Columnas / Política

A votar, aunque no sea la solución


Jueves, 31 de enero de 2019
El Faro

Ha terminado, por fin, una campaña larga, tensa y caracterizada por la demagogia, el intercambio de insultos y la ausencia de propuestas. El domingo 3 de febrero la ciudadanía se verá forzada a votar por uno de los cuatro proyectos políticos y sus candidatos sin que uno solo de ellos haya mostrado un compromiso firme con el diálogo, el intercambio de ideas, la transparencia y, sobre todo, la representación de los intereses de las mayorías. Ninguno de los cuatro ha honrado sin matices, con la decisión que cabe exigir a alguien que aspira a la jefatura de Estado, estos valores centrales de la democracia.

Aun así, este domingo estamos llamados, obligados por principio, a votar.

Elegir a nuestros representantes es uno de nuestros principales derechos, pero la Constitución los establece también como un deber. Lo hace porque la democracia requiere necesariamente de la participación de los miembros de la sociedad, porque en democracia el futuro se construye con la suma y articulación de nuestras diferencias de visión y criterio, porque en una elección no solo elegimos a quien ostentará un poder e impulsará y ejecutará medidas o estrategias, sino a quien debe representarnos en el intercambio de ideas y el debate democrático —con otros poderes del Estado, con otros actores nacionales, con otras naciones— del que deberían salir las políticas que mejor nos permitan avanzar hacia el desarrollo pleno de cada uno de los ciudadanos.

La democracia no es solo el gobierno de las mayorías —sobra decir que menos aún de una sola persona— sino el gobierno conjunto para las mayorías. Es decir, para que una democracia funcione no basta con que una mayoría elija a sus autoridades, sino que es necesario que estas autoridades sirvan en respeto al pluralismo los intereses de las mayorías. Y en nuestro país, las mayorías son pobres. Y sus necesidades y derechos no han recibido respuesta justa de ningún gobierno de las últimas décadas.

Probablemente por eso asistimos al final de una etapa. Desde los Acuerdos de paz dos partidos, dos extremas surgidas por y para la guerra en la década anterior, coparon el sistema político y se convirtieron, con su antagonismo ideológico y simbólico, en la razón de existir del otro. Hicieron política considerando al otro un enemigo definitivo, y cerraron espacios a nada que no fuera vencerlo. Nunca entendieron que el bipartidismo puede ser un motor de dos tiempos y se distribuyeron el poder de manera excluyente. Se disputaron ambos el mérito de la paz mientras ambos hacían que el país viviera en una permanente trinchera.

Eso, independientemente del resultado de esta elección, ha terminado.

Parte del mérito corresponde al candidato que encabeza hoy todas las encuestas, Nayib Bukele, que gestó su propio proyecto sobre los hombros del FMLN pero ya escindido de esa vieja bandera ha conseguido llevarlo hasta las puertas de casa presidencial. Es hoy quien más probabilidades tiene de ganar la elección. Pero mérito han tenido también Arena y el Frente en el desgaste de su propio pacto bipartidista: ambos han consentido la corrupción, perdieron el contacto con la población y sus cambios culturales y generacionales, y sobre todo fueron incapaces de impulsar un proyecto político que mejorara las condiciones de la gente. Si algo supondrá esta elección es el fin del dominio incuestionable de esos dos grandes partidos y de su capacidad de generar esperanza. Incluso si inesperadamente alguno de ellos se alza en segunda vuelta con la presidencia, el sistema se ha quebrado.

La pérdida de credibilidad de Arena y del Frente, y su incapacidad para inspirar a sus bases cansadas y especialmente a una generación entera de nuevos votantes, ha catapultado a Nayib Bukele sin que este necesitara, para simular tener un proyecto de país, más que prometer justamente terminar con el sistema bipartidista.

Bukele es un candidato populista. Su discurso no es sofisticado, ni propositivo, ni siquiera responsable. Pero las emociones y los deseos de un país cansado pueden ser suficientes para que haga historia con su campaña efectista y ligera.

Poco parece importar a sus seguidores el hecho de que se haya aliado con uno de los partidos más corruptos —que ya es decir— del país, Gana; o que haya presentado su plan de gobierno apenas hace unos días y se haya negado a debatirlo con otros candidatos o a responder a las preguntas más elementales sobre él: ¿con el apoyo de quiénes pretende llevarlo a cabo?, ¿cuál es su acuerdo con Gana?, ¿qué lugar ocupará en su eventual gobierno su clan familiar, habida cuenta de que sus hermanos y sus primos conforman su primer círculo de trabajo?, ¿qué espacio dará a personas que han sido clave en su campaña pese a gozan de una muy dudosa trayectoria, reputación o seriedad? Tampoco tenemos claro en qué empresas tiene intereses el candidato ni —tanto o más importante— quién financió su campaña. ¿Con quiénes tiene compromisos el candidato que promete liberarnos de las ataduras que arrastran los partidos tradicionales?

Ni siquiera sabemos cuál es la ideología de Nuevas Ideas, un partido cuyo secretario general presume de no tener ninguna. Bukele, pues, puede alcanzar la presidencia con la única promesa de destruir el sistema sin decir con qué piensa sustituirlo, más allá del culto a su personalidad.

Más aún, Bukele promete romper el bipartidismo sin tocar un ápice del vicio antidemocrático, la exclusión absoluta del otro, con que lo ejercieron Arena y el FMLN: Bukele no promete construir ciudadanía, sino que cultiva fans. Ha hecho valer su propia versión de la polarización insana, en la que todo aquel que no crea que él es la solución para El Salvador es tratado como un ciego o un agente de un sistema podrido. Frente a la demagogia imperante, ofrece la suya propia.

No son mucho mejores las alternativas tradicionales. Arena, después de un dudoso proceso de elección interna, ofrece como candidato al hijo de un poderoso empresario, sin experiencia política ni conocimiento acumulado del país que aspira a gobernar. Respaldado y financiado por la chequera de grandes empresarios, que son además hombres fuertes de su partido, y aupado de forma descarada por los dos grandes periódicos del país, representa a la derecha que cree que el fracaso de sus adversarios de izquierda legitima y justifica su regreso al poder. Calleja presentó su programa de gobierno incluso después de Bukele, y en él hay poco que diste de la visión tradicional que los grandes empresarios salvadoreños, cuyos capitales, en su mayoría, han crecido en detrimento de las condiciones de vida de los salvadoreños más pobres, tienen para un país que no comprenden. Calleja representa el modelo obsoleto, fracasado, injusto, del fortalecimiento de la economía a través de la concentración de grandes capitales y el derrame que nunca llegó. El suyo es un proyecto que se presenta como tecnocrático pero se aferra a la ideología de los primeros gobiernos de Arena.

Hugo Martínez, por contra, tiene mayor experiencia política y formación en administración pública. Pero es candidato de un FMLN que sigue atado a los rostros, la visión, e incluso las disputas internas de su vieja guardia. En los últimos 15 años el Frente ha renegado de las ideas y castigado las críticas porque las considera enemigas de su lucha. Se ha convertido en un partido a la vieja usanza, protector de la corrupción interna, aliado de corruptos externos, con el pensamiento oxidado y, sobre todo, traidor de su propio proyecto histórico. El FMLN fue incapaz de renovarse, de oxigenarse, y una vez acomodado en la corrupción del poder, de depurarse. Está comandado por una cúpula desconectada de los tiempos por los que corre el mundo y el país. Y su candidato no ha demostrado tener un liderazgo independiente de esa cúpula.

Para ser justos, habrá que mencionar que Martínez tiene una larga carrera de disidencia al interior de su partido: aunque tímidamente, acuerpó algunos de los movimientos -luego purgados- que ya hace más de una década exigían renovación ideológica y generacional del Frente; y se granjeó muchos anticuerpos al demandar después una mayor participación interna. Durante la campaña ha hecho algunos gestos: se quejó públicamente de que su partido usara la figura de Monseñor Romero para hacer proselitismo y se distanció, también tímidamente, de la postura del Frente ante el régimen de Daniel Ortega. Sin embargo, no pudo evitar que el partido le impusiera de entrada el lastre de su coordinador general, Medardo González, como jefe de campaña; y cuando este dijo, en plena campaña electoral, que un izquierdista no podía criticar el gobierno de Daniel Ortega, Martínez ni siquiera lo confrontó. Cuesta creer que Martínez, pieza silenciosa de los dos gobiernos del FMLN, podría renovar un partido agotado, cegado, sin fuerza transformadora. Asistimos al descalabro de uno de los proyectos políticos que estaba llamado a reivindicar e inspirar a la izquierda del continente.

Finalmente, Josué Alvarado cerró su campaña con un spot de televisión en el que su esposa nos garantiza que el candidato es un hombre de Dios. Poco más que decir de una propuesta que convierte de momento la idea de las candidaturas independientes en una simple anécdota.

Con esas opciones toca ir a votar. Y hay que hacerlo. Votar es nuestro nivel más primario de participación y la democracia no puede rescatarse sin la participación de los ciudadanos.

Pero no bastará con ir a las urnas. Los próximos cinco años, independientemente del resultado de la elección, serán políticamente muy complicados. Tendremos que demandar a los partidos y a los funcionarios públicos que rindan cuentas, que transparenten sus apoyos, intenciones y razones, que nos incluyan en la conversación. Que sean demócratas. Y que velen por los intereses de las mayorías. Habremos de hacerlo expresándonos, manifestando, protestando.

El Estado es nuestro, no de la camarilla que gane las elecciones. Merecíamos una campaña mejor, candidaturas mejores. Si no la hemos tenido, habrá que seguir exigiendo más transparencia, más y mejor debate, sin pausa, durante los próximos cinco años. El Salvador necesita una revolución democrática, estructural e institucional, no redentores.

Election officers walk by polling booths at the International Fairs and Convention Center in San Salvador, El Salvador on February 1, 2014, during preparations on the eve of the presidential election. AFP PHOTO/ Jose CABEZAS
Election officers walk by polling booths at the International Fairs and Convention Center in San Salvador, El Salvador on February 1, 2014, during preparations on the eve of the presidential election. AFP PHOTO/ Jose CABEZAS

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