Columnas / Impunidad

Terrorismo arqueológico en Tacuscalco

Las últimas dos décadas han sido los años en los que más patrimonio arqueológico se ha destruido en nuestro país, pese a las leyes y a la insistencia de los arqueólogos nacionales en que se destinen más fondos para investigar.

Viernes, 24 de enero de 2020
Fabricio Valdivieso

Es triste ver cómo una vez más se destruye parte de un sitio arqueológico en El Salvador, mucho más aún que sea nuevamente el mismo. En Tacuscalco, un tractor arando tierra para sembrar caña acabó en cuestión de minutos con más de 3 000 años de historia, como si nada.

Por tratarse de un sitio tan frágil, no es difícil imaginar lo que pasó. Debieron de haberse escuchado vasijas quebrándose bajo las llantas de la máquina, piedras fracturándose y obstaculizando el paso de los punchones del arado. Al penetrar la tierra, esas rocas perdían su alineación original, mismas que durante siglos dieron forma a una y otra plataforma arqueológica, cuerpos basales, gradas y altares. La tierra se afloja y salen más piedras y cerámicas quebradas, huesos y obsidiana. Quizás tumbas prehispánicas, quizás templos, quizás ambos… nunca se sabrá.

Así, los ruidos en el ambiente sonaban a impunidad, y nadie más que el operador de la máquina lo vivía. Seguramente después de pasar una primera vez con toda la fuerza del tractor sobre las estructuras y las piezas, y para evitar que se trabara la máquina, el operador se detuvo para meter retroceso, una, dos o tres veces más, para atrás y para adelante, mientras las rocas del sitio se desordenaban y quebraban, al tiempo en que más vasijas salían a la superficie para convertirse en polvo y pedacero. Así, mientras él se aseguraba de dejar un “precioso” suelo aplanado y listo para la plantación de caña, lo que ahí existió quedaba hecho añicos.

En ese espacio solitario, en donde únicamente existe el tractor y el individuo frente a un grupo de montículos arqueológicos, sin que nadie vea, sin ley que lo frene, con impunidad y el sol de frente, sin tratados internacionales que existan y lo señalen, sin el peso social para proteger la obra prehispánica; ahí, ese individuo anónimo sobre un tractor, ese mismo, el hombre de mente básica, lo hizo de nuevo. Y a casi nadie parece importarle.

De la misma manera en la que el mundo se estremeció y se lamentó en 2014 por la destrucción y el saqueo de patrimonio cultural en Iraq, Siria y Libia, a manos de la banda terrorista ISIS, debería de indignarnos la reinicidencia en la destrucción de Tacuscalco, un sitio arqueológico que podría estar en peligro de desaparecer. Sí, no existen grupos organizados en El Salvador que se sienten a planificar la estrategia para destruir el siguiente sitio arqueológico, pero sí empresas que representan un poder político importante, mismo que saben los librará de cualquier consecuencia. ¿Qué diferencia existe entre volar patrimonio cultural con dinamita y destruirlo con un tractor? Técnicamente, un método es más ruidoso que el otro, pero en la práctica no existe ninguna diferencia.

El arqueoterrorismo, o terrorismo arqueológico, es un término utilizado por los académicos para referirse a un crimen contra el patrimonio arqueológico. Se trata de una destrucción ocasionada con saña, ya sea por una causa política o por una motivación particular. Independientemente de cual fuese el motivo, el acto conlleva a la destrucción adrede de un legado patrimonial del interés de una sociedad, misma que con horror ve lo que acontece. 

Un proverbio japonés dice “Si sucede una vez, sucede dos veces”. Si dejamos las cosas iguales, volverá a suceder. En El Salvador, cuando de patrimonio cultural se trata, los castigos ejemplares parecen no existir, y tarde o temprano volveremos a ver otro achaque en el mismo sitio o en sus alrededores, hasta llegar al capítulo final que implica la destrucción de un sitio milenario. Un responsable aquí, otro por allá, que se pasan la papa caliente hasta que se enfríe y se bote el caso. ¿Sobre quién recae la responsabilidad de destruir el patrimonio? Eso lo sabemos muy bien. Son tan responsables el señor del tractor y la empresa cañera, como aquellos que no ponen sanciones para quienes hacen el daño. Todos están propensos a ser declarados negligentes ante las leyes que protegen el patrimonio. La destrucción de un sitio requiere una respuesta contundente e inmediata, sin contar el deber ético de valorar y respetar nuestro legado. Es momento de decir ¡basta ya!

Tacuscalco fue declarado bien cultural en 1997, lo que supone que los propietarios deben atenerse a las medidas de protección emitidas en la Ley Especial de Protección al Patrimonio Cultural de El Salvador y su Reglamento (LEPPCR) y las sanciones respectivas. El artículo 46 es claro: 'La violación a las medidas de protección de bienes culturales, establecidas en esta ley, hará incurrir al infractor, en una multa desde el equivalente a dos salarios mínimos hasta el equivalente a un millón de salarios mínimos, según la gravedad de la infracción y la capacidad económica del infractor, sin perjuicio de que el bien pase a ser propiedad del Estado, por decomiso o expropiación según el caso del bien cultural de que se trate, no obstante la acción penal correspondiente'.

Quien quiebra los platos los paga. Pero, a mi parecer, las sanciones en el caso de Tacuscalco deben ir más allá de una multa; las autoridades podrían tratar de transformar el sitio ya vulnerado en un uno donde se revalorice su legado patrimonial. Primero, el responsable de la destrucción debería de financiar la evaluación de daños, lo cual requiere excavaciones e investigación. Esto último deberá ir seguido de restauraciones y equipar el área para la protección del sitio y la creación de un programa de difusión. Debería también de cubrir los gastos requeridos para el levantamiento inmediato de un catálogo de material arqueológico encontrado y restauración del mismo. Luego, los responsables deberán sufragar una publicación de lo acontecido y aceptar públicamente su responsabilidad.

Y, por último, es aquí donde la expropiación de un inmueble cultural deberá tener efecto a corto plazo (ver art. 28 y 32 de LEPPCR). La lógica de esto es fácil: quien no cuida el patrimonio resguardado en su propiedad no merece poseerlo. Por lo tanto, este legado deberá ser administrado por las autoridades estatales. En otras palabras, no hay tiempo que perder dejando Tacuscalco a expensas de la irresponsabilidad y la negligencia.

Las últimas dos décadas han sido los años en el que más patrimonio arqueológico se ha destruido en nuestro país, pese a las leyes que existen y a la insistencia de los arqueólogos nacionales en que se destinen más fondos para investigar. A eso se suman los terremotos y otros eventos, y sin contar el vandalismo al que se exponen los vestigios arqueológicos. Por la obra humana hemos perdido en los últimos años sitios como Madre Selva, Carcagua, El Cambio, parte de Cihuatán, parte de Las Marías, parte de San Andrés, parte de Tazumal, y ahora Tacuscalco. ¿Qué más sigue? La destrucción de un sitio arqueológico es un drama, y lo seguirá siendo mientras la educación y la institucionalidad no se pongan a la altura de la realidad.

Imagen cortesía de Fabricio Valdivieso.
Imagen cortesía de Fabricio Valdivieso.

También es una burla al sistema. Mientras hay empresas a la que se les exige cumplir con la ley (y de hecho algunas cumplen y se comprometen con el patrimonio), otras desacatan sin ninguna consecuencia. No se respeta la institucionalidad creada para la protección de sitios arqueológicos y patrimonio, y mucho menos las leyes. En la mente de muchos, un sitio arqueológico es sólo un predio baldío, sin forma, sin valor, sin ideas de qué hacer en ellos. En la lógica común es mejor destruirlo y pedir perdón que protegerlo y convertirlo eventualmente en parque cultural o centro de investigación y educación. Sin un programa de desarrollo de sitios arqueológicos a nivel nacional y sin un programa educativo que difunda su mensaje, la destrucción del patrimonio arqueológico será rampante, y la institucionalidad, si las autoridades lo permiten, seguirá siendo irrespetada y vulnerada.

Este nuevo capítulo de la destrucción de Tacuscalco es un teatro repetido en donde somos testigos del terrorismo arqueológico. Este sitio sigue siendo una lección no aprendida. Pero también es un espacio que nos consigna a no depender únicamente de una ley, más bien nos invita a voltearnos hacia la inmediata necesidad de promover la educación sobre el patrimonio y activar su valor social.

Fabricio Valdivieso es Arqueólogo y posee maestría en estudios interdisciplinarios (MA) por parte de la Universidad de British Columbia, Canadá, con especialización en el desarrollo económico y social en base al patrimonio cultural. A su vez, ha obtenido cursos especializados en Estados Unidos y Japón con relación a su campo, habiendo dirigido más de una veintena de proyectos arqueológicos y culturales. En los últimos años ha publicado en destacadas revistas internacionales en países como México y España. Dirigió el Departamento de Arqueología de CONCULTURA entre los años 2002 y 2008, y actualmente se desempeña como consultor privado y miembro experto de ICAHM-ICOMOS para Latinoamérica.
Fabricio Valdivieso es Arqueólogo y posee maestría en estudios interdisciplinarios (MA) por parte de la Universidad de British Columbia, Canadá, con especialización en el desarrollo económico y social en base al patrimonio cultural. A su vez, ha obtenido cursos especializados en Estados Unidos y Japón con relación a su campo, habiendo dirigido más de una veintena de proyectos arqueológicos y culturales. En los últimos años ha publicado en destacadas revistas internacionales en países como México y España. Dirigió el Departamento de Arqueología de CONCULTURA entre los años 2002 y 2008, y actualmente se desempeña como consultor privado y miembro experto de ICAHM-ICOMOS para Latinoamérica.

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