Hay escenas con las que uno se topa desde el pasado sábado 19 de octubre en Santiago que parecen sacadas de una película de ficción: un supermercado enorme completamente saqueado y calcinado, aún humeando; familias enteras, jóvenes, adultos mayores, niños y niñas, barriendo y recogiendo con palas el hollín negro que cubre la estación de metro que conectaba su barrio con el centro de la ciudad, mientras militares armados cercan el acceso a la estación. No parece para nada ese Santiago de Chile, la capital del país con mejores índices de desarrollo humano de América Latina, que pinta el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD.
Al principio, el Gobierno pensó que el descontento era por el alza en la tarifa del metro -de 4 centavos de dólar-; pero las protestas masivas, los supermercados y farmacias saqueados, los buses y las estaciones de metro incendiadas, son resultado de la rabia que venía acumulándose desde hace 30 años. Todo esto es producto de la inequidad brutal de un sistema económico implementado en dictadura y mantenido en democracia, que puso al país a la cabeza del crecimiento de la región, ese al que Milton Friedman -el llamado padre del neoliberalismo- calificó de “milagro chileno”.
Pero para mí el milagro real es cómo sobrevive una anciana con 266 dólares mensuales -la pensión promedio para las mujeres- en un país donde el precio del pan, el arroz, los huevos y las papas, es de los más caros de la región. En que el sistema de salud pública está en crisis por falta de médicos especialistas y no alcanzan las camas en los hospitales; donde en promedio se espera 469 días para una cirugía traumatológica.
O quizás no sobreviven. El año pasado, Jorge Olivares le disparó en la sien a quien fue su esposa por 55 años y luego se suicidó. Ese día, ella iba a ser llevada a un asilo. Ambos eran mayores de 80 años. Cuando leí su historia en la prensa me pregunté, con el corazón apretado de rabia y desesperanza, si tenía sentido llegar a viejo en Chile, el país con la tasa más alta de suicidios de adultos mayores del continente. Entre los años 2010 y 2015, 935 personas mayores de 70 años se suicidaron. La tasa más alta se da en los mayores de 80.
Para mí el milagro es cómo una familia con un ingreso igual o menor a 562 dólares al mes -lo que gana la mitad de los trabajadores- puede enviar a un hijo a la universidad en un país que ha aparecido cuarto en los ránkings de aranceles universitarios más altos del mundo. O cómo paga la factura de electricidad -que sólo este año ha subido un 19 %- una persona que gana el salario mínimo: 423 dólares.
Hace cinco años, cuando llegaron al Congreso algunos dirigentes estudiantiles, que habían salido a las calles en 2011 para exigir educación pública gratuita y de calidad, propusieron que se redujera la dieta de diputados y senadores, que al día de hoy asciende a 13 000 dólares al mes. Los congresistas se burlaron de ellos, diciendo que eran jóvenes que no necesitaban mantener a una familia, que no tenían hijos; que ellos necesitaban esos 156 000 dólares al año para vivir. Que necesitaban ganar más de 30 veces el sueldo mínimo.
Ahora, en medio de las protestas y manifestaciones -que la primera dama, Cecilia Morel, comparó con “una invasión alienígena” en un mensaje de voz enviado por WhatsApp-, el Gobierno y la clase política hablan de crear “un nuevo pacto social” para hacerse cargo de las demandas de la ciudadanía.
Pero, al mismo tiempo, francotiradores apuntan sus armas hacia un grupo de personas que por primera vez sale a la calle a hacer sonar cacerolas cerca de Escuela Militar, uno de los sectores acomodados de la capital. En todo el país, militares y policías están lanzando bombas lacrimógenas, perdigones y balines, que ya han hecho que 45 personas pierdan la visión en alguno de sus ojos. Hay más de 3 500 personas heridas, casi 250 por armas de fuego. Más de 5 300 han sido detenidas - incluyendo a casi 300 menores de edad- y se registran casos de tortura, apremios ilegítimos y mujeres desnudadas en recintos policiales.
También hay 19 muertos. Algunos calcinados en saqueos, otros por impacto de bala de funcionarios militares, uno atropellado por un vehículo manejado por un efectivo de la Armada.
Es en este contexto que los congresistas están súbitamente dispuestos a discutir la rebaja de su dieta e incluso el número de ellos que debiese existir en el Congreso. Ahora la posibilidad de ganar menos dejó de ser motivo de burlas. También acaban de aprobar una ley propuesta por diputadas comunistas para disminuir la jornada laboral a 40 horas, aunque hace meses parecía ser una de las ideas más controversiales que los congresistas hubiesen escuchado.
Este martes 22 de octubre, el presidente anunció una serie de medidas para enfrentar la crisis, entre ellas un aporte estatal inmediato para aumentar el sueldo de quienes ganan el salario mínimo -una fórmula que nadie puso en la mesa cuando se decía que no era posible subir el salario mínimo porque aumentaría la cesantía- y un alza del 5 % al impuesto a la renta para las personas más ricas. Asimismo, de pronto todos están dispuestos a ceder posturas para una nueva versión de la reforma tributaria y dejar sin efecto la propuesta del Gobierno que buscaba una rebaja de impuestos.
Hasta esta semana se hizo posible que los viejos de mi país reciban un aporte adicional a esa pensión que por años los ha tenido en la pobreza. Y al menos tres grandes empresarios anunciaron que ninguno de sus trabajadores ganará menos de 857 dólares, mientras que 170 empresas se comprometieron a emparejar sus sueldos para disminuir la brecha entre los que ganan más y los que ganan menos.
Supongo que esto es un punto de partida o al menos una buena señal. Pero aún con ello la rabia no me deja dormir. Si era posible tomar todas estas medidas en menos de una semana, ¿por qué no se hizo nada antes? ¿Por qué debemos sacrificar vidas? ¿Cuántos ojos se tienen que perder?, ¿cuántos saqueos, incendios, mujeres desnudadas en comisarías?, ¿cuántos niños, niñas y adolescentes deben ser detenidos, para que la clase política decida legislar en favor de la mayoría de los chilenos?
La respuesta debe, sin duda, venir de aquellos que tienen el poder, para que tomen decisiones que nos favorezcan a todos y no sólo a su clase o grupo político de turno; para que asuman la responsabilidad de construir las condiciones que permitan una vida digna para todos y todas, redistribuir la riqueza de manera justa, desconcentrar el bienestar, materializar la justicia social en un país que está tercero en el índice de desigualdad de ingresos de la OCDE.