Cuarentena día 14. Sábado 4 de abril. Es medio día, hay un tráfico pesado en el centro de Soyapango y un sol que no entiende lo de la sana distancia. La vida ha vuelto a este municipio obrero, bravo, el más poblado del país: gente que se arremolina alrededor de los autobuses, una señora que lleva dos cajas de Cesar’s Pizza, el conductor de un camioncillo blanco decidido a dejar afónico el claxon, dos muchachos que se han contado algo en apariencia muy chistoso, una mujer con un niño en edad de ser su nieto, alguna venta, algún comprador. O sea, el centro de Soyapango siendo el centro de Soyapango.
Quizá quien lo transite a diario notará que faltan canastos, que faltan prisas, pregones, aún más buses, y pitos de carros, pero eso se compensa con una fila interminable de personas que se tuestan al sol, juntitos, cientos, a menos de un brazo de distancia unos, a menos de un codo otros, buscando meter la cabeza bajo cualquier sombra o bajando la mascarilla –que aunque no es uniforme es moda en la fila– hasta la barbilla para escapar del vapor de sus propios cuerpos.
¿Para qué es esta fila? Le pregunto yo, desde la ventanilla del carro, a una señora que se ha sentado en la acera. “Para pedir el subsidio, el pisto”, me responde. Y caigo en la cuenta que el fin de la cola es la puerta de Fedecrédito, cuya fachada está adornada con un cartel en el que se anuncia que ese es un centro de entrega de ayudas económicas por la pandemia. “¿Qué quiere ese?”, le preguntó un hombre de la fila a la señora que me había revelado lo obvio; “Saber por qué estamos aquí parados”, le respondió la otra, ya con una pizca de picante en la respuesta. Aquel hombre, aplanado sin piedad por el astro rey, sin esperanza de llegar a la puerta en la siguiente hora y media, me miró con un desprecio infinito y me gritó, para solaz de sus compañeros de fila: “por gusto estamos en la calle, bronceándonos estamos”.
Afuera de otros bancos hay filas igual de numerosas pero más ordenadas, donde hay soldados espaciando a la gente. Hay algunos incluso que han tenido la delicadeza de colocar sillas plásticas para la espera de quienes se broncean esperando el alivio de 300 dólares salvadores.
Pese a las advertencias tremendas del presidente Nayib Bukele, que proclamó en su lengua natal –entiéndase Twitter– que ya había comenzado la tercera guerra mundial; pese a que la policía ha detenido, o retenido, a más de 700 personas por andar en la calle sin una buena excusa; pese a que el ministro de Seguridad amenazó a los viandantes con llevarlos a unos centros de cuarentena que describió como lugares infectos; pese a que la Mara Salvatrucha-13 difunde videos donde sus homeboys torturan a batazos a quienes salen a la calle sin razón; pese a las imágenes escalofriantes de Europa colapsada, o de la curva de contagios al galope en Estados Unidos; o del escenario siniestro de Guayaquil, Ecuador, donde las familias queman los cadáveres de los suyos en plena calle, como si fueran basura, los centros urbanos de los populosos municipios de Soyapango, Mejicanos y Apopa lucían hormigueantes, efervescentes, durante la víspera al Domingo de Ramos, a medio camino de la cuarentena obligatoria de 30 días.
Sobre La Tiendona, central de abastos de la capital, flotaba esa nube olorosa y densa, mezcla de especias y de frutas fermentadas; los cargadores de bultos caminaban afanados con sacos enteros de jocotes en la espalda, los camiones de papa se abrían paso entre las callejuelas internas, saturadas de canastos y vendedores y clientes que aprietan tomates y regatean los precios. Ahí todo se toca, todos se rozan, las mascarillas son absurdas y los guantes de latex son de otro planeta. El COVID-19 sólo alcanzó a cerrar algunos puestos, a poner unos lavamanos portátiles a la entrada y unos policías extra, a los que no se les ocurre, por pura sensatez, pedirle a la gente que se separe más de un metro.
Hay también, en los puestos de granos básicos, un rotulito más bien discreto, que advierte que no se puede atender a más de tres personas a la vez. “El primer domingo cuando se anunció que se cerraban las fronteras pensamos en no abrir –me dice Wilber, que despacha en uno de esos locales– pero vinimos a ver si había gente… Mire, la gente se peleaba por la Nixtamasa, para hacer tortillas, teníamos en la bodega 300 paquetes (3 mil libras) y se los llevaron todos. Suerte que ahí todavía no habían puesto eso de que no podía haber tanta gente”.
Lejos de los centros urbanos, donde la orden de no transitar comienza a relajarse, las comunidades más pobres, más asoladas por la maldición de las pandillas, estaban desiertas, y transitadas apenas por carritos presurosos y escasos. En el Distrito Italia, por ejemplo, la amenaza de la Mara Salvatrucha casi podía tocarse: no hay vecinos en las calles ni chalets abiertos ni ruidosos cultos cristianos; y en la soledad de las calles, en el silencio del lugar, se adivinan ojos fisgones y controladores.
Un pastor evangélico, que vive en esa comunidad desde que se fundó y que entiende al dedillo los mecanismos que se activan y desactivan en la cotidianidad de aquel barrio, alcanzó apenas a saludarme con una sonrisita tensa que tenía un “váyase” de fondo. Una hora después, desde un mensaje de voz en el teléfono, me envió dos bendiciones y un cuídese mucho que ya estaba yo echando de menos.