Columnas / Desigualdad

Manosear niñas (no) es delito (en El Salvador)

El silencio generalizado ante la violencia se rompió. Y empezó a resquebrajarse por la grieta de los abusos sexuales . En los juzgados salvadoreños, solo 1 de cada 10 denuncias de abusos a menores llegan a condena.

Miércoles, 13 de noviembre de 2019
Valeria Guzmán

En los últimos años, El Salvador ha sido un país conforme. Y no porque todo vaya bien. Al contrario: conforme porque, cuando todo va mal, en la debacle queda poco por hacer. Tras la guerra civil, ha ganado varias veces el triste podio del más homicida del continente . Es un país de apenas 6.5 millones de habitantes que permite que, en promedio, dos mujeres mueran a manos de sus parejas cada mes y que hace oído sordo a las estadísticas que hablan de 12 denuncias por delitos sexuales cada día. Pero en la última semana, ese país conforme y derrotado por la violencia no aceptó un hecho: no aceptó que una Cámara Penal concluyera que tocar la vulva de una niña de diez años, sobre la ropa, no es delito.

Para quienes nacimos después de los Acuerdos de Paz de 1992, la protesta en las calles no ha sido una opción real para mostrar descontento ciudadano. Al menos no generacionalmente. Crecimos con madres listando muertos y recordando el ruido de las balas de la década de los ochenta, cuando miles de salvadoreños salían a protestar contra la represión estatal.

Con traumas de la guerra aún no resueltos, los nacidos en la posguerra y en colonias obreras aprendimos a callar por otras cosas. Quienes nos enseñaron el silencio en las últimas décadas fueron las pandillas. Su orden está escrita en los pasajes y calles de un sinfín de comunidades que controlan: “Ver, oir y callar” ha sido la premisa. Y en general, el mandato se ha acatado. Cuando las familias salvadoreñas hablan de los pandilleros, no se les nombra así. Se habla de “los muchachos”. Cuando alguien dentro de una comunidad se atreve a contar la última extorsión o la última paliza que los muchachos han dado, lo dice “quedito”, en susurro. El miedo convierte la queja en murmullos y silencio. En El Salvador, una marcha en contra de los asesinatos provocados por la Mara Salvatrucha o por el Barrio 18 sería impensable. Se ha aprendido que nombrar el descontento puede costar la vida.

Cientos de personas se manifestaron frente al Centro Judicial Isidro Menéndez para pedir que el magistrado Jaime Escalante pague una conde por agredir sexualmente a una niña. El hecho ocurrió el 18 de febrero del 2019 en la Colonia Altavista de Ilopango. Foto: Carlos Barrera
Cientos de personas se manifestaron frente al Centro Judicial Isidro Menéndez para pedir que el magistrado Jaime Escalante pague una conde por agredir sexualmente a una niña. El hecho ocurrió el 18 de febrero del 2019 en la Colonia Altavista de Ilopango. Foto: Carlos Barrera

La semana pasada, el silencio generalizado ante la violencia se rompió. Y empezó a resquebrajarse por la grieta de los abusos sexuales . En los juzgados salvadoreños, solo una de cada diez denuncias de abusos a menores llegan a condena. El 90% de los abusos denunciados quedan en la impunidad. Pero el lunes 4 de noviembre, cientos salieron a las calles con una consigna: “tocar a una niña sí es delito”.

Este hervidero de gente enojada en la calle empezó a prender en febrero, cuando Eduardo Escalante, un magistrado del Órgano Judicial, llegó en su carro a una colonia obrera y, según la acusación fiscal, tocó la vulva de una niña de diez años que jugaba con su vecino alrededor de un árbol . El hombre huyó a pie cuando familiares de la niña lo increparon, pero dejó su carro en el lugar. Así lograron identificarlo. Se le acusó de agresión sexual en menor, un delito castigado con una pena de 8 a 12 años de cárcel. Pero la Cámara que conoce el caso, conformada por dos magistrados, concluyó la semana pasada que la conducta de la que se acusa al abogado es, a lo mucho, una falta que conlleva una multa de diez a treinta días de salario.

La resolución cayó como agua hirviendo sobre gente que acostumbra a apartarse de los problemas ajenos. Quemó. Y el país centroamericano, que acepta con normalidad la violencia en sus máximas expresiones, se hartó. Una mujer dueña de 25 taxis, mandó a todos sus conductores a escribir “Tocar niñas sí es delito” en los parabrisas de cada uno de los carros. Las pancartas, repitiendo la misma consigna, se han visto por la ciudad, el presidente de la república ha hecho eco de la causa tuiteando al respecto. El movimiento feminista se ha asegurado de que el caso no se convierta en un signo del que intenten sacar rédito los políticos. Una movilización en defensa de las niñas y las mujeres empieza a despertar en una sociedad que por décadas ha callado.

En 1999, cuando Katya Miranda, una niña de 9 años fue violada y asesinada en un rancho familiar, no hubo una protesta que dijera a los agresores: aquí estamos y los estamos vigilando. Su caso se convirtió en un símbolo de la impunidad con la que en El Salvador se toca, se viola y se mata a las niñas. En 2013, cuando Ana Chicas , una joven de 18 años fue asesinada por su expareja, no hubo nadie que saliera a defenderla ni siquiera por las calles de su polvoso cantón en Usulután, al oriente del país. En 2016, cuando Karen y Andrea , de 12 y 14 años, desaparecieron en Cojutepeque, no hubo ninguna movilización para buscarlas. Fuera de las organizaciones y los movimientos feministas, la violencia contra las mujeres ha sido, con suerte, algún hashtag en redes sociales.

El Triángulo Norte de Centroamérica es una región demasiado acostumbrada a la violencia. Nuestro termómetro para medir el fracaso o el éxito de políticas públicas que la combatan ha sido, por excelencia, la reducción de los números de muertos diarios. Cuando se habla de violencia se piensa en pandillas, en enfrentamientos policiales, en cementerios clandestinos. Poco contamos a nuestras niñas y mujeres violadas, acosadas y humilladas.

Por ejemplo, la Cámara que conoce el caso del magistrado Escalante -según la resolución- no considera que tomar a una niña de diez años por los hombros y luego bajar la mano hacia sus genitales sea un hecho violento por sí mismo. No hubo balas, gritos, sangre, ni golpes de por medio. Solo una niña congelada. Y como el hecho sucedió de manera breve y sobre la ropa, los magistrados concluyeron que eso constituye un “tocamiento impúdico”. De acuerdo con la ley, ese tipo de tocamiento ocurre cuando alguien se aprovecha del “descuido” de una víctima que transita en un lugar público para tocarla. Pareciera que el mensaje es que son las niñas las que deben estar alerta, no distraerse, para que no aparezca un señor de traje y les toque la vulva.

La protesta que salió a las calles esta semana es una conquista pequeña para un país tolerante con el acoso, las agresiones y el abuso. Solo en 2018, la Policía recibió 4,304 denuncias de violencia sexual , y es un consenso que eso es apenas un subregistro de la realidad. Aunque la manifestación reciente en las calles abre la puerta grande a un movimiento social que reclama justicia para las mujeres, es una respuesta que llega tarde.

Ninguna marcha provocará que la niña de diez años vuelva a salir a jugar sin miedo, ninguna protesta devolverá a la vida Katya Miranda, a Ana Elizabeth ni a Karen y Andrea. Pero ha sido reconfortante saber que, por un momento, esta sociedad que huele a podrido por los tantos cadáveres que esconde, pareció tener aún un sentido de justicia.

El Faro y El País se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de El Faro aportará su mirada en El País a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.
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