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El tiempo de saber

Leonor Arteaga

La desaparición forzada incluye la sustracción de la víctima y la negación. Los familiares se enfrentan no sólo a la incógnita de dónde están, sino a estrategias de ocultamiento que se han puesto en marcha durante muchos años.
ElFaro.net / Publicado el 31 de Agosto de 2019

Anduvimos por todos lados:
por basureros, por la morgue,
por los penales, por los cuarteles
y en ningún lugar
nos daban referencia de ellos, de ellas.
En los cuarteles nos amenazaban:
nos decían que, si no nos íbamos,
ahí nos íbamos a quedar.
Pero nosotras los buscamos y,
cuando se sabía de cadáveres,
íbamos a ver si eran los desaparecidos.
Nunca pudimos saber de ninguno. 

Madre Guadalupe Mejía, CODEFAM

La desaparición forzada es uno de los crímenes que más daño produce: cuesta dar por muerta a una persona de la que no se sabe su paradero, aunque los años pasen. En esos casos, la esperanza casi absurda pero inevitable, de que aún estén vivos, se convierte en una tortura permanente.

Hace dos años, en julio de 2017, el entonces Presidente Salvador Sánchez Cerén, aprobó la creación de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Adultas Desaparecidas en el Contexto del Conflicto Armado en El Salvador (Conabúsqueda), una entidad encargada de atender las estremecedoras dimensiones del fenómeno de la desaparición forzada en medio de la guerra, que por casi dos décadas asoló a este país. Con cerca de 10 000 casos, la cifra supera a varias dictaduras del Cono Sur.

Surgida de la lucha de los familiares y basada en un decreto presidencial, la Comisión que inició labores en septiembre de 2018, hace parte del Ministerio de Relaciones Exteriores, pero opera con autonomía. Su nacimiento se dio en un momento político en el que se reabrieron las discusiones sobre el legado de atrocidades de la guerra, luego de que se dejara sin efecto la amplia Ley de Amnistía de 1993, aún marcadas por el miedo y la negación. Así, el Estado asumía como propias, por primera vez, las tareas de búsqueda.

Recién juramentado como presidente, Nayib Bukele dio muestras de empatía con las y los sobrevivientes de El Mozote desde el inicio de su gestión y afirmó que su gobierno continuará con la implementación de las reparaciones ordenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia sobre el caso de año 2012. Al mismo tiempo, dictaminó retirar el nombre de Domingo Monterrosa (quien fue uno de los responsables de esa masacre) de un recinto militar para evitar que se glorifique su figura. Más allá de estos valiosos gestos, sin embargo, la nueva administración no ha respaldado públicamente la búsqueda de desaparecidos del pasado, una deuda aún pendiente, que apenas se empieza a develar.

Desde el derecho, la desaparición forzada es un delito que se sigue cometiendo en tanto la persona no aparezca. Como crimen incluye dos cosas: la sustracción de la víctima y la negación. Los familiares se enfrentan no sólo a la incógnita de dónde están, sino a estrategias de ocultamiento que se han puesto en marcha durante muchos años. Se tienen que desmontar la política de encubrimientos que el mismo Estado y las alianzas entre los actores del conflicto han impuesto hasta hoy.

En el informe de la Comisión de la verdad se habla de 5 500 casos, pero en sus listados anexos las desapariciones son aproximadamente 3 800. Los grupos locales han manejado que los números ascienden a 10 000; este no es un dato comprobado, pero experiencias similares en el mundo indican que los registros oficiales suelen estar dos o tres veces por debajo de la realidad.  Más allá de las cifras, se trató de una práctica extendida, planificada desde el más alto nivel, para generar terror y borrar toda posibilidad de pensamiento distinto al establecido por las élites.

Los escenarios de las desapariciones fueron distintos, pero la mayoría de testimonios, especialmente en áreas urbanas, dan cuenta de personas que eran detenidas o secuestradas en sus casas o lugares públicos, generalmente a la luz del día, por actores estatales o paraestatales, llevadas a cárceles o sitios clandestinos, habitualmente torturadas y asesinados con posterioridad. Muchos cadáveres fueron arrojados en sitios abiertos como ríos o basureros, y otros enterrados en fosas secretas. En el campo, se desaparecieron personas en el marco de operativos militares de persecución a poblaciones que se concebían como apoyo de la guerrilla.

Mientras tanto, las investigaciones penales y administrativas, así como las acciones constitucionales, como el habeas corpus, eran absolutamente inútiles para detener tales crímenes y, mucho menos, para hacer que sus responsables fuesen conducidos ante la justicia.

A veces, desde una perspectiva jurídica, existe una línea muy fina entre ese crimen y las ejecuciones extrajudiciales cuando los cuerpos nunca fueron recuperados. Cualquiera sea el caso, los impactos de no conocer el destino final de la persona son igualmente devastadores; el común denominador es que a todos los familiares se les negó el conocimiento de lo que les pasó.

Hay que reconocer que las víctimas han resistido, han encontrado distintas formas de afrontamiento y lo han hecho sin la ayuda de instituciones públicas. La mayoría convive cotidianamente con el horror de la incertidumbre sobre lo que pasó, y quién lo hizo. Es importante trabajar para fortalecer la visión de que poseen capacidad de gestión. Su calidad de víctimas se da porque son personas con derechos, frente a un Estado que, debiendo protegerlas, las atropelló.

Aún hoy, el dolor se mantiene a flor de piel, incluso para las familias que migraron. Hace algunas semanas, Conabúsqueda concluyó una gira por varias ciudades de Estados Unidos, para fortalecer relaciones con funcionarios de ese país, organizaciones sociales y de derechos humanos, y la diáspora salvadoreña. Nuestras hermanas y hermanos piden respuestas, y ofrecen colaborar. Sus reclamos, al igual que el de las familias en El Salvador, cargados de frustración por los años de espera, pero con renovadas esperanzas, tendrían que ser escuchados. En caso contrario, se les obliga a un duro proceso de duelo inacabado, que dificulta emprender nuevos proyectos personales y colectivos.

La relación con quienes participaron en el conflicto, de ambos bandos, es lenta y muy compleja.  Institucionalmente la colaboración es escasa, pero a veces existen diálogos con exmiembros de niveles operativos. Con ellos se tienen dos escenarios: uno, que den información sobre casos puntuales y, dos, que den información que ayudaría a organizar otras búsquedas. Por ejemplo, información de dinámicas del conflicto y de inteligencia. Las implicaciones jurídicas en las que podrían verse involucrados son la principal inquietud. Es por ello que para lidiar con estas tensiones, Conabúsqueda tiene la facultad de mantener su identidad en reserva, sin que eso signifique un canje por impunidad.

En el caso particular de las mujeres desaparecidas y la violencia que estas padecen, no se sabe lo suficiente sobre la experiencia específica de aquellas que fueron víctimas de violencia sexual y de género en el marco de una desaparición forzada. Quienes sobrevivieron o sus familiares, por lo general han sido reacias a compartir sus historias con instituciones estatales. Otras hablan sólo después de muchos años.

Es frecuente que las mujeres que vivieron agresiones como resultado de una desaparición (por ejemplo, mientras buscaban a un ser querido) suelen sentir que hablar de sí mismas tiene menos importancia que hablar de la desaparición y encontrar respuestas sobre esta.

Es indispensable crear una estrategia intencionada a alentar la participación de las mujeres y un espacio adecuado para que hablen de su propia victimización.  Es un proceso que toma tiempo.

El silencio también victimiza
Uno de los mayores retos es posicionar la validez de buscar a quienes desaparecieron, aunque el tiempo haya transcurrido. Esa búsqueda, hasta ahora, ha estado en cabeza de los familiares y sus experiencias son de ausencia de apoyo, de no prioridad en la agenda pública, de indiferencia y soledad en relación con la institucionalidad. Aún no hay una narrativa conjunta, un piso mínimo desde el cual partir. La Fuerza Armada y el FMLN siguen basando sus historias de éxito en el silencio de sus filas, a quienes les demandan fidelidad, por sobre el Estado de Derecho.

Hay memorias en disputa, no tanto desde las víctimas y sus comunidades, sino desde quienes participaron en el conflicto y los sectores que los apoyan, que se han transformado en las voces dominantes a lo largo de casi treinta años desde el fin de la guerra. Muchas víctimas sienten como un agravio más el que sus perpetradores no hayan reconocido el daño ni se arrepientan.

Un primer problema para poder abordar estos procesos es la dificultad de reconocerlos y hablar de ellos. Lo duro de expresar el dolor, los apegos ideológicos, la frustración por la inacción estatal. Esto no sólo es un problema que mira hacia las víctimas, sino que afecta a la colectividad.

Un segundo asunto es lograr conocer de qué estamos hablando, el fenómeno de las desapariciones es extenso, pero no han existido suficientes investigaciones que profundicen en las averiguaciones de la Comisión de la Verdad, sus contornos no se saben con precisión: cuántas víctimas, cuáles responsables, patrones, sitios finales de entierro, mapa de fosas, entre otros. Conabúsqueda está trabajando para obtener datos que no se puedan negar. Habrá quien se oponga o quiera ver hacia otro lado, pero será más difícil. El desafío es grande, pero si la tarea se hace con la responsabilidad, con el respeto y con la entereza científica, personal y humanitaria que demanda este mandato, se van a sentar bases de convivencia y paz, y un Estado más robusto.

Un tercer tema es el limitado acceso a la información disponible. Cuando se emprende la búsqueda primero se planifica, para luego intentar obtener hallazgos y después la identificación. Todas esas actividades están sustentadas en algo común, que es la información. Por ejemplo, existe un Registro de Víctimas construido en años pasados desde el poder ejecutivo, pero dirigido a la reparación. Son piezas de un rompecabezas, el desafío es integrarlas, cruzar los datos.

Y, finalmente, el paso del tiempo: muchos testigos, familiares y perpetradores han fallecido o tienen edad avanzada y poca salud, y las posibilidades de identificación científica se reducen.  ¿Cuántas personas desaparecidas que dejó la guerra podrán ser localizadas? ¿Por cuánto tiempo habrá familiares que los busquen? No lo sabemos, pero las heridas de una época de represión no se cierran ni con la muerte de sus protagonistas. Ahí tenemos el caso de la guerra civil española: más de 70 años después, la verdad necesita salir a la luz.

Hasta antes de Conabúsqueda, encontrar desaparecidos de la guerra era parte del proceso judicial de investigación del crimen de desaparición. La amnistía que obstaculizaba la investigación no era impedimento para la búsqueda. Sin embargo, en la práctica, la Fiscalía no avanzó. La Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, así como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, hicieron un llamado a priorizar ciertos casos, a indagar con debida diligencia, pero nunca ocurrió. Por años, la inactividad –cuando no entorpecimiento– ha caracterizado la actuación de fiscales en relación a los más graves crímenes de la guerra.

Ahora, la misión es de carácter humanitario y extrajudicial para no hacer depender la búsqueda de un proceso judicial con lógicas de términos y formalismos. Es un cambio de paradigma. Sin embargo, debe haber canales de comunicación y cooperación entre el sistema de justicia y Conabúsqueda. Cómo esto va a operar en la práctica está por verse.

La historia se repite en el presente
En los últimos años se han visto nuevas desapariciones. Por un lado, adjudicadas a grupos criminales, y por otro, vinculadas a la exacerbada represión ejercida por la policía y la fuerza armada en el combate al delito. La Fiscalía General ha creado una unidad especializada para las desapariciones de la actualidad, lo cual es buena noticia. Pero para atender el fenómeno y ser efectiva, esta unidad debe entender primero a qué se enfrenta, construir análisis de contexto y trabajar con las familias, ganarse la confianza.

En general vemos que la respuesta estatal es casi la misma: se minimiza lo ocurrido, su localización depende –casi en exclusiva– del ahínco con el que sus seres queridos presionen a las autoridades y quizás, de la repercusión mediática del caso. Rara vez encuentran a las personas, vivas o muertas. A esa tragedia se le suma una discusión jurídica: en el país no existe legislación de ausencia por desaparición, por lo que los familiares tampoco pueden resolver cuestiones civiles o patrimoniales, todo queda en suspenso.

Hasta ahora, El Salvador parece poco dispuesto a reconocer las responsabilidades por las desapariciones forzadas del pasado y del presente. El contexto de impunidad sistemática y generalizada ha sido un continuo.  La búsqueda de larga data y en las causas recientes, se inserta en un Estado frágil desafiado por la violencia estructural y las redes de poder, en el cuál las víctimas son relegadas y las capacidades científicas son siempre mínimas.

Se sabe que la reconciliación entre miembros de sociedades es un proceso complejo, pero no se da por ley, se necesitan gestos públicos y creíbles que ayuden a honrar a las víctimas, a condenar la violencia y a dar digna sepultura a los muertos.

Quiero creer que Conabúsqueda es un indicador de que estamos en esa ruta, en otro escenario. Las razones para dudar sobran: el reciente intento de reinstalar una amnistía, la paralización de los programas de reparaciones, la justicia a cuentagotas; aun así, le apuesto a la búsqueda de verdad, a desafiar el mutismo. Necesitamos empujar entre muchos y muchas.

Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.
Leonor Arteaga Rubio es Oficial Sénior de Programa de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF), especialista en temas de justicia transicional.