Columnas / Transparencia

Comisiones anticorrupción en Centroamérica: el terror de los poderosos

Estas comisiones logran profundizar en pesquisas que ningún Ministerio Público puede hacer por la forma en que las influencias detienen los procesos, ya sea en las mismas fiscalías o en los juzgados.

Viernes, 21 de febrero de 2020
Álvaro Montenegro

Los habitantes de Guatemala y de Honduras viven un período de duelo mezclado con rabia e impotencia ante la salida de las dos comisiones internacionales que fueron expulsadas por los éxitos alcanzados al armar casos históricos en contra de las élites políticas y económicas. A pesar del término de ambas misiones, una conciencia diferente y muchas nuevas organizaciones han quedado.

La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG, con respaldo de la ONU) y la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH, con apoyo de la OEA) ayudaron, desde las capacidades de cada una, a encauzar penalmente a personajes que fueron en otros tiempos intocables. Como ejemplos, en Honduras se acusó a Rosa Elena Bonilla, la esposa del expresidente Porfirio Lobo y a relevantes redes de diputados. En Guatemala, pisaron los tribunales funcionarios de alto nivel de los tres poderes y los empresarios del llamado G-8, el grupo de las familias más acaudaladas.

La demostración de independencia de las comisiones molestó a los poderosos, quienes están acostumbrados a gobernar apaciblemente con fuertes niveles de corrupción (Honduras y Guatemala están empatados en el puesto 146 de 180 países) sin consecuencias palpables, pues la  impunidad ha sido una constante debido a que las redes políticas y empresariales vinculadas al crimen organizado mantienen el poder sobre las altas cortes.

Ante este acorralamiento sufrido, se crearon alianzas entre quienes, en otros tiempos, pudieron ser adversarios para unirse contra los enemigos en común: la CICIG, que terminó en septiembre de 2019 y la MACCIH, en enero de 2020. Estas finalizaciones fueron producto de una inversión multimillonaria por medio de campañas de desinformación, cabildeos internacionales, criminalización de operadores de justicia y activistas, y de una presión política llevada a cabo desde los presidentes Jimmy Morales y Juan Orlando Hernández.  

Una característica esencial de estas dos misiones fue la amalgama consolidada con la sociedad civil y con los movimientos de protestas que estallaron a partir de 2015 cuando la CICIG reveló casos contra el gobierno en Guatemala y al ver lo que pasaba ahí, los hondureños salieron a la calle pidiendo el equivalente de la CICIG en su país.

Un año después, en 2016, se logró crear la MACCIH, con menos dientes, pero que fue esencial para destapar la olla de las víboras de la corrupción hondureña. Honduras inspiró de vuelta a Guatemala para convocar a marchas nocturnas (“De las antorchas”) cuando decaían las protestas durante ese año de manifestaciones. Derivado de esta lucha callejera, amistades y formas de articulación entre ambos países perduran con la idea de fortalecer alianzas más allá de las fronteras y, recientemente, organizaciones de Honduras, El Salvador y Guatemala se posicionaron ante este panorama regresivo.

Lo más relevante, además de los cientos de casos que han puesto en jaque a las redes relevantes de impunidad, ha sido la posibilidad de entender el poder. La gente común conoce con nombres y cifras las acciones de quienes ilícitamente desfalcan el dinero público y manipulan las instituciones para que el Estado funcione con preferencias muy marcadas. Es ahora de dominio popular que empresarios renombrados pactan sobornos para recibir contratos públicos, financian ilegalmente partidos, construyen estructuras sofisticadas de evasión fiscal, y que muchos son parte del crimen organizado. Y, lo principal, que estas fuerzas ilegales necesitan del control del sistema de justicia para mantenerse vivas.

Estas experiencias fueron catalizadas en la campaña a la presidencia de El Salvador por Nayib Bukele, quien aseguró que en los primeros cien días de gobierno tendría formada la CICIES, en teoría un espejo mejorado de lo que funcionó en Guatemala. El problema, como suele pasar, fue el trecho entre el dicho y el hecho, pues en medio de la acelerada forma en que toma las decisiones, Bukele pactó con la OEA, desplazando a la ONU, y se sacó de la manga una comisión presidencial anticorrupción, sin facultad investigativa.

Esto decepcionó a buena parte de la sociedad civil salvadoreña que distingue notoriamente entre la ONU y la OEA, sobre todo porque esta última es liderada por un acomodado Luis Almagro, quien está negociando con los presidentes su reelección. Además, es evidente que una comisión presidencial no cuenta con la independencia necesaria para enfrentar estas estructuras adheridas a las tuberías más profundas de las democracias averiadas.

Un grupo de ciudadanos intentó darle más dientes y que se reconsiderara la decisión de firmar un acuerdo con las Naciones Unidas para crear una entidad que no estuviera subordinada al gobierno, pero este esfuerzo, sin suficiente presión social ni de Estados Unidos -que durante esta administración le ha retirado el apoyo a este tipo de instrumentos internacionales- resultó infructuoso. 

La reciente remoción de máscara de Bukele, cuando tomó con las fuerzas armadas la Asamblea Legislativa, ratifica la necesidad de un ente que pueda tener libertad para investigar los delitos de cualquier persona, incluso del mismo presidente. Porque si Bukele tuviera el total respaldo de la Asamblea y de la Corte, sería muy difícil contener los intentos autoritarios por imponer sus caprichos, que podrían en consistir en notables ilegalidades. 

Los gobernantes en Guatemala y en Honduras buscan canalizar las molestias por la salida de la CICIG y la MACCIH inventando comisiones presidenciales parecidas a la de Bukele, sin un ápice de autonomía y más parecen maquillajes comunicacionales para venderse como luchadores contra la corrupción, pero que estas entidades, desde su génesis organizacional, no puedan llegar a desarmar lo profundo de los vicios del poder.

En Nicaragua, en medio de las protestas contra Daniel Ortega, activistas y periodistas como Carlos Fernando Chamorro apuntalaron la idea de una comisión internacional para investigar los crímenes de Ortega. Se dio la oportunidad de una misión de expertos respaldados por la OEA, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, que aunque no armó casos, evidenció la represión y el funcionamiento del sistema de justicia para aprehender con falsas imputaciones a los opositores. Esto no gustó a la administración sandinista, que ha recriminado constantemente la presencia internacional y ha expulsado a delegados de las Naciones Unidas.

Estas comisiones, conformadas la mayoría por personal nacional, pero con un aporte fundamental de personas ajenas a las dinámicas locales -con vasta experiencia-, logran profundizar en pesquisas que ningún Ministerio Público puede hacer por la forma en que las influencias detienen los procesos, ya sea en las mismas fiscalías o en los juzgados. La independencia que se requiere es a nivel económico, político y organizativo, para que no haya condicionamientos a la hora de trabajar. Por supuesto, esta labor no opera en el vacío y afecta las configuraciones políticas y desde ahí se ha construido un dique para evitar que sigan investigando.

El éxito de estas comisiones es también su fracaso. La capacidad de llevar a los tribunales a poderosos al cambiar la dinámica penal -en donde históricamente se han perseguido a “ladrones de gallinas”- hacia una política criminal que tenga como fin desnudar las prácticas ilegales en las esferas más altas, en busca de democratizar la sociedad, ha alertado a quienes dominan los países pues los evidenció como nunca, por lo que no será fácil montar en la región una nueva comisión parecida.

Han aprendido la lección de que al escarbar un poquito salen los esqueletos escondidos. Los cientos de casos mostraron cómo las élites se aferran a un statu quo en donde violar las leyes que ellos mismos han redactado y aprovecharse del aparato estatal es la norma para resguardar su estilo de vida.

Álvaro Montenegro, periodista y uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.
Álvaro Montenegro, periodista y uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.

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