Columnas / Migración

El éxodo de los niños migrantes

Los apodos, dormir en el suelo y la falta de comunicación son difíciles, pero a juzgar por los flujos masivos de migración entre nuestro país y los Estados Unidos, cualquier cosa es mejor que la pobreza, marcada por la miseria y el miedo, que se vive en las comunidades más pobres.

Lunes, 18 de junio de 2018
Héctor Silva Hernández

Cuando llegué a vivir a Silver Spring, Maryland, una ciudad a 20 minutos en carro desde Washington, D.C., tenía 13 años. No hablaba muy bien inglés, nunca había estado en Estados Unidos antes y aunque yo no me percataba, según mis compañeros de escuela, me vestía raro. Me inscribí en la escuela primaria Silver Spring International (SSI) para cursar octavo grado. Solo estuve en SSI un año antes de cambiarme de escuela para entrar a la secundaria, pero los pasillos de esa escuela serían mi introducción al funcionamiento de la sociedad estadounidense desde una de las ciudades más diversas, de uno de los estados más diversos, de Estados Unidos.

La escuela le hacía honor a su nombre. Contaba con estudiantes provenientes de alrededor de 24 países. En el día a día, la escuela funcionaba bajo una jerarquía silenciosa, como cualquier otra escuela. Lo diferente en SSI eran los parámetros que establecían esta jerarquía, entre los cuales se encontraban: la raza del estudiante, su país de origen y, los más importante, si podía hablar inglés o no. Los estudiantes blancos, que esporádicamente se juntaban con estudiantes de otras razas, almorzaban en una mesa. Lo estudiantes afroamericanos, que esporádicamente se juntaban con blancos y latinos, almorzaban en otras mesas. Los latinos que hablaban inglés y que ya tenían varios años de vivir en Estados Unidos o que habían nacido ahí almorzaban en otras mesas. Sin embargo, había un grupo de varias docenas de estudiantes que no interactuaban nunca ni con los blancos, ni con los afroamericanos, ni con los otros latinos: los recién llegados.

Los recién llegados la pasábamos mal. Yo, aunque estaba en ese grupo, me encontraba en una situación privilegiada: en mi casa, vivía solo con mis padres y mi hermana, tenía mi propio cuarto, hablaba suficiente inglés para defenderme y nunca me hizo falta nada. Muchos de mis colegas recién llegados no corrían la misma suerte; algunos compartían un cuarto con toda su familia. Otros ni siquiera vivían con su familia nuclear, sino que con tíos, amigos o familiares que habían logrado llegar al norte. Los que peor suerte tenían no hablaban ni una palabra de inglés y pasaban todo el día en clases de refuerzo. La única niña de la escuela que quedó embarazada ese año, preparándose para ser madre a sus 13 años, era recién llegada.

El término “recién llegado” lo utilizo para sustituir los calificativos que los otros grupos nos habían proporcionado: spick, beaner y el peor de todos, chanchi. Según los autores del calificativo, el término chanchi servía para describir a un sujeto latino, usualmente centroamericano, que no hablaba inglés y que utilizaba los pantalones caídos y se ponía bastante gel en el pelo. A los recién llegados nos insultaban, nos excluían y en el mejor de los casos, nos ignoraban.

La vida de un centroamericano recién llegado no es fácil y es justamente esa vida la que, con suerte, le espera a los más de 2,000 niños detenidos en las facilidades tejanas del Departamento de Seguridad Nacional. Los apodos, dormir en el suelo y la falta de comunicación son difíciles, pero a juzgar por los flujos masivos de migración entre nuestro país y los Estados Unidos, cualquier cosa es mejor que la pobreza, marcada por la miseria y el miedo, que se vive en las comunidades más pobres. La desagradable experiencia del recién llegado es injusta, pero es casi inevitable, o quizá, incontrolable.

Lo que sí es prevenible y controlable son los abusos contra los derechos de la niñez que la administración del presidente estadounidense Donald Trump está perpetrando en los centros de detención de inmigrantes en Texas y Arizona. En estos centros, los niños centroamericanos, luego de ser separados de sus padres, viven por semanas en estructuras metálicas que parecen servir como jaulas, a temperaturas tan bajas que ha llevado a los medios de comunicación a describir los centros como “hieleras.” En pleno 2018 estamos frente a una crisis humanitaria que lanzó su primera advertencia en 2014, cuando miles de niños trataron de cruzar la frontera en los meses de junio, julio y agosto, con el objetivo de huir de la violencia y la pobreza que los acechaba en sus comunidades. El gobierno de Estados Unidos, entonces dirigido por el demócrata Barack Obama, en respuesta, aprobó cientos de millones de dólares en ayuda para los países del Triángulo Norte. Es comprensible que la Alianza para la Prosperidad aún no dé frutos, considerando que tanto en El Salvador como en Guatemala y Honduras, la corrupción sigue a la orden del día.

En medio de la crisis actual, el Gobierno de El Salvador, encabezado por el presidente Salvador Sánchez Cerén, en su apatía, no ha hecho más que emitir un pronunciamiento blando que no le resuelve ninguno de sus problemas a las familias separadas en la frontera sur. La Asamblea Legislativa, que ha financiado ya un par de viajes a diputados en esta legislatura, se ha tardado demasiado en concretar una comitiva para verificar las condiciones de los niños salvadoreños en la frontera estadounidense.

La solución a esta crisis está, en el largo plazo, en la creación de oportunidades laborales y la erradicación de la corrupción y las estructuras de crimen organizado que son los cánceres que carcomen a la sociedad salvadoreña a diario. Eso está claro, pero la solución necesaria, ahorita, ya, mañana mismo, pasa porque el Gobierno de El Salvador deje de hacer nada y actúe a la altura que esta crisis humanitaria exige. Que el presidente mismo, o el vicepresidente, o el canciller, o los diputados o alguien, por dios, vaya a Estados Unidos a velar por el bienestar de nuestros niños. Se pasan campañas enteras gastando millones de dólares para decirle a la gente que, de ser electos, van a estar a su lado. Pues fueron electos, vayan, háganlo, defiendan a nuestros niños utilizando todos los canales políticos y diplomáticos que la ley permite. Si no pueden hacer nada, por lo menos vayan y acompañen a nuestros niños y denuncien la crisis ante el mundo. Sean valientes. Estoy seguro que muchos lo haríamos si tuviéramos los medios, pero por ahora, los encargados son ustedes. Presidente, diputados, funcionarios: protejan a nuestros niños y no nos defrauden, una vez más.

*Héctor Silva Hernández es graduado de Ciencias Políticas de la Universidad de Massachusetts. 
*Héctor Silva Hernández es graduado de Ciencias Políticas de la Universidad de Massachusetts. 

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