A diferencia de otras campañas, esta vez se nos han ofrecido más espacios para conocer, de primera mano, a los aspirantes a la presidencia del país. La capacidad organizativa de la Universidad de El Salvador, la UCA y de ASDER y AUPRIDES nos ha proporcionado insumos necesarios para conocerlos, en tiempos de desinformación y de comunicación mediada por computadora. Gracias a estos encuentros hemos tenido una aproximación a su personalidad, cara a cara, sin ediciones ni condiciones controladas por ellos. Considero que este es un buen comienzo para fomentar en las audiencias el ejercicio democrático de escuchar y evaluar, aunque no les guste, las posturas de todos los contendientes a la presidencia.
Presencié todos los 'debates' presidenciales transmitidos por televisión y por Facebook Live. Escuché los vítores u abucheos de los jóvenes en el auditórium de la UCA con cada fórmula presidencial. Fui testigo del seguimiento, la cobertura y preparación rigurosa con la que cada debate se iba desarrollando y la forma en que cada organizador estableció las reglas del juego. ¿Por qué? Porque los debates se diseñan para que los candidatos se desempeñen profesionalmente y demuestren su garbo (no matonería), preparación y capacidad de presentar información, conocimiento y competencias para resolver los problemas del país frente a una audiencia.
No sé si por el poco conocimiento de la naturaleza del formato, o por lo incipiente de su aplicación en El Salvador, al menos formalmente, que los candidatos nos quedaron debiendo un debate. Aunque muchas notas dieron este nombre en sus coberturas, las participaciones estaban diseñadas para plantear puntos de vista de manera lineal y monótona. Presenciamos exposiciones de ideas en formatos variados, pero no vimos ninguna deliberación sobre la mejor forma -plantada por cada aspirante- de dirigir el país. En pocas palabras, vimos cómo los candidatos conversaron, hicieron “apariciones conjuntas” y dieron semi conferencias de prensa de carácter público o a puerta cerrada. Debate, no hubo. Me lo deben.
Rieke, Sillars y Peterson (2005), en su libro Argumentación y toma de decisiones críticas, sostienen que los debates presidenciales en Estados Unidos son una rutina en procesos electorales, generan expectativa y su ejecución dista mucho del ideal. Lo mismo pasa aquí, en El Salvador. Queríamos ver su desempeño, la calidad de sus respuestas, la forma en que diagnostican la presente gestión y cómo la suya puede mejorar nuestras condiciones de vida. Al menos, en esta ocasión, las audiencias salvadoreñas no presenciamos debates “porque los candidatos no confrontan directamente, cuestionan o refutan los puntos de vista mutuos”.
Por esto extrañé la riqueza de antecedentes, datos e información, la capacidad de enunciar una proposición, de explicar más detalles de esta y de cerrar con evidencia. Aunque los eventos se enmarcaban como un pacto entre caballeros, la caballerosidad denotaba excesiva condescendencia hacia las posturas, acertadas o no, de los postulantes a la presidencia. Me faltó “personalidad de mandatario en la presentación”, manejo de contexto y conocimiento profundo de los problemas del país.
Me rebalsó la falta de propuestas, de temple de los candidatos y la falta de honestidad al no reconocer los errores de gobiernos y gestiones anteriores. Faltó, además, la poca de honestidad para reconocer que algunas de las propuestas solo están diseñadas para dar seguimiento a muchos programas actualmente en ejecución o retomados de gobiernos de hace más de 20 años.
También me quedaron debiendo su conocimiento de estructura de gobierno, experiencia en gestión o resolución de problemas, análisis de situaciones y crisis y objeciones de puntos de vista. En definitiva, me debieron enfoques de los problemas de país que me dejen claro por quién me puedo decidir. Debo hacer una salvedad: en el Segundo Gran Debate Presidencial de ASDER y la Asociación de Universidades Privadas de El Salvador (AUPRIDES), Hugo Martínez, candidato por el FMLN, logró captar mi atención. Dejó el pacto de caballeros por un lado y proporcionó datos, manejo de contexto y apeló a una estrategia argumentativa que no puede ser usada por otros candidatos: su experiencia como funcionario de gobierno. Por unos minutos, se convirtió en un candidato seguro, con presencia y con conocimiento de la realidad del país y del funcionamiento del gobierno, además, de manejo de indicadores. Es decir, se redimió como un funcionario con carrera.
Los “debates” también me dejaron otro aprendizaje. Luego de leer las interacciones durante las transmisiones en redes, estoy convencida de que los salvadoreños debemos ser domesticados en lo que significa un debate racional y no una disputa. En primer lugar y, por más que los portales de contenido nos lo quieran enmarcar, los debates no son rines de boxeo. No sirve ver estos espacios desde la lógica, si la existe, de un knock out, de un empate técnico o el ganador del cinturón. Este tipo de “color” al cubrir estos eventos o al hacer un meme, solo sirve para enfatizar algo negativo de este proceso: el espectáculo, los puños, la violencia, lo poco sustancial y no lo informativo y formativo del espacio.
Necesitamos superar 'las ahuevadas' que los portales de contenido o páginas hiperpartidistas de humor reportaban para generar desinformación y popularidades enmarcadas en la astucia y no en el conocimiento. Correligionarios, fans, detractores o afines deben dejar los insultos para defender sus puntos de vista; dejar de usar expresiones como 'dar cátedra' para deslegitimar la formación académica y trayectoria de los entrevistadores o moderadores; limitar el emoji de los lentecitos oscuros para mostrar matonería o prepotencia y bajarle al “turn down for what” para mostrar exaltación o entusiasmo. Si no trascendemos esta forma de deslegitimar las posturas de otro, difícilmente servirán los esfuerzos de las universidades y otros agentes sociales para informarnos.
Tampoco contribuye comentar los debates con términos de conflicto. Se plantea que los debates son una guerra en la que 'destrozó' el argumento del adversario y se 'hizo pedazos' sus ideas. En la argumentación, no se destroza nada, solo la ignorancia, los enfoques tibios y políticamente correctos; se plantean frases claras, breves e informativas respaldadas con evidencia para demostrar que es cierto lo que decimos y que “la data nos respalda”. En los debates no sirve el discurso embellecido ni demasiado cortés. Existe un contraste de puntos de vista, de posturas y de desarrollo de planteamientos, no emociones.
Menos sirve enmarcar el debate como si se tratara de una final de La Liga entre el Real Madrid y El Barca, un “clásico,” pues. Ese enfoque sólo evoca fanatismos y opiniones enraizadas que no nos ayudan a ver lo importante: la presencia o capacidad de los candidatos para desenvolverse.
Finalmente, tampoco es útil preguntar, para justificar la ausencia de un candidato, si debatir es obligación. Esta pregunta distractora, además de superflua, me parece básica. Ningún candidato está obligado, en modo colegio, a asistir un debate presidencial. No, no es mandatorio y no está escrito en reglamento y tampoco está estipulado por la ley. Sin embargo, un candidato está obligado, nos debe a los ciudadanos su presencia en un debate. Estos espacios tienen el propósito de presentar a los postulantes frente a la ciudadanía con sus virtudes y sus defectos. Nos dan una oportunidad para ver las reacciones del funcionario, la calidad de sus respuestas, el manejo de los datos y, por qué no, su personalidad expuesta a situaciones de presión.
Los candidatos nos deben los debates no porque sean obligación, sino porque es su deber dar a conocer sus propuestas y validarlas con las audiencias y otros agentes ciudadanos (expertos, aunque este nuevo proselitismo no respete credenciales académicas) de este país. Es un deber ciudadano del que aspira a un cargo público exponerse y dar cuentas de lo que sabe y de lo que no, de lo que controla y lo que no; de sus carencias y sus fortalezas como funcionario.