Columnas / Desigualdad

Fue el Estado quien condenó a El Espino


Jueves, 17 de mayo de 2018
Wilson Sandoval*

Luego de diversas batallas legales, la comunidad El Espino se vio obligada a desalojar la propiedad que por décadas ha sido su hogar. El juez Antonio Palma, acuerpado por la Policía Nacional Civil, llevó a cabo un acto que, si bien puede ampararse en la ley, no puede ser considerado como un acto de justicia. No al menos cuando con tal acto se menoscaba la dignidad de seres humanos y, por lo tanto, se atenta contra los derechos básicos de toda persona.

He tenido la oportunidad de acompañar a ciertas comunidades frente a órdenes de desalojo. Recuerdo perfectamente las secuelas que estos causan en los pobladores: la incertidumbre, inseguridad y la desesperanza suelen ser las principales angustias incluso más allá de las pérdidas materiales. No existen palabras para poder ilustrar adecuadamente el impacto de perder un hogar. Los derechos que se ven afectados ante los desalojos forzosos son diversos: derecho a la no discriminación, derecho a una vivienda adecuada y seguridad de la tenencia, derecho a la alimentación, derechos de niñez y las mujeres, etc. Por ello, estas acciones se encuentran prohibidas en virtud del derecho internacional, por su amplia afectación y gravedad.

Reducir el desalojo de la comunidad El Espino a un ámbito meramente legal y contemporáneo no es lo indicado. Detrás de los desalojos existen problemas estructurales que han permeado por décadas en la sociedad salvadoreña, como la pobreza y la desigualdad que algunos desestiman como temas de agenda. El tema de los asentamientos y desalojos no es reciente y tiene sus orígenes incluso en la llamada época de oro del café, en la cual familias que hoy por hoy ostentan una enorme riqueza despojaron a campesinos de sus tierras con el fin único de lucrarse mediante el cultivo del café, pasando la tierra a estar en manos de muy pocos. La complicidad del Estado en ello fue evidente, promulgando leyes que así lo fomentaron y permitieron.

La no actuación del Estado salvadoreño ante el desalojo de las familias de El Espino es una evidencia clara de una política pública por omisión. Es necesario derribar el mito de que las políticas públicas deben siempre estar por escrito o en un programa. Algunas veces simplemente se omite actuar desde el Estado, esperando que las circunstancias y otros actores sociales o privados resuelvan la problemática, sin intervenir. Este es el caso del derecho a la vivienda en el país: mercantilizada y bajo el control privado. Cuando la propiedad privada está siempre sobre los derechos fundamentales de las personas, las comunidades y asentamientos pobres del país no pueden encontrar una solución a su problema habitacional. El mismo Estado condena a esas comunidades a vivir en una situación precaria, llena de incertidumbre jurídica y sin la defensa necesaria para enfrentar el argumento de la propiedad privada. Este argumento, al provenir de los que ostentan mayores recursos, siempre ha de resultar ganador, aunque ello signifique atropellar la dignidad de los grupos vulnerables. Curiosamente, la única intervención del Estado en el caso de El Espino fue cuando se decidió sobre su futuro sin siquiera haberlos tomado en cuenta, como se les había prometido, durante la administración del expresidente Antonio Saca. Tal y como lo indicaba monseñor Romero: “la justicia es igual a las serpientes. Sólo muerden a los que están descalzos”.

¿Cuánto tiempo más deben esperar las comunidades para ser un punto en la agenda pública? Lamentablemente, es casi seguro que, pasados los días, el interés y la indignación se disuelvan en las redes sociales y medios de comunicación. Sin embargo, los problemas de fondo se quedan. El acceso a la vivienda está sujeto a los intereses mercantilistas, a la falta de políticas públicas centradas en la persona humana y a un Estado con diversas crisis: de incompetencia al no saber hacer, de impotencia al no poder hacer y de inobservancia, ya que, aun sabiendo o pudiendo hacer, no hacen.

La sociedad no debería ser cómplice de esta situación y nos queda el deber de fomentar un Estado que se deba a los derechos humanos. Ese Estado solo se construye apelando a gobernantes que no se escuden bajo la siempre cómoda actuación por omisión. La intervención del Estado no debe verse “voluntaria”, la misma Constitución indica: el origen y fin de la actividad del Estado es la persona humana. Es ante estas instancias que son importantes destacar las palabras de Masferrer: “Toda criatura, por el simple hecho de nacer y de vivir, tiene derecho a que la colectividad le asegure, mediante una justa y sabia organización de la propiedad, del trabajo, de la producción y del consumo, un mínimum de vida íntegra, o sea, la satisfacción de las necesidades primordiales”.

Wilson Sandoval es coordinador del Centro de Asesoría Legal Anticorrupción (ALAC) de la Fundación Nacional para el Desarrollo (FUNDE). Es candidato a la Maestría en Dirección Pública por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Maestro en Ciencia Política por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y abogado por la Universidad de El Salvador.
Wilson Sandoval es coordinador del Centro de Asesoría Legal Anticorrupción (ALAC) de la Fundación Nacional para el Desarrollo (FUNDE). Es candidato a la Maestría en Dirección Pública por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Maestro en Ciencia Política por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y abogado por la Universidad de El Salvador.

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