Columnas / Impunidad

El Salvador se ríe de sus víctimas


Martes, 26 de septiembre de 2017
El Faro

La masacre de San Blas ha sido, desde que El Faro la denunció en julio de 2015, el caso símbolo de las ejecuciones extrajudiciales cometidas por la Policía salvadoreña durante los dos últimos años. Y una sentencia judicial acaba de convertirlo en el símbolo de la nueva impunidad de un país en el que las autoridades y los principales liderazgos políticos desprecian el Estado de derecho y toleran o incluso aplauden la existencia de grupos de exterminio.

La madrugada del 26 de marzo de 2015 agentes policiales mataron a ocho personas en una finca del municipio San José Villanueva. Seis eran pandilleros de la Mara Salvatrucha. Consuelo, una mujer cuya familia vivía en la finca, escuchó las dos últimas muertes: primero, oyó cómo Sonia Guerrero, una muchacha de 16 años, suplicaba ante los policías y la voz de un hombre que le ordenó que se hincara mientras la insultaba. Luego escuchó un disparo. A continuación, escuchó a su propio hijo, Dennis, rogar por su vida mientras los agentes lo encañonaban. Escuchó también el disparo con el que lo ejecutaron.

Desde entonces, su suplicio no ha cesado: tres semanas después, desconocidos secuestraron y asesinaron a su hermano, que era la última persona que había hablado por teléfono con Dennis y le había aconsejado caminar hacia aquellos polícías armados y explicarles que no era pandillero. Luego vinieron las amenazas, muchas de ellas en forma de llamadas telefónicas desde el celular de su hijo asesinado, que desapareció de la escena del crimen. Y la necesidad de huir y buscar un nuevo lugar donde vivir. Y ya con el juicio en marcha, este mismo septiembre de 2017, el asesinato de su yerno, secuestrado también por desconocidos en un vehículo. Consuelo se ha convertido en una víctima perpetua.

Al Estado no le ha importado. Dennis era el escribano de la finca, pero durante los últimos dos años las autoridades de Seguridad Pública han sostenido que era pandillero, que iba armado y que él y las otras siete personas a las que aquel día mató la Policía murieron en un intercambio de disparos. El director de la Policía, Howard Cotto, y el ministro de Justicia y Seguridad Pública, Mauricio Ramírez Landaverde, defendieron entonces y sostienen aún que fue un operativo normal, que los agentes actuaron correctamente y no hay nada que investigar.

Que El Faro denunciara que Dennis y Sonia fueron ejecutados a sangre fría, y que había serias sospechas de que entre el resto de muertes hubo asesinatos o probables excesos de fuerza letal, no alteró el discurso oficial. La investigación periodística narró a detalle la masacre y la alteración de la escena por parte de los agentes; las pruebas periciales constataron que la Policía disparó 311 balas contra solo tres disparadas por las armas que aparecieron junto a los cadáveres; las pruebas forenses describieron cuerpos que presentaban entradas de bala por la espalda o, en el caso de la chica de 16 años, por la boca; uno de los cuerpos apareció debajo de una carreta con 20 entradas de bala pese a no llevar ningún arma de fuego; la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos certificó que lo ocurrido en la finca San Blas fue una masacre; el Departamento de Estado de Estados Unidos validó los indicios de que la Policía cometió crímenes allí. Pero el curso de la impunidad se mantuvo.

El fiscal general, Douglas Meléndez, dio por buena la versión policial de que aquello fue un enfrentamiento, ignoró las pruebas de la ejecución de la joven y un año y medio después del suceso decidió abrir juicio contra ocho policías —tres de ellos prófugos— por una sola bala: la que mató a Dennis. Convirtió una masacre en un único asesinato. Redujo un grupo criminal, que asesinó y encubrió, a una única pistola y un único dedo en un gatillo.

La absolución de los ocho acusados era previsible, pero no por ello resulta menos indignante. En su sentencia, anunciada la semana pasada, el juez del caso trató de denunciar la pantomima de la labor fiscal: leyó una por una la autopsia de las ocho víctimas para constatar lo absurdo de que se juzgara solo una muerte, y dio por probado que Dennis fue ejecutado apenas un instante antes de exonerar impotente a sus asesinos. El juicio terminó en burla.

Con su actuación en este caso, el fiscal Douglas Meléndez dilapidó una oportunidad valiosa para rescatar de la deriva el raquítico Estado de derecho salvadoreño. No solo tenía la responsabilidad de convertir el de San Blas en un caso ejemplarizante que ayudara a detener la grave corrosión democrática de la Policía y sentar una postura firme ante las turbas —y los coros políticos— que piden para El Salvador venganza en lugar de justicia. También tenía el deber de dignificar a las víctimas, reivindicar la valentía de Consuelo al denunciar y dejarle claro que el Estado también es ella. No lo hizo. En un momento crítico para el país, el fiscal falló.

Desde que el actual gobierno lanzó su nueva estrategia de seguridad en enero de 2015, los crímenes cometidos por agentes policiales se han convertido en una peligrosa constante. Las denuncias por abusos se han multiplicado al tiempo que se disparaban las cifras de muertes causadas por balas de la Policía. El Ejecutivo, lejos de preocuparse por ello, ha presumido regularmente de la cantidad de muertes causadas por las fuerzas de seguridad y de forma macabra especifica en sus reportes diarios el número de muertos que son presuntos pandilleros según la versión inicial de los mismos policías que les han dado muerte. Como una sentencia sin juicio. Como un atenuante —o incluso un logro— político.

No ha importando a las autoridades que en numerosos casos denunciados por los medios de comunicación haya evidencias sobradas de alteración de la escena del crimen o de descarado encubrimiento. Al actual gobierno del FMLN no parece importarle que, justo cuando se celebran 25 años de los Acuerdos de Paz que debían alumbrar una nueva era de Estado de derecho, El Salvador haya sido denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por este patrón de ejecuciones. Si bien no hay pruebas de que las ejecuciones formen parte de una política de Estado, sí es obvio que lo es la tolerancia de estos crímenes.

El Salvador es desde hace años uno de los países más violentos del planeta. Hace años que la mayoría de salvadoreños, especialmente los más pobres y excluidos, como Dennis, como Consuelo, está sometida cada día a la brutal dictadura de terror de las pandillas, que patrullan municipios, colonias y fincas gobernando fuera de la ley a golpe de pistola, matando impunemente. Ahora además esos salvadoreños deben temer de otros asesinos, uniformados y con licencia para matar. Con licencia del Estado.

Además de mostrarse incapaces por décadas de reducir el poder y el impacto de esas pandillas, las autoridades de Seguridad Pública y la Fiscalía —perdida en algún punto entre la complicidad, la negligencia y la ineptitud— se burlan de las víctimas, sobre todo de las víctimas más débiles, y las condenan a sufrir también el abuso, los crímenes impunes, de quienes patrullan vestidos con la legitimidad y la autoridad de un uniforme policial.

 

Fe de errata:
Por error, en la versión inicial de este editorial se decía que Dennis Alexander Hernández Martínez era menor de edad cuando fue ejecutado en la Finca San Blas. En realidad tenía en ese momento 20 años. 

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