El Ágora / Cultura

De la guerra de ‘Salvador’ al país de los deportados y las pandillas

Tanto ayer como ahora, reporteros y cronistas extranjeros acuden al país no solo para reportar tales estragos, sino también con la idea de correr un poco el telón de la violencia para apreciar mejor las motivaciones de sus personajes.

Martes, 24 de octubre de 2017
Carlos Fuentes Velasco

Hace poco leí Salvador (Vintage Books, 1983), ensayo de la célebre escritora estadounidense Joan Didion. El libro sintetiza la visita de Didion a El Salvador en 1982, ofreciendo al lector norteamericano una mirada a la guerra civil en nuestro país. Didion visitó repetidas veces Centroamérica para escribir periodismo y ficción basados en la región. Salvador combina dicha capacidad de observación con un estilo claro y agudo, más que apropiado para la conflagración de los años ochenta.

También leí hace poco un reportaje de The New Yorker titulado The Deportees Taking Our Calls (Los deportados contestando nuestras llamadas). La pieza fue esrita por el periodista Jonathan Blitzer y en ella se discute la floreciente industria de los call centers en El Salvador, y su recurso humano clave: salvadoreños deportados de Estados Unidos.

Al leer ambas piezas uno termina con una conclusión escalofriante: aunque separados por 35 años de historia, tanto Didion como Blitzer pintan a El Salvador con tonos similares: la adversidad es el tinte dominante, el hilo conductor es la situación de extrema violencia, filamento que enhebra la mayoría del material sobre nuestro país en la prensa internacional.

Usualmente la cobertura sobre nuestro país adquiere la forma de breves notas que giran alrededor de elevadas cifras de muertos y actos de violencia barbárica. Hay trabajos ligeros y otros más profundos, pero esencialmente los periodistas que intentan explicar el contexto violento actual son, como Didion en los ochenta, observadores de esa nuestra cruel cotidianeidad.

Mi interés en el trabajo de Didion y Blitzer radica en la capacidad de articular un El Salvador más profundo y contradictorio, un país cuya complejidad escapa las estadísticas. En los siguientes párrafos ofrezco algunas observaciones sobre estas dos piezas.

Gracias a su reputación en el ámbito literario, Didion gozó de considerable acceso en su visita. El libro alterna entre observaciones al desplazarse dentro del país y la interpretación de entrevistas con personajes como el embajador estadounidense Deane Hinton y el presidente de El Salvador, Álvaro Magaña. Por el contrario, Blitzer se enfoca en empleados de call centers que fueron miembros de pandillas y sufrieron el humillante proceso de deportación. La importancia de esta divergencia yace en las diferentes motivaciones detrás de las palabras.

Didion tiene como objeto criticar la administración del presidente Ronald Reagan, acusando su falta de visión a largo plazo y atención a las atroces violaciones de derechos humanos por parte del gobierno salvadoreño. Didion explica que “el anti-comunismo” fue “la carnada que los Estados Unidos siempre mordería”. Sin embargo, la escritora evita discutir a profundidad el contexto de la Guerra Fría, presentando en su lugar las idiosincrasias locales:

En El Salvador uno aprende que los buitres optan primero por los tejidos suaves, van por los ojos, los genitales expuestos, la boca abierta. Uno aprende que una boca abierta puede ser usada como énfasis, puede rellenarse con algo emblemático; rellena, digamos, con un pene, o, si el énfasis tiene que ver con el título de un terreno, rellena con un manojo de tierra de ese lugar.

Es en pasajes como este que los dotes de reportera y novelista convergen para presentar una imagen simultáneamente detallada y surreal.

El reportaje de Blitzer también evalúa el impacto de las políticas de EUA en nuestro país: “Al asumir el cargo en 2009, el presidente Obama deportó a 2.7 millones de personas, más que cualquier administración. Ciento cincuenta y dos mil son salvadoreños, y alrededor del veinte por ciento ha vivido al menos cinco años en Estados Unidos”. El reportero explica que los principales beneficiarios de este masivo éxodo—orquestado por el gobierno norteamericano—son las operadoras de call centers en El Salvador, todas empresas de capital estadounidense.

Blitzer, sin embargo, balancea este cinismo cuando resalta que estos empleos suelen ser la única opción para los recién deportados, que a menudo carecen de conexiones y soporte social en un país que, a pesar de ser el que los vio nacer, es prácticamente extraño e inhóspito.

Blitzer relata la historia de Eddie Anzora, quien nació en El Salvador pero vivió en California entre las edades de dos y veintinueve años. Anzora empezó a trabajar en un call center tan solo un mes luego de haber sido deportado, a principios de 2007. El artículo celebra la naturaleza emprendedora de Anzora (por breve tiempo dueño de un estudio de grabación especializado en música rap en Los Angeles), quien forma parte del creciente fenómeno de las escuelas especializadas en inglés para call centers. Blitzer enmarca el progreso de Anzora, de empleado a pequeño empresario, como un optimista rayo de luz en el nublado panorama salvadoreño.

De manera similar, Didion diluye los aspectos más mórbidos de su relato mediante una dosis de humor. No puede faltar la mención de la ya muy famosa Coca-Cola en bolsa. Sin embargo, el momento más memorable e irónico del libro tiene lugar la noche del 18 de junio de 1982. En el relato, la velada comienza con una cena con el pintor Victor Barriere, nieto del general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador entre 1931 y 1944. Didion identifica a Hernández Martínez como una de las inspiraciones detrás de El Otoño del Patriarca, novela de Gabriel García Márquez, para luego hacer mención de las fascinación de Hernández Martínez con temas esotéricos. Una afición también aplicada a la vida pública del país que estuvo bajo su control, puesto que según la información citada por Didion, Hernández Martínez 'dependía de complejas fórmulas mágicas para la solución de problemas nacionales.' La entrevista con Barriere no se limita a las excentricidades de su ilustre abuelo, ya que el pintor también ofrece opiniones acerca de hechos más recientes. Barriere califica a Monseñor Romero (asesinado solo dos años antes) como 'un verdadero fanático' y sugiere que la izquierda política planeó su asesinato. 'Tenemos que preguntarnos quien se benefició. Piénselo, Joan'.

Concluido el encuentro con Barriere, Didion regresa a su hotel. Esa noche el entonces Hotel Camino Real es lugar de una animada fiesta. Aun presa de la confusión causada por el pintor, la escritora es incapaz de conciliar la miseria del país en general y la algarabía de sus clases acomodadas. La disonancia continúa en el bar del hotel, en cuya televisión se transmite el certamen Señorita El Salvador. Durante la coronación de Señorita San Vincente, Didion observa que las otras cuatro finalistas reaccionan 'con un poco menos de la gracia acostumbrada en estas ocasiones'. Ganar la presea, Didion especula, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte para una joven y su familia, dado que—como los tiranos de García Márquez—las reinas de belleza suelen gozar de privilegios conferidos por altos militares y políticos.

Pasados veintidós minutos después de la medianoche el país es sacudido por un terremoto de 7.2 en la escala de Richter. Didion, conmocionada por la repentina calamidad, observa como los salvadoreños en su mayoría simplemente se sacudieron el polvo y retornaron a la cotidianidad a la mañana siguiente. Por el contrario, la cronista cuenta como el edificio de la Embajada Estadounidense sufrió graves daños esa noche. Reforzado para soportar ataques de artillería, el peso de la armazón exterior fue la causa del percance estructural. La narración establece una comparación entre la aparatosidad contraproducente de los norteamericanos y la resignada elasticidad de los salvadoreños. Con tantas impresiones en la cabeza, la estadounidense reflexiona acerca del hasta entonces implausible realismo mágico de los novelistas latinoamericanos. Luego de una vertiginosa noche, 'empecé a ver a García Márquez bajo una nueva luz, como un escritor realista', plantea.

Percepciones acerca de las contorsiones lingüísticas de los salvadoreños no pueden faltar en estas dos piezas. Blitzer, por ejemplo, cuenta como en los call centers los empleados que antes vivían en Estados Unidos se llaman a si mismos deportistas (en lugar de deportados), aplicando así un poco de humor a una situación adversa. La evolución de las actitudes frente al idioma inglés es también interesante. Con el fin de la guerra a principios de los noventa, Blitzer explica que los salvadoreños percibían el inglés como una amenaza novedosa, una lengua asociada con miles de deportados implicados en las maras. Hoy en día, por el contrario, el inglés es considerado como una oportunidad de superación, especialmente para aquellos que quieren mejorar su situación trabajando en un call center donde la paga es, en promedio, superior a la del salario mínimo (300 dólares).

Con respecto a nuestro uso del lenguaje, el pasaje más memorable de Didion es agudo y escalofriante:

'Desaparecer' es en español tanto un verbo transitivo como intransitivo, y esta flexibilidad ha sido adoptada por quienes hablan inglés en El Salvador, por ejemplo, John Sullivan fue desaparecido del Sheraton; el gobierno desapareció a los estudiantes, no habiendo situación o palabra equivalente en los países de habla inglesa.

Observaciones como esta hacen que valga la pena leer e informarse sobre lo que extranjeros escriben sobre nuestro país. Al comparar dos retratos de El Salvador (pasado y presente) nos damos cuenta que la dicotomía entre el progreso y el retroceso del país ha estado acompañada por una constante y transversal violencia. Un trauma de país que no es un invento o una fórmula para vender de libros y revistas, sino el factor determinante para generaciones de salvadoreños que sufrieron la violencia de la guerra, y ahora sufren la violencia de las pandillas y las deportaciones.

Tras los Acuerdos de Paz, los salvadoreños siguen siendo objeto de toques de queda, aunque la guerra haya finalizado hace 25 años. Si antes era el Estado, a través del Ejército, ahora son las pandillas las que los convocan. El fin de la guerra y la paz abonaron al desarrollo del país, fortaleciendo la libertad de expresión y de asociación, por ejemplo, pero seguimos siendo una sociedad en la que muchos callan a la fuerza; ahora son otros los perpetradores, pero reaparecen las desapariciones, las mutilaciones, la impunidad.

Tanto ayer como ahora, reporteros y cronistas extranjeros acuden al país no solo para reportar tales estragos, sino también con la idea de correr un poco el telón de la violencia para apreciar mejor las motivaciones de sus personajes.

Desde los años de la guerra civil hasta el presente (y sin perspectiva de cambio inmediato), la violencia los llama. Sin embargo, el periodismo con una dimensión creativa es capaz de sumergir al lector en la condición humana, generando así empatía y entendimiento.

Carlos Fuentes Velasco es graduado de posgrado en literatura de la Universidad McGill en Montreal, Canadá y director cultural de la  Fundación Igualit@s. 
Carlos Fuentes Velasco es graduado de posgrado en literatura de la Universidad McGill en Montreal, Canadá y director cultural de la  Fundación Igualit@s. 

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