Columnas / Política

La segunda derrota política de Ortega

El recién reelecto mandatario, que supuestamente cuenta con un abrumador apoyo del 72% del electorado, demostró que mantiene un férreo control sobre las fuerzas policiales pero no puede gobernar tolerando la existencia de una oposición democrática.

Domingo, 4 de diciembre de 2016
Carlos Fernando Chamorro

La represión generalizada desatada por el régimen Ortega-Murillo para impedir una movilización campesina hacia Managua, representa la segunda gran derrota política de la dictadura familiar este año, después de la jornada nacional de protesta que se plasmó en la abstención masiva en las elecciones del seis de noviembre.

El recién reelecto mandatario, que supuestamente cuenta con un abrumador apoyo del 72% del electorado, demostró que mantiene un férreo control sobre las fuerzas policiales --ahora dirigidas por su consuegro el general Francisco Díaz--, pero no puede gobernar tolerando la existencia de una oposición democrática. Ortega estableció decenas de retenes con policías antimotines en las principales carreteras del país, imponiendo un virtual estado de sitio a nivel nacional. Bloqueó las salidas de las comunidades rurales y las entradas a la capital para impedir una protesta pacífica, la número 82 del movimiento campesino, cuyo objetivo es demandar la derogación de la ley canalera y la celebración de elecciones libres.

Como en la época de la guardia de Somoza, la policía cateó los autobuses para detener sospechosos y disparó balas de goma y gases lacrimógenos contra los manifestantes. Y en las zonas núcleo de la protesta, en la ruta canalera ubicada en las comunidades campesinas de Nueva Guinea y Río San Juan, llegó al extremo de cortar las carreteras e inutilizar los puentes, una infraestructura nacional utilizada por todos, para impedir el tránsito de los camiones. Este acto inverosímil ilustra cuán aislada de la realidad se encuentra la pareja presidencial, que en su afán de aplicar una odiosa represión contra el grupo que protesta incurrió en el vandalismo oficial, aún a costa de perjudicar de forma general a toda la sociedad. Pero también revela los niveles de peligrosidad a los que puede llegar la represión en Nicaragua, pues los que detentan el poder no solo carecen de escrúpulos éticos o morales, sino que tampoco existen límites o contrapesos legales o institucionales ante su ambición e irracionalidad, y sólo podrán ser frenados por la fuerza del pueblo que les hace resistencia.

La militarización está demostrando que ante una oposición democrática –en este caso un movimiento social que ha logrado encarnar un anhelo nacional de soberanía y elecciones libres–, el régimen autoritario solo puede gobernar con más represión. La estabilidad que Ortega ofrece a sus aliados, los grandes empresarios y los inversionistas, es por lo tanto precaria porque no se sustenta en el consenso democrático. Es una estabilidad autoritaria basada en el garrote que a la larga, como la corrupción, conduce a la inestabilidad. De manera que si de verdad los grandes empresarios están preocupados por el deterioro del clima de negocios y las amenazas de la ley Nica Act, deberían empezar por exigir democracia y transparencia, y además libertad de movilización y el cese de la represión.

La jornada nacional en demanda de soberanía y elecciones libres ha logrado un resultado político irreversible. En primer lugar, el reconocimiento nacional al liderazgo campesino agrupado en torno al Consejo Nacional en Defensa de la Tierra, el Lago y la Soberanía, que representa la primera línea de defensa de la decencia nacional. La resistencia campesina ha obligado a Ortega a exhibirse ante la Organización de Estados Americanos, OEA, no solo como un caudillo tramposo que realiza farsas electorales sin competencia ni observación electoral, sino además como el patrón de un régimen represivo que ha conculcado los más elementales derechos civiles y políticos de la población. En consecuencia, en la agenda del diálogo político entre la OEA y el gobierno, que según el secretario general Luis Almagro se ha ampliado hacia todas las fuerzas políticas y sociales del país, las violaciones a todos los derechos políticos contemplados en la Carta Democrática, han pasado ahora a ocupar un lugar prioritario. El país está demandando elecciones libres con plenas libertades políticas, encabezadas por las libertades de expresión y movilización. Es decir, elecciones libres sin represión.

En un gesto simbólico de enorme resonancia política, el Secretario General de la OEA recibió en Managua a Francisca Ramírez, la líder del movimiento campesino, cuando logró romper el cerco policial y llegar a la capital. Almagro escucho el relato más auténtico sobre las violaciones a los derechos políticos y sociales que practica el régimen de Ortega, en su oscura alianza con el empresario chino Wang Jing. Sin embargo, sería erróneo esperar que en noventa días de diálogo la OEA pueda ofrecer una solución a los problemas internos del país, o que sustituya a las fuerzas políticas nacionales en su responsabilidad de construir una plataforma de cambio democrático pacífico. Lo único que podemos esperar de la OEA es que de verdad someta al régimen de Ortega a una elemental rendición de cuentas en torno a sus obligaciones y compromisos internacionales con la Carta Democrática. Eso es lo que Almagro ha prometido, pero la restitución del derecho a elecciones libres no depende de la OEA sino de la presión y movilización popular. El hermanamiento de los movimientos sociales y la oposición política ocurrido en las últimas semanas está abriendo un camino inédito, que Ortega intentará aplastar con más represión y el miedo a la inestabilidad.

Nicaragua enfrenta, por lo tanto, una encrucijada: por un lado, seguir con la estabilidad autoritaria de Ortega que a mediano plazo desembocará en una crisis política y económica, o nos aventuramos hacia una verdadera reforma electoral, que solo se puede conseguir a costa de cierta inestabilidad política temporal, pues no hay otro camino que resistir y derrotar la represión.

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