños coman en vez de nosotros, porque no da abasto ese dólar que nos dan para cada niño”, indica Martínez. Los problemas de presupuesto de este CBI no solo tienen como consecuencia que las porciones de comida sean racionadas. Martínez se queja de que su salario (125 dólares mensuales) puede tardar hasta tres meses en llegar a su bolsillo. De igual forma, a veces les toca pedir fiado a la tienda que abastece de alimentos, porque el ISNA se ha tardado en pagarle al proveedor.

Francisco también tiene que identificar a aquellos niños que no cumplen con el peso adecuado de acuerdo a su edad o que tienen indicios de desnutrición. Según el Programa Mundial de Alimentos “la desnutrición es una forma menos visible del hambre, pero durante semanas, incluso meses, los afectados deben vivir con mucho menos de las 2,100 kilocalorías recomendadas que una persona promedio necesita para llevar una vida sana. El cuerpo compensa dicha falta de energía disminuyendo sus actividades físicas y mentales. Una mente con hambre no puede concentrarse, un cuerpo con hambre no toma la iniciativa, un niño hambriento pierde todo el deseo de jugar y estudiar”.

En este CBI la desnutrición se viste de una niña de cinco años que llora sentada sobre una báscula. Tiene cinco años, pero parece de tres. Tampoco es capaz de jugar y corretear con sus compañeros. Habla menos y la aqueja un catarro. Francisco confirma que ella es una de las menores de la comunidad que presenta desnutrición crónica. Según el mapa del hambre del Programa Mundial de Alimentos, Cacaopera es uno de los municipios con un índice mayor al 38 % de desnutrición crónica que está catalogada como “muy alta”.

En el centro escolar de la comunidad, los alumnos también reciben alimentación, pero la correspondiente a las primeras semanas del año escolar de 2016 no había sido enviada por el Ministerio de Educación para febrero de 2016. A inicios de 2016, el gobierno no le había enviado la alimentación a unos alumnos de un pueblo que desde 2015 se quedó sin nada para comer.

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En un stand colocado en el parque Cuscatlán, en el centro de San Salvador, un técnico del Programa Mundial de Alimentos muestra al público que se acerca unas galletas fortificadas contenidas en un empaque metálico blanco. Estas galletas, según explicaba el técnico, se entregan a personas que han sido afectadas por una catástrofe como un terremoto o inundaciones. Cada paquete de galletas equivale a un tiempo de comida. Si bien es cierto, en El Salvador no ha habido una catástrofe de esas dimensiones en los últimos cuatro años, el PMA sí ha tenido que llevar otro tipo de ayuda ante la emergencia de la sequía.

El PMA cataloga a la sequía como una “emergencia de lento desarrollo” que exige, también, alimentar a cientos de familias que están en crisis porque perdieron todos sus cultivos. Uno de esos lugares donde el PMA ha identificado esta emergencia es en el municipio de Tacuba, Ahuachapán.

En Tacuba, en el otro extremo del país, a 288 kilómetros de Cacaopera, hay un grupo de mujeres que también dicen haberlo perdido todo. El cambio climático, ese fenómeno del que se habla mucho en conferencias mundiales a miles de kilómetros de esta comunidad, no conoce fronteras ni distancias. A esta comunidad se llega luego de franquear caminos pedregosos y estrechos. Estas 20 mujeres se describen como amas de casa, pero ellas también han cultivado la tierra y han cortado café en las fincas aledañas al cantón La Pandeadura.

En el interior de una casa con techos y paredes de lámina y piso de tierra, las mujeres avientan al suelo los cultivos que perdieron por la sequía o por las inundaciones. Para mostrar los daños de la sequía de 2015 tiran al piso pequeñas plantas de maíz completamente secas. Para mostrar los daños por las inundaciones tiran plantas de frijoles que se pudrieron por el posterior exceso de lluvia de los últimos meses de 2015. Ese maíz y ese frijol es lo que estas mujeres sembraban para alimentar a sus familias durante todo el año. Ninguna tenía reservas de granos de cosechas anteriores porque también tuvieron pérdidas en las cosechas de 2014.

Raquel Castillo, una agricultora de subsistencia de la comunidad, recuerda que tras haber perdido sus cultivos de maíz no tenían dinero para comprar alimentos. 'Cuando perdimos los cultivos había días que no tenía ni para comprar un pedacito de queso', recuerda Raquel. Raquel también cuenta que antes de que la sequía apareciera lo que cultivaban para consumo también generaba un excedente que podía venderse. “Antes hasta nos alcanzaba para vender, ahora ni para nosotros nos alcanza” se lamenta Raquel. Raquel cultivaba maíz en mayo y frijol en la cosecha postrera, que comienza en agosto. Para agosto, Raquel ya se había quedado sin granos para alimentar a su familia.

A esta comunidad de Tacuba la sequía no llegó sola. Los agricultores esperaban la corta de café para ganar algunos dólares, pero una plaga de roya registrada en los últimos tres años les ha quitado hasta eso. De acuerdo con datos del PMA, la roya ha afectado a 65,000 personas a nivel nacional cuyos ingresos dependían de la corta de café.

Ante la roya y el fenómeno del Niño, el PMA ha tenido que dar a 650 familias de Tacuba una tarjeta con un bono de $61.50 para que puedan comprar alimentos. En una segunda fase de la intervención, el PMA estima que 1,050 familias serán beneficiarias para evitar que se queden sin comer. Haydeé Paguagua, oficial de comunicaciones del PMA en El Salvador, afirma que a los beneficiarios de la tarjeta se les da una capacitación para que puedan adquirir en los supermercados alimentos que les ayuden a nutrirse adecuadamente. Además, los beneficiarios tienen que haber perdido, al menos, el 50 % de sus cultivos.

Pero el PMA solo puede darles tres meses de asistencia a estas familias, mientras logran sobreponerse a lo más difícil de la emergencia. Raquel Castillo comenta que mientras recibieron el bono pudieron comprarle a sus hijos alimentos que nunca habían consumido o que consumían muy poco, por ejemplo, carne, pollo, leche o yogur.

Las familias beneficiarias de Tacuba también han tenido que buscar otras alternativas para no quedarse sin alimentos después de que dejan de recibir la asistencia: hacer un huerto de propiedad comunitario que, si produce excedente, también les genera ingresos extra. En esta comunidad, sobre todo las mujeres, han empezado a cultivar un huerto de hortalizas. Ella se encargan de regarlo, cuidarlo y abonarlo. El PMA confía en que estos huertos sean una solución sustentable en el largo plazo para los afectados por el cambio climático.

En el PMA estiman que 38,000 productores de granos básicos han abandonado la agricultura. Algunos migran a la ciudad a trabajar como vigilantes o como obreros. “La gente se va a las ciudades o al extranjero, lo que obviamente es mucho peor...los que se quedan se van a buscar el jornal pero este año todos los rubros (de agricultura) están afectados entonces también el jornal ha disminuido”, recalca Nils Grede.

Para Grede, lo peor puede que esté por venir para las familias afectadas: “En las zonas más afectadas, la desnutrición aguda va a aumentar y la crónica también, o por lo menos se va a parar la tendencia de descenso que llevaba El Salvador en los últimos años”.

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