Columnas / Desigualdad

La prohibición de la minería metálica o el suicidio colectivo


Jueves, 23 de marzo de 2017
César Saravia

El 9 de marzo se realizó la “gran marcha contra la minería”, convocada por la iglesia católica y acompañada por diversas organizaciones que integran la Mesa Nacional Frente a la Minería. El objetivo de la marcha era presionar a los diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa para la aprobación del proyecto de Ley para la prohibición de la minería en El Salvador. Ese día, la iglesia católica abandonó los templos para dar un espaldarazo al movimiento social y la lucha antiminería, que ha sido en el último tiempo uno de los principales esfuerzos colectivos de resistencia en el país.

En la actualidad, la industria minera sigue tomando fuerza en los países de Latinoamérica con el favor de los gobiernos que buscan desesperadamente atraer inversiones, sobre la base de un modelo extractivista y del fetichismo del crecimiento económico. En algunos países de la región, estas empresas tienen el control de proyectos de transporte, ferroviarios, portuarios, entre otros, con contratos de concesión que básicamente anulan la soberanía del Estado en los territorios donde operan, así como la autodeterminación de las comunidades. En el caso de Centroamérica, se estima que cerca del 14% del territorio ha sido concesionado a empresas mineras. En países como Honduras, las trasnacionales ya cuentan con un 35% del territorio para la explotación (algo así como la superficie total de El Salvador).

Una de las principales problemáticas de la explotación minera es que arrastra consigo un profundo modelo de conflictividad social, pues estos megaproyectos eligen territorios que hasta ese entonces se mantenían relativamente por fuera del circuito de explotación capitalista, creando una resistencia de parte de las comunidades que ahí se reproducen. Entre los prejuicios sociales encontramos un aumento en la militarización, criminalización de la protesta, reducción de los espacios democráticos, hasta el asesinato de los opositores a estos proyectos, como ya ocurrió en El Salvador.

Entre las principales promesas que están detrás de la explotación minera se encuentra la de la generación de empleos y dinamización de la economía local. Este es quizás el principal argumento que se utiliza en favor de las empresas. Si bien es cierto que la explotación minera implica una serie de actividades de construcción, como carreteras, vivienda y otras actividades económicas, lo cierto es que se genera una dependencia a esta empresa, desplazando otras actividades productivas a menor escala. Esto es especialmente problemático puesto que las actividades mineras suelen tener unos tiempos de vida cercanos a los 10 años.

En lo que se refiere a la generación de empleos, estos presentan una curva decreciente, pues en las actividades de construcción pueden llegar a generar ciertos picos, pero una vez que las operaciones se instalan la actividad es realizada principalmente por maquinaria pesada, por lo que es una actividad intensiva en capital. Estimaciones hechas para el caso argentino señalan que por cada 1 millón de dólares invertidos se generan entre 0.5 y 2 empleos directos. Si tomamos los datos de Chile, país modelo en actividad minera y en implementación de políticas neoliberales, se encuentra que el porcentaje de participación del sector en la generación de empleos pasó de ser 1.34% del total de ocupados en 1990 al 0.67% en el 2004, en contraste con un incremento del 240% de aumento en volumen de extracción durante el mismo periodo.

Otro de los argumentos a favor de la minería, incluso defendido por sectores de izquierda, pasa por los beneficios fiscales que esta pudiera traer al país, sobre todo en un contexto de crisis fiscal. No se considera que los costos ambientales, que ya son altos en El Salvador, demandan una partida presupuestal importante para minimizar el impacto, no solo en términos de descontaminación y monitoreo, sino en los costos por enfermedades en la población.

No existe, de momento, ningún tipo de explotación minera a gran escala que no sea contaminante. La llamada “minería moderna”, minería trasnacional a cielo abierto, se caracteriza por una explotación a gran escala, que abarca una gran cantidad de hectáreas que serán degradadas, sustrayendo diariamente toneladas de roca, se estima que se generan 4 toneladas de escombros por cada gramo de oro. Adicionalmente, esta práctica demanda un uso intensivo de explosivos, agua, y sustancias químicas de alta toxicidad como el cianuro, ácido sulfúrico y mercurio. La tragedia ocurrida en Minas Gerais, Brasil en 2015, con el derrame de 55 millones de metros cúbicos de barro tóxico que sepultó a toda una población, demuestra lo lejos que están estos proyectos de no ser un peligro. Si a lo anterior sumamos la ya delicada situación de disponibilidad de agua en El Salvador, la explotación minera a gran escala no solo no parece una buena idea, sino más bien, un auténtico suicidio colectivo.

La aprobación de la Ley de prohibición parece hoy más probable con el apoyo de la iglesia, pues pone a los partidos de derecha en una encrucijada. No obstante, de darse la aprobación, debe verse como un triunfo de las organizaciones y de las comunidades del norte del país que desde hace años vienen haciendo una lucha férrea. Representa un impulso al movimiento social y a la sociedad civil, frente a la débil capacidad de los partidos políticos de canalizar estas demandas. Un triunfo conseguido desde las bases, como un ejemplo de dignidad, tan importante para cambiar las cosas.

*César Saravia es ingeniero y escritor. Actualmente reside en Argentina donde cursa estudios de posgrado en Políticas Ambientales y Territoriales en la Universidad de Buenos Aires. Es miembro del Movimiento Centroamericano 2 de Marzo.

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