Columnas / Política

La crítica de las armas

A 30 años de haberse librado la más enorme batalla civil del siglo, que propiciaría la posibilidad de un nuevo orden político, económico y social, el balance nos deja en números rojos.

Miércoles, 13 de noviembre de 2019
Otoniel Guevara

A la juventud de Chile, que lucha tenazmente por la instauración de la belleza.

Cuando la razón no es suficiente para encausar los asuntos de la vida de los pueblos, surge aquello que llaman “la crítica de las armas”, que consiste, básicamente, en obtener por la fuerza lo que la razón no pudo. En esa condición es que llegamos a establecer un conflicto armado nacional que duró 20 años y, aunque es una historia heroica, brutal, demente y singular, tuvo un desenlace altamente civilizado y esperanzador.

Recuerdo que como combatientes teníamos la certeza de que no veríamos jamás la paz, que la guerra no se detendría, que moriríamos antes de que eso sucediera. Y a pesar de las épicas jornadas de esa Navidad de 1991 y aquella plaza Barrios de enero de 1992, yo supe que la guerra había terminado hasta que vi, en los alrededores del Teatro de Cámara de San Salvador (hoy llamado “Roque Dalton”), a un grupo de guardias nacionales riendo, relajeando, con los temidos fusiles G-3 tumbados al descuido sobre las aceras. Eso era impensable antes, cuando una mirada a esos salvadoreños trocados en asesinos podía costar la vida.

A 30 años de haberse librado la más enorme batalla civil del siglo, que propiciaría la posibilidad de un nuevo orden político, económico y social, el balance nos deja en números rojos, con un sistema neoliberal encarnado en casi todos los ámbitos de la vida nacional y con una remilitarización altamente peligrosa para la vida de la región.

Cuando asumimos esa imperiosa decisión de ir al tope, lo hicimos con la profunda convicción de alterar el orden de las cosas de una manera definitiva. A pesar de poseer todo el aspecto de una insurrección general, la campaña militar iniciada ese 11 de noviembre de 1989, la comandancia efemelenista no permitió en nuestras zonas el levantamiento de nuevas masas armadas, bajo la lógica de no arriesgar a gente sin experiencia en una aventura militar de semejante envergadura. El tal tope no fue un tope verdadero, al final solo buscó una llave para abrir la puerta de la participación política en el sistema electoral vigente.

La toma del hotel Sheraton fue la llave esperada. Abrió la oportunidad de hablar directamente con los financistas gubernamentales de la guerra, ya que los actores oficiales del gobierno solo le daban largas a la negociación, esperando una victoria militar que no se veía probable ni cercana, pero que, mientras, les significaba un chorro de recursos casi interminable, al cabo los muertos los ponían los pobres.  Entonces fue ahí, en ese hotel tiznado de marines, donde comenzó la verdadera negociación y el desmontaje real del conflicto.

Tras dos años de pláticas, el balance fue favorable: la creación de una policía de carácter civil, el desmantelamiento de los cuerpos represivos, el acuartelamiento del Ejército, la creación de instituciones de salvaguarda de los derechos humanos, la apertura del sistema electoral, entre otros logros.

El balance negativo, sin embargo, se dio donde no se debía dar: no se propició el fortalecimiento del Estado de derecho, la justicia no se hizo presente de manera contundente, la verdad fue engavetada y la belleza tirada a la basura. Esto hizo que la corrupción se enquistara en una dolorosa rueda de caballitos entre políticos de toda laya. Hasta la fecha.

Además, no se convino la actualización de ese pacto llamado Acuerdos de Paz, y se dejó a la suerte lo que debió haberse tomado con la responsabilidad histórica que requería. El deterioro de ese pacto abrió las puertas a la delincuencia y a más impunidad. Se dejó la casa abierta para que todos pecaran, incluso, se obligó a algunos a pecar.

La gran fisura que permitió que se dieran tantas equivocaciones desde la izquierda del asunto tiene que ver con que no pasamos de hacer la crítica de las armas. Nos hicimos letales en esa área, pero descuidamos torpe, y muchas veces, deliberadamente, la crítica de las ideas políticas. Gracias a ese error se vio siempre a la dirigencia del Frente como la representante de una izquierda que, mientras doraba su discurso con mieles revolucionarias, en la práctica adoptó el neoliberalismo con tranquilidad, sin asco, pecado que terminaría siendo su penitencia, pero sobre todo, una carga lacerante sobre la espalda de los trabajadores. Gracias a esa falta de conciencia crítica y autocrítica, al Frente no le costó desmovilizar a la poderosa organización popular que sostuvo la guerra, actitud poco leal que restó fuerza al movimiento de masas en lo sucesivo.

Fuimos muy buenos para combatir militarmente, pero cuando nos quitaron los fusiles no supimos qué hacer. No nos capacitamos para las grandes batallas políticas, económicas, sociales, psicológicas y culturales que sobrevinieron al fin de la guerra. No lo hicimos antes, ni entonces ni ahora. Estamos a las puertas de la destrucción de lo poco que queda de decente en el sistema de Gobierno, pero ni siquiera tenemos la deferencia de darnos cuenta. El actual régimen acelera en la aniquilación de la institucionalidad y con estupor uno escucha aplausos en el fondo.

Recuerdo con cierto orgullo nuestras luchas de hace 30 años, la pujanza y la decisión de aquella juventud, y me topo con una realidad que rebalsa de modernidad, pero sobre los rieles oxidados de sofisticadas formas de adormecimiento global que no permiten avizorar un poco de redención para lo humano. Un enorme tenedor nos sostiene sobre las brasas incandescentes, pero no sentimos el fuego. “Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos”.

Nos volvimos insensibles, indolentes, virtuales. Salimos airosos ejerciendo la crítica de las armas, pero la paz no se logra solo con el deseo, dijo el poeta Amílcar Colocho.

Nunca es tarde para la autocrítica. Nunca es tarde para abrir los ojos y cumplir con aquello que comparte Mateo en el viejo libro: “El que tiene oídos para oír, oiga”. Y es sabido que son los jóvenes a quienes mejor les funcionan los oídos.

Otoniel Guevara es poeta y periodista salvadoreño. Estudió comunicaciones en la Universidad de El Salvador y en la UCA de Managua. Fue fundador del Taller Literario “Xibalba” y combatiente del FMLN. Ha publicado alrededor de 40 títulos de poesía. Participó en la película “La batalla del volcán”. Trabaja como coordinador del área de Arte, Cultura y Juventud de la alcaldía de Quezaltepeque.
Otoniel Guevara es poeta y periodista salvadoreño. Estudió comunicaciones en la Universidad de El Salvador y en la UCA de Managua. Fue fundador del Taller Literario “Xibalba” y combatiente del FMLN. Ha publicado alrededor de 40 títulos de poesía. Participó en la película “La batalla del volcán”. Trabaja como coordinador del área de Arte, Cultura y Juventud de la alcaldía de Quezaltepeque.

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