Columnas / DESIGUALDAD

Ni invasores, ni delincuentes: El Espino resiste

Tampoco cuestiono que la situación en la que vivía la comunidad en algún momento requería de una solución jurídica, política o la que fuese. Lo que pongo a consideración va más al fondo. El problema es que hemos vuelto absoluta a la propiedad privada. La hemos desvirtuado de lo que en realidad es

Lunes, 2 de julio de 2018
Benjamín Schwab

“El Espino es una tierra muy valiosa. Valiosa por naturaleza y valiosa económicamente.” Así comenzó Nelson Recinos, presidente de la ADESCO de la Comunidad El Espino, su exposición durante un foro que fue organizado hace poco más de un mes por la UCA y varias organizaciones sociales. El auditorio estaba repleto.

Es este valor económico de la tierra el que se ha convertido en la principal maldición para la comunidad y la ha puesto en el ojo del huracán. El pasado 17 de mayo, el fallo de José Antonio Palma Trejo, juez de paz de Antiguo Cuscatlán, pretendió poner el punto final a un maratón jurídico que a lo largo de décadas involucró a distintos gobiernos, la familia Dueñas -actuales propietarios del terreno en cuestión- , una cooperativa codiciosa y diversos abogados y jueces corruptos.

Ese mismo día, un total de 54 familias que forman parte de la Comunidad El Espino, ubicada sobre el Bulevar Cancillería en Antiguo Cuscatlán,  fueron desalojadas sin previo aviso y violando varios derechos humanos en el proceso. Hasta esta fecha, la comunidad lleva 40 días de estar viviendo literalmente en la calle, en un campamento improvisado y bajo un plástico negro para protegerse de la lluvia.

Tuve la oportunidad de acompañar a la comunidad, en varias ocasiones durante el desalojo y las semanas posteriores, junto con otros voluntarios y organizaciones de la sociedad civil. Ahora que ha pasado un mes y medio del desalojo, las cámaras y los periodistas han desaparecido y las organizaciones e iglesias que con mucho entusiasmo y esfuerzo apoyaron a la comunidad para solventar las primeras necesidades se asoman cada vez menos a la comunidad.

Mientras mujeres, hombres, niños, recién nacidos, ancianos y enfermos siguen aguantando las adversidades del clima bajo el cielo abierto, para el resto de la sociedad El Espino parece haber pasado de coyuntura. Claro, muchos dirán que hay otros problemas más graves y más urgentes que atender. Y sí, hay otras comunidades en situaciones similares. Como si esto fuera poco, en la cobertura mediática y el discurso político varios hechos fueron distorsionados; lo cual, de alguna manera, dejó un mal sabor del caso El Espino.

Tenemos un gobierno que, a través de su Secretaría de Participación Ciudadana y el FONAVIPO , trata de lavarse las manos diciendo: “Hemos intentado todo, pero, al final, la comunidad no aceptó nuestras propuestas.” Tenemos las voces en redes sociales y en los pasillos del mundo real que acompañan las declaraciones del gobierno con comentarios como, “¡Son invasores!”,  “¡Son usurpadores de la propiedad privada!”, “Está bien que los hayan sacado de ahí.”

No le haría justicia a la comunidad si nos quedáramos con esta versión de la historia y es por eso que quiero retomar algunos elementos que parecemos haber olvidado del caso El Espino. Quizás la más natural de las preguntas en un contexto tan violento puede sonar ingenuo, pero no puedo dejar de hacérmela: ¿Y en qué momento perdimos la empatía? Uno bien puede cuestionar la condición legal en la que se encontraba la comunidad, pero difícilmente podemos aplaudir cuando más de 150 personas son echadas a la intemperie en pleno invierno.

Para empezar, las familias desalojadas ni son, ni fueron invasores. “Mi madre nació en la comunidad. Tiene 63 años. Mi padre llegó a cortar café, ahí la conoció. Se casaron y tuvieron tres hijos. La casa que botaron el 17 de mayo… en esa casa viví toda la vida. Nos arrancaron nuestra vida. Nos arrancaron algo de aquí [señala su corazón] y duele.” Esto lo dijo Patricia Jacinto , parte del liderazgo de la comunidad en el mismo foro en la UCA. La historia de Yolanda Hernández es similar y así la de muchas de las 54 familias: “Mi papá y mi mamá llegaron a la finca para cortar café. Yo nací aquí. Aquí nació mi hija. Hice mi vida también aquí.”

Las familias que actualmente conforman la comunidad son, en gran parte, descendientes de los colonos de la familia Dueñas que tras las reformas liberales de la segunda mitad del siglo XIX y el auge del café se convirtió en una de las familias más ricas e influyentes del país. Algunos llegaron a la finca en 1932, otros después en los años sesenta y setenta ganando por décadas salarios de hambre que no superaban los 15 centavos de colón por quincena.

Sin duda, el concepto de la propiedad privada en El Salvador cumple con cierta función y tiene su marco legal que hay que respetar. Tampoco cuestiono que la situación en la que vivía la comunidad en algún momento requería de una solución jurídica, política o la que fuese. Lo que pongo a consideración va más al fondo. El problema es que hemos vuelto absoluta a la propiedad privada. La hemos desvirtuado de lo que en realidad es, un concepto, una idea, y la hemos convertido en ley natural.

Por cordura, por humanidad, tenemos que reconocer que el derecho a la propiedad privada nunca puede estar por encima de otros derechos más vitales como lo son el derecho a la vida o el derecho a la vivienda digna y adecuada. Además, el derecho a la propiedad privada, ciertamente, no contempla la acumulación desmesurada de tierras para la especulación. Ya en 1979 Monseñor Romero encontró duras palabras de denuncia para esto cuando dijo: “No es justo que unos pocos tengan todo y lo absoluticen de tal manera que nadie lo pueda tocar, y la mayoría marginada se está muriendo de hambre.”

Las que aplaudieron el desalojo eran las mismas voces que, pocos días después, reaccionaron con indignación cuando gran parte de la comunidad rechazó la oferta monetaria que le había hecho el gobierno: “¡No les den nada!”, “Son unos haraganes”, “¡Que les cueste como a todos nos ha costado!”, “Son unos aprovechados”, “Son un nido de delincuentes”, “A ellos les gusta la vida fácil”.

Sí. Vivimos en un mundo cada vez más individualista. Hemos extinguido en gran medida la solidaridad. Ante la ausencia de proyectos colectivos y perspectivas reales que den seguridad y orientación en la vida, no podemos más que defender el propio proyecto individual. Otras lógicas no caben ahí. Quizás es por eso que la respuesta que Patricia Jacinto lanzó con voz quebrada hacia sus acusadores no es oída:

“Nosotros nunca hemos pedido dinero. Nosotros no necesitamos dinero. Nosotros queremos una vivienda digna, donde nuestros hijos pueden vivir tranquilos como hemos vivido todo este tiempo. La comunidad El Espino siempre ha sido una comunidad tranquila, pacífica y segura. Ahí nunca hemos conocido de pandillas. Nuestros jóvenes son jóvenes estudiantes, jóvenes honestos, jóvenes honrados y no queremos que saliendo de ahí les vaya a pasar algo a nuestros hijos. La vida de mis hijos y l a vida de los jóvenes de nuestra comunidad no vale 4,000 ni 12,000 dólares, señores. La vida de nuestros hijos vale mucho más y no necesitamos dinero. Exigimos al gobierno que nos cumpla el convenio. Es lo único que le hemos pedido en todo este tiempo de lucha. No necesitamos dinero del gobierno.”

El convenio que el gobierno de Calderón Sol firmó en 1995 es una de las pequeñas victorias parciales en todos estos años de lucha y, en teoría, le garantiza a la comunidad una solución sostenible a su situación de vivienda. Pero como dice Patricia Jacinto, la comunidad sigue esperando.

Ni haraganes, ni aprovechados, ni delincuentes. El proyecto colectivo de la comunidad El Espino representa una contrapropuesta al proyecto hegemónico de esta sociedad: el de los muros y los portones, el del cuento de la seguridad privada y la felicidad hipotecada. En un tiempo en el que ya pocos conocen a sus vecinos, El Espino habla en primera persona plural.

Y esto no se queda en palabras, también se traduce en práctica. Los habitantes enfrentaron el desalojo en colectivo. Juntos levantaron las primeras tiendas de campaña improvisadas para cubrirse de la lluvia. Juntos cavaron las fosas sépticas para prevenir enfermedades. Juntos velaron en plena vía pública a doña Hilda, miembro de la comunidad quien había falleció de forma repentina menos de un mes después del desalojo. Juntos dijeron “no” a todos los intentos de dispersar y desintegrar a la comunidad. Sospecho que fue esa mística colectiva la que contagió a tantas personas y organizaciones a solidarizarse con las familias durante los primeros días del desalojo y aún empuja a quienes siguen llegando.

En su resistencia, las familias de El Espino rescatan la palabra “comunidad”, que hoy en El Salvador es sinónimo de desgracia y maldición, y le devuelven su dignidad original. Creo que, más que atacar y condenarlas, como sociedad nos conviene escuchar a comunidades como la de El Espino y muchas otras, pues también nos pueden devolver algo a nosotros, algo que hace tiempo hemos perdido: la humanidad y la esperanza.

 

Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Reconciliación a partir de las víctimas” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados a la construcción de paz y el desarrollo humano en varios países. 
Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Reconciliación a partir de las víctimas” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados a la construcción de paz y el desarrollo humano en varios países. 

* Benjamin Schwab es investigador en el proyecto de investigación teológica “Violencia y Redención” de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Estudió teología y ciencias sociales en Alemania, Los Países Bajos y El Salvador y ha trabajado como investigador y consultor en temas relacionados a la construcción de paz y el desarrollo humano en varios países.

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