El Salvador / Memoria Histórica

“Juan Pablo II solo escuchaba a los que hablaban mal de Romero”

A los 26 años, recién llegado de Guatemala, el sacerdote Rafael Urrutia fue llamado por monseñor Romero para hacer las veces de canciller adjunto del Arzobispado. Así ingresó al círculo íntimo del arzobispo de San Salvador, seis meses antes del asesinato. Años después, Urrutia se convirtió en el copostulador de la causa para la canonización de dos salvadoreños: Romero y Rutilio Grande. Nunca antes, dice, recibió amenazas de muerte. Hasta ahora.


Martes, 9 de octubre de 2018
Carlos Dada

La suya es la oficina de un romerista. Rodeado de retratos, de cuadernos con los ejercicios espirituales y las homilías del santo, de sus escritos… Rafael Urrutia ha dedicado muchos años a estudiar no solo a monseñor Romero sino también a Rutilio Grande, el sacerdote jesuita asesinado en 1977, pocos días después de que Romero asumiera el Arzobispado de San Salvador.

Urrutia prepara ahora su peregrinación a Roma para asistir a la canonización de Romero, rodeada de eventos protocolares y reuniones con cerca de cinco mil peregrinos salvadoreños a los que su oficina ayuda a preparar el viaje. “Preferiría verlo por televisión, en alguna mesa romana con un buen vino y un queso parmesano”, dice.

En estos días, cuando la Iglesia Católica celebra al mártir salvadoreño, Urrutia recuerda los últimos meses de Romero, abandonado por la mayoría de los obispos de su propia Conferencia Episcopal. “Algunos estaban habituados a estar al servicio de la oligarquía… Para ellos, Romero era el antiobispo”, dice.

¿Cómo eran las reuniones con Romero para discutir las homilías dominicales?

Cada sábado a las 4 pm nos reuníamos en el comedor del Hospital de la Divina Providencia para eso. Asistían (Ricardo) Urioste (vicario general de Romero), (Fabián) Amaya (vicario de Chalatenango), Roberto Cuéllar (abogado a cargo de la Oficina del Socorro Jurídico), Rafael Moreno (jesuita). A veces, llegaba Héctor Dada (político), Ignacio Ellacuría (jesuita), Mariano Brito (canciller del Arzobispado), la señora (Doris) Osegueda (secretaria de Romero) y yo.

Cuénteme la última, la del 22 de marzo de 1980.

El 22 estábamos todos menos Héctor Dada. Después de las lecturas de cuaresma hicimos la reflexión de la palabra de las lecturas dominicales. Él preguntó cuáles eran los problemas más urgentes que había que iluminar. Al final, Romero comentó haber recibido una carta de un soldado, “en la que me dice que le da mucha pena cumplir las órdenes que les dan de asesinar a sus hermanos campesinos y él se siente mal ante Dios de tener que cumplir esta orden. Entonces les hago esta pregunta: ¿Es lícito que en mi calidad de pastor responda a los soldados que ante una orden inmoral de matar a sus hermanos campesinos deben escuchar la voz de Dios?”. La respuesta estuvo dividida. Unos le dijeron que hacer ese llamado era muy peligroso y podía poner en mayor riesgo su vida. Eso pensaban Amaya, Brito, hasta donde recuerdo. Hubo una discusión entre Urioste y Ellacuría. Era lícito, decía Ellacuría, que un pastor llamara a obedecer la voluntad de Dios. Yo me quedé congelado. No supe qué responder. Tenía 26 años apenas. Entonces Cuéllar advirtió que podía ser un llamamiento ilegal. Romero dijo: “Déjenme meditarlo”.

Monseñor Rafael Urrutia, copostulador de la causa de monseñor Romero ante El Vaticano, fotografiado en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Monseñor Rafael Urrutia, copostulador de la causa de monseñor Romero ante El Vaticano, fotografiado en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Poco después supo qué había decidido, junto al resto del país…

Cada sábado, después de esto, cenábamos y él y yo rezábamos el rosario. Como a las 8 u 8:30, él leía algún comentario bíblico o el Concilio Vaticano II, y él terminaba su esquemita para la homilía. Después se ponía de rodillas frente al crucifijo que tenía frente a su cama desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Los sábados no dormía. Se quedaba en oración permanente. Allí me di cuenta de dónde le venía la sabiduría de sus palabras. La fuente de su predicación era esa oración de rodillas frente a Cristo crucificado, durante toda la noche.

¿Eso es normal para un sacerdote?

Eso es normal entre los santos, dedican mucho tiempo a la oración. Entre clérigos es normal que oremos, pero no tan largas horas. En sus cuadernos espirituales habla del uso de la disciplina y del silicio, que es una especie de pincho con alambre de púas. En el seminario nos lo hacían usar los viernes de cuaresma a todos, pero él se disciplinaba todos los miércoles y viernes. Eran penitencias por sus propios pecados. Ahora ayunamos en vez de la disciplina. Monseñor además ayunaba. Era un asceta, casi un místico.

¿Cómo es que usted a los 26 años andaba ya metido en cosas tan importantes? ¿Cómo llegó tan joven a canciller del arzobispado?

Yo lo conocí cuando me iba a ordenar sacerdote. Vine de Guatemala el 23 de octubre de 1978 y fui a presentarme con él para que me destinara a una parroquia. Él me ordenó sacerdote y él pagó mi almuerzo de ordenación. Después me fui de párroco a Chalatenango. Me pidió que regresara a San Salvador el 19 de noviembre de 1979, como canciller adjunto, porque a Mariano Brito le había dado un infarto y necesitaba alguien mientras se recuperaba. Después, cuando Brito regresó, me mantuvo en el equipo para lidiar con las disputas, me dijo.

Supongo entonces que a usted le encomendó lidiar con los obispos de la Conferencia Episcopal…

Las relaciones con la Conferencia Episcopal eran entre hermanos pero tirantes.

Hay hermanos que se sacan cuchillos. Allí había obispos perversos.

Sí. Algunos estaban habituados a estar al servicio de la oligarquía. Y Romero pues era diferente. Ante ellos era un antiobispo, manipulado por la izquierda comunista. No había mucha relación entre ellos.

¿Cómo respondían a las calumnias de obispos contra Romero? ¿Le tocaba a usted responder?

No. Como respuesta a los ataques de los obispos, Romero nos invitó al silencio y la oración.

¿Y quién llevaba las relaciones con las organizaciones populares?

Romero y Urioste y Moreno.

Usted llegó al final del arzobispado de Romero. Tengo la impresión de que él se sentía abandonado por Juan Pablo II. ¿Alguna vez expresaba lo que pensaba del Papa?

Le dolió en el corazón cómo lo recibió el Papa y así lo expresaba. El Papa no escuchaba otras voces más que las que le hablaban mal de Romero.

Pero tampoco parece que Juan Pablo II, un polaco recién llegado a Roma, entendiera muy bien la situación en El Salvador y la lucha pastoral de Romero.

No. Pero especialmente Juan Pablo II no entendía la relación de Romero con las organizaciones político populares del país, que coincidía a veces en las palabras hacia los pobres con las de la izquierda.

¿Se sentía abandonado?

Él lo expresaba así. Alguna vez nos dijo directamente: “Me siento solo y abandonado y a veces reacciono con ustedes, que están cerca de mí, de manera impropia. Les pido perdón”. Yo lo vi llorar en su soledad y me impactó mucho que una vez, sobre su crema de espárragos, caían sus lágrimas. Lloraba. Nos dijo: “Demuéstrenme que estoy equivocado y le voy a pedir perdón al pueblo el domingo. Si algo no puedo hacer es engañar al pueblo”. Eso fue en sus últimas semanas.

Monseñor Rafael Urrutia, quien a sus 26 años fue, a petición de monseñor Romero, canciller adjunto del Arzobispado, fotografiado durante una entrevista ofrecida al periódico El Faro, en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Monseñor Rafael Urrutia, quien a sus 26 años fue, a petición de monseñor Romero, canciller adjunto del Arzobispado, fotografiado durante una entrevista ofrecida al periódico El Faro, en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.

¿Usted recibió amenazas por trabajar con él?

Yo nunca recibí amenazas de muerte, hasta ahora que llevo la causa de Rutilio Grande (sacerdote salvadoreño asesinado en 1977, amigo cercano de monseñor Romero). He trabajado entre sangre de mártires todo el tiempo, pero Dios me ha preservado la vida. Rutilio me recibió en el seminario. Con Alfonso Navarro trabajé cuando tenía 16 años y ahora soy párroco de su iglesia. Yo venía en el mismo vuelo que las religiosas de Estados Unidos. Veníamos de Managua. Cuando bajamos del avión me ofrecieron llevarme a San Salvador. Pero ya había alguien esperándome, y solo por eso no me fui con ellas. Al siguiente día por la mañana me enteré que las habían matado en el camino (las monjas estadounidenses Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y la misionera laica Jean Donova fueron violadas y asesinadas el 2 de diciembre de 1980 por miembros de la Guardia Nacional).

Dice usted que hasta ahora lo amenazaron. ¿Cómo lo amenazaron?

Sí, hasta hace poco me amenazaron por primera vez. Vino un señor al confesionario y me dijo: “No he venido a confesarme. Solo he venido a decirle que ya soportamos lo de (la canonización de) Romero, pero no lo de Rutilio. Ya basta”. No se identificó. Se levantó muy educadamente y se fue. Eso fue el año pasado.

El postulador, monseñor Vicenzo Paglia, dijo que hubo muchos obstáculos para la canonización de Romero.

Eran políticos del país. La oposición de la clase poderosa. Pero más fue la oposición de los cardenales más pudientes en Roma, como los colombianos Alfonso López Trujillo (Presidente del Consejo para la Familia) y Darío Castrillón Hoyos (prefecto de la Congregación del Clero). Le pusieron muchas trabas. Cuando terminamos la postulación, en Roma avanzó notablemente los primeros años. En el 2000 vino la primera traba, en torno a la ortodoxia de Romero. Es decir, si las enseñanzas son conforme al Evangelio y al magisterio de la Iglesia. Se tardaron como cinco años para decir que su doctrina era católica, que era un obispo católico y su ortodoxia también. Me pidieron todos los casetes con las grabaciones de Romero, para confirmar que correspondían con las transcripciones, porque sospechaban que yo las había cambiado. Luego inventaron estudiar la ortopraxis de Romero; es decir, si su pastoral era conforme a la pastoral de la iglesia y concluyeron que así era. Después le pusieron un dilata, que es como secuestrar la causa para retenerla por la oportunidad de la misma. Es decir, porque consideraron que no era oportuno en ese momento. Eso fue durante el papado de Benedicto, pero en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero mire, después como que se alinearon las cosas. Benedicto renuncia y llega Francisco…

Pero entiendo que quien desbloqueó la causa fue Benedicto.

En el viaje de regreso de Brasil a Roma, Benedicto dice que Romero es un mártir. Así desbloquea la causa. Pero en la Congregación marcha a paso lento. Cuando llega Francisco, la Conferencia Episcopal de El Salvador le pide al Papa que acelere la causa de Romero.

También dijo Paglia que algunos embajadores salvadoreños obstaculizaron el proceso.

A mí, monseñor Rivera y Damas me aconsejó no acercarme a los embajadores salvadoreños en Roma. Nunca tuve relación con ellos.

Además de Paglia en Roma, aquí fueron usted y Jesús Delgado quienes documentaron la postulación de monseñor Romero. ¿Cómo afectó la separación de Jesús Delgado, tras las acusaciones en su contra?

No afectó en nada. Mire, cuando terminamos el proceso diocesano yo aún era muy joven para enfrentar la causa en Roma. Yo mismo le pedí a monseñor (Fernando) Sáenz Lacalle que nombrara a Jesús Delgado para que él fuera el postulador, porque él conocía mejor a los obispos en Roma y sabía cómo eran los movimientos. Pero el postulador tenía que vivir en Roma, por eso el postulador es monseñor Paglia. Por eso la separación de Jesús Delgado no afectó el proceso. Él hizo un gran trabajo de documentación histórica para la causa. Para la historia. Y eso no tiene nada que ver con sus otros problemas (Delgado fue suspendido por la Iglesia Católica en noviembre de 2015, tras haber admitido que durante ocho años abusó de una menor de edad, empezando cuando tenía apenas nueve, en la década de los ochenta).

Que yo sepa, es la primera vez en la historia que la iglesia considera mártir, es decir que ha muerto defendiendo la fe, a alguien cuyos asesinos eran también católicos. Y sé que esto complicó también el proceso de canonización. Pero si ya ha sido aprobado es porque han reconocido su martirio. ¿Cómo explican el martirio de monseñor Romero, si compartía la misma fe con sus asesinos?

A la iglesia le ha costado mucho entender esto. En la praxis nunca había sucedido. El odio a la fe es a la fe creída y a la fe vivida. La justicia es una de esas virtudes de la fe vivida. Sus asesinos odiaban su fe creída y vivida. Ambas.

El Papa habló de las dos muertes de monseñor Romero…

Eso lo dijo Francisco en octubre de 2015. Se refería al martirio material de monseñor Romero, del 24 de marzo de 1980, y a otro martirio, el del silencio en general en la iglesia institucional, que lo enterró.

No solo la iglesia, El estado salvadoreño, desde su gobierno, minimizó la figura de Romero hasta ignorarla. Pero el pueblo mismo la mantuvo viva muchos años. A pesar del estado.

Nunca fue ignorado por los pobres. Y en la iglesia, a pesar del silencio institucional, siempre hubo quienes lo defendieron desde el primer día: monseñor Ricardo Urioste, el cardenal Rosa Chávez y el nuncio monseñor (León) Kalenga. Fue él quien le trajo primavera a la causa de Romero. Mezcló su evangélica diplomacia con la caridad fraterna. Y por supuesto monseñor Rivera y Damas. Y la gente, que sintió suyo a Romero y Romero sintió suyos sus sufrimientos y sus asesinatos y sus desapariciones y su miseria. Siempre los sintió suyos.

Por eso extrañó tanto que, en la ceremonia de su beatificación en El Salvador del Mundo, los lugares de honor estuvieran todos reservados para políticos, empresarios, funcionarios, y diplomáticos. Mientras que todos aquellos que lo cargaron en sus hombros todos esos años estaban afuera, en la calle, marginados del evento oficial…

Sí, así fue. Son los protocolos del Vaticano.

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