Columnas / Política

El Salvador y las opciones de Nicaragua

La administración del presidente Sánchez Cerén ha guardado un injustificable silencio ante la represión gubernamental nicaragüense que se ha cobrado ya más de un centenar de vidas en dos meses de protestas.

Domingo, 3 de junio de 2018
El Faro

La administración del presidente Sánchez Cerén ha guardado un injustificable silencio ante la represión gubernamental nicaragüense que se ha cobrado ya más de un centenar de vidas en dos meses de protestas.

Son conocidos los históricos vínculos entre el FMLN y el Frente Sandinista, y el apoyo personal de Daniel Ortega a la lucha revolucionaria salvadoreña. Pero de eso han pasado ya tres décadas que atestiguan una transformación aberrante del comandante sandinista: de revolucionario a autócrata, corrupto, millonario y al frente de un régimen de corte neoliberal.   

Pero la descomposición del actual escenario en Nicaragua brinda al gobierno salvadoreño una inesperada posibilidad de adquirir protagonismo y liderazgo regional: la de abanderar una posible salida a la crisis del país vecino.

La violenta represión perpetrada la semana pasada contra las protestas antiorteguistas han enrarecido, y prácticamente eliminado, toda posibilidad de diálogo y por tanto de salida pactada internamente en Nicaragua. Después de una esperanzadora visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, treinta personas han sido asesinadas en una semana. La mayoría de estas muertes han sido atribuidas por todas las organizaciones de derechos humanos a grupos antimotines y paramilitares afines al régimen Ortega-Murillo.

La Conferencia Episcopal ha suspendido la mesa de diálogo instalada apenas tres semanas atrás y reitera que no hay condiciones para ninguna negociación e incluso las principales cabezas del sector privado, cómplices del régimen Ortega-Murillo, comienzan a darle la espalda.

Casi todos parecen tener claro que la permanencia de Ortega es insostenible y que será necesaria una reforma electoral y una convocatoria a elecciones extemporáneas. Lo que falta por acordar son los tiempos y las condiciones de la salida de la pareja presidencial. Y es justamente aquí donde un gobierno como el de Sánchez Cerén, libre de las sospechas que Ortega podría tener sobre otros, podría ser particularmente útil. Porque la salida a esta crisis, cada vez se hace más evidente, pasa por algún tipo de acompañamiento internacional.

La OEA ha sido bienvenida por el gobierno, aunque las declaraciones del Secretario General han hecho honor a su reputación de negligente para solventar crisis, como bien saben los venezolanos y los hondureños.

Pero de los gobiernos latinoamericanos, y de su capacidad para ayudar a Nicaragua a solucionar de manera pacífica y ordenada un proceso irreversible, dependerá también que el país no quede a merced de la agenda de Estados Unidos, algo que sería muy inconveniente para la región, particularmente con la actual administración Trump.

Los nicaragüenses viven hoy un periodo de altísimo riesgo, el más oscuro desde el fin de la dictadura de Anastasio Somoza. Los primeros interesados en que vuelva la paz somos los centroamericanos.

Pero dada la poca idoneidad de los mandatarios de Honduras y Guatemala (uno en el poder mediante un fraude y con el control institucional de todo el aparato de Estado; el otro inmerso en una profunda crisis de legitimidad y bajo acusaciones de fraude), el momento llama al gobierno salvadoreño a liderar, junto con el costarricense, un proceso que permita una solución pacífica a la actual crisis.

El presidente Sánchez Cerén tiene así una oportunidad única de reivindicarse, para no terminar su administración con el lastre de haber callado ante las barbaries de sus aliados en Venezuela y en Nicaragua.

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