Columnas / Política

Los empresarios, ¿cómplices o rehenes de Ortega?

En Nicaragua predomina un silencio sepulcral, y no es porque no exista una corrupción desenfrenada, ampliamente denunciada por la prensa independiente mientras Transparencia Internacional ubica al país entre los más corruptos de América Latina, solo después de Venezuela y Hait

Jueves, 11 de mayo de 2017
Carlos Fernando Chamorro

Vamos en un tren de alta velocidad, sabemos que al final del túnel hay una pared y que podemos estrellarnos, quizás en una semana, en un año, o en cinco, pero mientras el rey nos permita hacer negocios e inversiones, vamos bien.”

Un empresario nicaragüense.

En los corrillos de los grandes empresarios nicaragüenses es común escuchar esta clase de comentarios sobre la paradoja que representa el régimen de Daniel Ortega en su relación con la élite económica. Se respira un genuino clima de entusiasmo —primero fue una sensación de alivio, después vino el acomodamiento, y finalmente la celebración de grandes oportunidades de negocios— ante un Gobierno autoritario que permite y fomenta la inversión privada, incluida la de la familia gobernante y sus allegados. Pero al mismo tiempo se percibe el temor y la incertidumbre que emana de la naturaleza de un régimen de fuerza, que está basado en el poder absoluto del caudillo y su discrecionalidad para premiar y castigar, sin ninguna clase de contrapesos.

La resultante de estos dos impulsos contrapuestos es una actitud de extrema prudencia y autocensura para evitar cuestionar los atropellos del régimen. “Claro que hay una gran corrupción, pero yo no voy a hablar de eso en público, porque me pueden caer”, me explicó, justificándose, uno de los pesos pesados del sector empresarial. El debate público que hace una década transcurría en el parlamento, en las universidades y en los medios de comunicación, ha sido sustituido por el monólogo oficial de la vicepresidenta del Gobierno y esposa de Ortega, Rosario Murillo. Mientras tanto, la diversidad de voces del sector privado se ha reducido cada vez más a la vocería de las cámaras empresariales que ejerce el presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), José Adán Aguerri.

El corporativismo, ayer y hoy

He leído con atención la serie de tres artículos publicados recientemente en La Prensa de Nicaragua por el presidente del Cosep: “ El corporativismo y los tres diálogos (1 y 2)” y “El modelo Cosep”, en los que resume su visión, que aparentemente cuenta con la bendición de influyentes líderes empresariales, sobre la actual confluencia de intereses entre el gobierno nicaragüene y el sector privado. Aguerri se propone descalificar el concepto de corporativismo que se ha utilizado para caracterizar la naturaleza de la alianza económica de los grandes empresarios con un Gobierno autoritario —sin democracia, transparencia, ni rendición de cuentas— como si se tratara de un mote o un adjetivo peyorativo.

Pero la descripción que hace sobre cómo funciona el autollamado “modelo Cosep”, encaja cabalmente en lo que históricamente ha sido conocido como corporativismo, aunque sea con las particularidades nicaragüenses: es un sistema cerrado, excluyente, de intermediación directa, en el que la cúpula del sector privado comparece como único actor en representación del resto de la sociedad a negociar los asuntos económicos con el Gobierno, y los acuerdos se convierten posteriormente en leyes, endosadas por un parlamento que no tiene poder de deliberación porque está totalmente sujeto al Ejecutivo.

En la tradición de las ciencias políticas, el corporativismo es un régimen político no democrático en el que el Estado, encarnado en el líder máximo a la cabeza de su partido hegemónico, confiere a determinados grupos —asociaciones de empresarios, sindicatos, y militares, principalmente— el monopolio de la representación de sus intereses y del resto de la sociedad, estableciendo roles y normas jerárquicas. El sistema provee un orden social, pero no hay Estado de Derecho, ni autonomía de la sociedad civil, y menos aún competencia política democrática. En una palabra, no hay democracia y tampoco se tolera una verdadera oposición que represente la posibilidad de alternabilidad en el poder.

La semana pasada, el comandante Ortega proclamó su propia versión del corporativismo a la nica ante una importante asociación iberoamericana de empresarios, cuando dijo: “Aquí somos un solo gobierno, trabajadores, empresarios y el Estado”. En realidad, su definición carece de originalidad. El corporativismo tiene su acta fundacional más conocida en la primera mitad del siglo XX, bajo el régimen fascista de Mussolini en Italia, mientras en América Latina proliferó en Brasil —Getulio Vargas—, Argentina —Juan Domingo Perón—, y México, con la particularidad de que en sus siete décadas en el poder el PRI impuso el principio de la no reelección absoluta. Los teóricos de la transición democrática en América Latina en los años 80 y 90, entre ellos Juan Linz, Guillermo O'Donell, Philippe Schmitter, y Larry Diamond, estudiaron a profundidad las múltiples variantes de este fenómeno que parecía superado, aunque resurgió con nuevos bríos con el “socialismo” bolivariano de Hugo Chávez y su régimen cívico-militar, mientras Ortega implementó la versión pragmática, no estatizante, en alianza con el gran capital privado.

Algunos politólogos y analistas internacionales que aún prestan atención a Nicaragua —Michael Shifter, David Close, Salvador Martí, Richard Feinberg, entre otros— han ensayado diferentes definiciones sobre el nuevo régimen de Ortega: “dictadura institucional”, “caudillismo tradicional”, “capitalismo de compadres”, o “autoritarismo competitivo”. En Nicaragua, el economista José Luis Medal precisó su especificidad como un régimen “corporativista autoritario”, que se basa en la concentración del poder y la anulación de las instituciones democráticas. Medal reconoce la importancia del diálogo que debe existir entre el sector privado y el gobierno sobre temas económicos y políticas públicas, y el fomento de iniciativas público-privadas, pero advierte sobre el riesgo de que se produzca una captura de los intereses del Estado por los grandes grupos empresariales, cuando las leyes más importantes del país, como la seguridad social, la reforma tributaria, o la ley de bancos, se negocian y se deciden en solitario entre el gobierno y el Cosep, al margen de toda rendición de cuentas institucional.

Ese ha sido el patrón dominante desde 2009, el momento de mayor ilegitimidad política del régimen después del fraude electoral municipal de 2008 y la represión contra la oposición, cuando bajo la presión de la crisis económica internacional Ortega abrazó la alianza con los grandes empresarios. El “modelo” pretende justificarse apelando a los resultados económicos obtenidos en los últimos años en los índices de crecimiento económico, exportaciones, y atracción de inversión extranjera.

Pero lo que no se dice es que los Gobiernos democráticos del período 1990-2006, específicamente los de Violeta de Chamorro y Enrique Bolaños, sentaron las bases del crecimiento económico sin liquidar las instituciones democráticas. Por el contrario, promovieron un desarrollo institucional que ahora ha sido demolido por Ortega. Entonces, lo que el país debería debatir ahora no son únicamente los déficits estructurales que prevalecen en la economía a corto plazo —pobreza masiva, desempleo, desigualdad, educación deficiente, falta de competitividad, exoneraciones fiscales, informalidad, baja productividad, y una matriz exportadora arcaica— sino, además, el costo de oportunidad de la dictadura a largo plazo.

¿Cuánto le costará a Nicaragua restablecer las instituciones democráticas, que han sido capturadas por el autoritarismo? ¿Se podrá transitar de forma pacífica por la vía electoral, o nos tocará vivir el infierno de la Venezuela de Nicolás Maduro? O visto desde la perspectiva del uso de los recursos más escasos: ¿cuál es el costo económico y social de un régimen político autoritario, que ha desviado centenares de millones de dólares de forma inescrupulosa e ineficiente al pozo sin fondo de la corrupción?

Corrupción, transparencia pública, y la prensa independiente

Es impresionante como Daniel Ortega ha logrado instrumentalizar a los empresarios. Nos está usando a todos, porque nosotros también tenemos negocios en Nicaragua y nos va bien, pero somos rehenes.”

Un empresario centroamericano.

Una nueva ola de lucha contra la corrupción pública y privada ha inaugurado tiempos de esperanza en América Latina. La huella dejada por las coimas millonarias del consorcio brasileño Odebrecht, el renovado impulso a la lucha contra el lavado de dinero, la beligerancia de la sociedad civil y la prensa independiente, con el respaldo de instituciones estatales autónomas, están produciendo resultados palpables en muchos países. Se trata no solo de una cruzada ética y moral, para afianzar el principio de cero tolerancia contra la corrupción, sino además de devolverle al Estado y a los ciudadanos el dinero esquilmado al erario público.

En Centroamérica tenemos ejemplos concretos en El Salvador, Honduras, y Guatemala, en los que los movimientos ciudadanos y las instituciones públicas —Fiscalía, Cortes de Justicia, e instituciones supranacionales como la Cicig— han trazado una gruesa línea roja contra la corrupción.

En Nicaragua, en cambio, predomina un silencio sepulcral, y no es porque no exista una corrupción desenfrenada, ampliamente denunciada por la prensa independiente mientras Transparencia Internacional ubica al país entre los más corruptos de América Latina, solo después de Venezuela y Haití. Las encuestas de Funides revelan que la corrupción es una constante preocupación para el clima de negocios que demandan los empresarios. La transparencia cero y la anulación del principio de rendición de cuentas también forman parte integral del modelo corporativista autoritario de Ortega. Son reglas impuestas por las vías de hecho, a través de la demolición de la autonomía de la Contraloría, la Fiscalía, la pérdida total de independencia del Poder Judicial, el tráfico de influencias institucionalizado, y el irrespeto flagrante a la Ley de Acceso a la Información Pública.

A pesar del cerco de silencio, en Confidencial hemos documentado exhaustivamente la danza de los petrodólares, y cómo se ha producido el desvío ilegal de más de cuatro mil millones de dólares en cooperación estatal venezolana hacia canales privados, a disposición de la familia presidencial. El 62% de estos fondos, según los reportes presentados al Fondo Monetario Internacional, se destina a actividades lucrativas bajo la cobija del consorcio Albanisa. Se trata de centenares de millones de dólares en recursos que debieron haber sido destinados a obras de infraestructura productiva o social, pero terminaron en manos de una pulpería de negocios privados, en la que igual se compran canales privados de televisión y radioemisoras, que hoteles o inversiones agropecuarias, sin ninguna racionalidad económica excepto la ambición de la élite gobernante.

Nuevamente, el país debería debatir cuál es el costo de oportunidad de la corrupción bajo una dictadura y preguntarse ¿cuál habría sido el impacto de invertir ese fondo millonario del patrimonio nacional en mejorar la calidad de la educación?

Aparte del costo de oportunidad de haber utilizado estos recursos con eficiencia económica y social, el país está pagando un alto costo directo proveniente de las operaciones de Albanisa. Con los fondos de la cooperación venezolana, el consorcio se ha convertido en la fuerza más poderosa del sector energético: es el principal generador, el transmisor, y el comercializador, como dueño de facto de Disnorte y Dissur. Mientras el vicepresidente de Albanisa, el ingeniero Francisco “Chico” López ejerce una suerte de cargo de súper ministro de energía, el conglomerado controla la regulación y la formulación de políticas, incluída la matriz de expansión para los próximos años. Esto significa que no hay licitaciones públicas de nuevos proyectos, sino que el consorcio se los adjudica de forma automática.

Los fondos venezolanos han generado un monumental conflicto de intereses, como es el control total desde Albanisa, como un solo eje de poder —público y privado, de acuerdo a la conveniencia del momento— de todas las instancias del sector energético. Como resultado, las tarifas no bajan y el país tampoco puede importar energía barata de países vecinos, que en muchas ocasiones presentan excedentes. En el balance final las empresas, los productores y el país entero está perdiendo competitividad por el alto costo de la energía que se deriva de los intereses financieros de Albanisa en colusión con las instancias de Gobierno que controla.

Lo sorprendente es que el tema de la corrupción está fuera de la agenda de desarrollo del Cosep. Entre los cinco ejes de desarrollo estratégico y las 51 líneas de acción definidas en la Agenda 2020 para mejorar el entorno de negocios, no se registra una sola vez el tema de la transparencia pública. Tampoco se menciona la lucha contra la corrupción o la inacción de instituciones encargadas de esta materia como la Fiscalía, o la Contraloría. Únicamente en el punto cinco del Decálogo Democrático, se consigna que “las licitaciones deben realizarse bajo procesos transparentes y públicos”. ¿Es esta una reacción defensiva para proteger a las empresas privadas frente a los intereses de la élite gobernante en las licitaciones, o acaso es parte de un programa para promover la transparencia? Cualquiera que sea su motivación verdadera, es una declaración necesaria pero insuficiente para poner en agenda y prevenir el cáncer nacional de la corrupción.

¿Y qué pasa cuando la corrupción hace colapsar el sistema desde adentro? ¿Existen acaso mecanismos correctivos? En julio del año pasado, por ejemplo, estalló un escándalo mayúsculo de corrupción en la Empresa del Aeropuerto Internacional (EAAI), una de las 58 instituciones públicas en las que existe representación de delegados de las cámaras del Cosep. El gerente de la EAAI, Orlando Castillo Guerrero, fue intervenido en el cargo, incluida la ocupación de sus residencias particulares y la toma de sus empresas familiares, presuntamente para investigar las operaciones anómalas de tercerización que realizaba en el aeropuerto la empresa Anyway Travel, originalmente vinculada a un hijo de la pareja presidencial, que opera como delegado plenipotenciario en los asuntos de Gobierno. Lo insólito es que la investigación en la empresa pública no la condujeron la Policía ni el Ministerio Público, sino operadores particulares del presidente Ortega, como si se tratara de un asunto de familia y no una cuestión de Estado. Al final, Castillo fue destituido del cargo y sustituido por otro funcionario, pero la investigación quedó sepultada en la impunidad, ante la indiferencia o incapacidad de los representantes del Cosep.

Cuando se derrumba el sistema institucional de rendición de cuentas, como ha ocurrido en Nicaragua, a la prensa independiente le toca jugar un rol extraordinario para promover la transparencia. Los periodistas no pretendemos ni podemos sustituir a los policías, jueces y contralores, que no cumplen con su obligación legal, pero la fiscalización del poder público y privado exige revelar lo que otros callan y generar una opinión crítica para promover el debate público.

En esa labor hemos contado con el apoyo tanto de funcionarios públicos honestos como de fuentes privadas, que comparten el compromiso a favor de la transparencia. La respuesta del régimen y su estrategia de “información incontaminada” ha sido erigir una política de acoso contra la prensa independiente que combina diversas formas de represión, exclusión en el acceso a las fuentes informativas, e intimidación, que va desde el espionaje y las presiones económicas, hasta la prohibición absoluta de anuncios publicitarios del sector público. En los últimos meses han surgido también voces intolerantes en el sector empresarial que han llegado al extremo de abogar por que la empresa privada deje de anunciarse en medios que critican el corporativismo autoritario y demandan transparencia. Afortunadamente son casos aislados, sin eco, de extremistas que no representan la diversidad y pluralidad del sector privado, en el que predomina un compromiso con los valores democráticos, empezando por la tolerancia y el respeto al papel profesional, independiente, y crítico de la prensa.

¿Es replicable el “modelo Cosep” en un régimen democrático?

El presidente Daniel Ortega es una persona muy inteligente. Yo le comenté que para los empresarios es muy importante el respeto al Estado Derecho y las instituciones democráticas, para lograr un buen clima de negocios. Él no me dio ninguna opinión sobre eso y más bien habló sobre otra cosa, pero estoy seguro de que escuchó y entendió lo que yo estaba diciendo.”

Un empresario de América del Sur.

La publicación el año pasado del Decálogo Democrático del Cosep fue acogida positivamente como un paso importante para poner en primer plano la importancia de la institucionalidad democrática para el desarrollo nacional. Pero una mera declaración de principios que han sido demolidos y siguen siendo violados de forma sistemática por el régimen de Ortega, no basta para mover la agenda del cambio democrático. Tampoco es cierto, como lo demuestra nuestra propia historia bajo el régimen de Somoza, que “haciendo crecer la economía, hacemos crecer la democracia”, como alega el presidente del Cosep.

Todos los estudios sobre desarrollo económico demuestran que la economía puede alcanzar altas tasas de crecimiento bajo regímenes autoritarios, sin que esto desemboque en democracia y, peor aún, sin garantías de sostenibilidad a largo plazo. El camino de la construcción democrática es tortuoso y demanda la existencia de fuerzas sociales y actores democráticos comprometidos con la creación de instituciones, que tarde o temprano representarán un contrapeso al poder autoritario.

Paradójicamente, aunque a primera vista contradice sus intereses de corto plazo, es en el interés de los grandes empresarios propiciar el desmontaje gradual del corporativismo autoritario, si de verdad tienen un compromiso con la estabilidad y el desarrollo sostenible del país. No se trata de que los gremios empresariales sustituyan a la oposición política o que renuncien al diálogo con el Gobierno. Por el contrario, es imperativo mantener y ampliar el diálogo con el poder para que sea inclusivo y le devuelva a la sociedad el derecho al debate público. Para empezar, urge establecer límites para frenar los abusos de poder, denunciar la corrupción y demandar que se investigue y se castigue, y terminar con las “misas negras” en que se deciden las leyes, restableciendo la transparencia pública.

El trueque entre ventajas económicas ahora e inestabilidad política mañana es un mal negocio a largo plazo. Los grandes empresarios están obligados a poner su propia cuota de transparencia y abrirse al postergado examen sobre el rendimiento de los subsidios y las exoneraciones fiscales que superan los 700 millones de dólares, equivalente a más del 7 % del Producto Interno Bruto. Cada año, el gobierno incumple su propia ley y no presenta la evaluación del rendimiento de las exoneraciones, ni ha formulado una propuesta para reducirlas, a pesar de las advertencias del mismo Fondo Monetario Internacional sobre la urgente necesidad de generar un colchón de ahorro fiscal. En diciembre del año pasado, en una entrevista televisiva, le pregunté a José Adán Aguerri si el Cosep se sometería a la revisión de las exoneraciones. Su respuesta inusitada fue que “siendo pragmático, uno no discute exoneraciones ni subsidios en un año electoral”, invocando como pretexto unas elecciones municipales sin autonomía municipal, en las que no está en juego ni siquiera el poder local.

La demanda que diversos sectores han hecho a los grandes empresarios para que pongan límites ante los abusos del poder y la falta de transparencia pública, no significa promover la confrontación con el Gobierno, sino alentarlos a que dejen de ser rehenes del autoritarismo. El discurso oficial, en el que cada vez hay menos diferencias entre el Gobierno y algunos líderes empresariales, aduce que se está convocando a una confrontación para descarrilar la economía. Pero la falacia se cae por su propio peso, pues la única confrontación que existe en Nicaragua es la que el régimen de Ortega ha impuesto contra el resto de la sociedad, cada vez que ésta reclama por sus derechos democráticos conculcados.

En la soledad del búnker de su oficina-residencia en El Carmen, el comandante Ortega tiene sobradas razones para celebrar que su régimen corporativista autoritario haya sido rebautizado como el “modelo Cosep”. La última versión delirante y disparatada es que el “modelo”, ya validado en Nicaragua, ahora estaría en una etapa de “adopción” en otros países latinoamericanos, empezando por nuestros vecinos de Centroamérica.

Pero ¿acaso es posible separar el diálogo económico con el Gobierno, con la ausencia de democracia y transparencia, y rendición de cuentas, que forma parte del mismo modelo? En una breve visita a El Salvador, hace unas semanas, entrevisté a líderes empresariales y analistas vinculados a la visión del sector privado y les pedí su opinión sobre el tema. Todos reconocen que sería deseable en su país un gobierno pro sector privado, que no intervenga en la economía de forma arbitraria como lo hace la administración del FMLN, pero ninguno quiere para El Salvador ni toleraría un régimen que conculque las libertades, y anule el contrapeso de las instituciones democráticas.

En otras palabras, a los grupos empresariales de los países de la región, les resulta ventajoso hacer inversiones y negocios bajo el esquema de Nicaragua, sin que eso valide al corporativismo autoritario como un modelo replicable, porque la otra parte de la ecuación, la dictadura institucional y la falta de democracia, les resulta intolerable. Al menos, eso fue lo que me dijo un influyente líder del empresariado salvadoreño: “nunca estaría dispuesto a anteponer mis intereses de negocios de corto plazo, sacrificando el interés general de la nación”.

Ciertamente, cuando el mensaje y la actuación del liderazgo empresarial se mimetiza con el discurso oficial de un régimen autoritario, las figuras públicas inevitablemente incurren en un costo reputacional que los caricaturistas son los primeros en detectar con la sátira de sus dardos. Ese es el oficio de los humoristas frente al poder en todas partes del mundo. Pero lo que deberíamos estar debatiendo en Nicaragua no es el derecho de los caricaturistas a criticar, que está fuera de discusión, sino el verdadero problema nacional que reclama una ruta de salida.

Sin democracia, y ahora con el desplome de la cooperación económica venezolana, el “modelo” actual, llámese Cosep, o corporativismo autoritario, carece de sostenibilidad a mediano plazo. Ese es el problema medular. Frente a esa encrucijada, el dilema de los grandes empresarios oscila entre el cortoplacismo, que conduce a la complicidad con el régimen y eventualmente a la incertidumbre, o empezar a convertirse, desde ahora, en actores democráticos para dejar de ser rehenes del autoritarismo y aportar a una solución duradera.

 

* Carlos Fernando Chamorro es director del periódico Confidencial de Nicaragua. Este artículo apareció publicado originalmente en Confidencial .

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