Columnas / Cultura

¿Somos o no somos racistas?

Lo que se enseña y se deja de enseñar en las escuelas debe cambiar. Si desde niños se les dice planamente que los panameños negros vienen de los esclavos y nada más, ¿qué clase de ideas va a desarrollar ese niño o niña?

Jueves, 18 de junio de 2020
Miroslava Herrera

La marca de racismo en el continente americano es una. Es la cicatriz de un crimen: la esclavitud.

Para la mirada simplista, con la abolición del sistema esclavista —estatal y privado a la vez— la cosa estaba resuelta. En Panamá ocurrió en 1851. Pero la abolición no elevó al nieto de los esclavos al mismo estatus de humanidad del criollo blanco —ni aquí ni allá, ni en ningún lugar del continente. Con el cuento de la identidad nacional y la paja de la raza cósmica, se echó tierra a las consecuencias y se continuó con la reducción estructural de estas personas.

La esclavitud es el pecado original del estilo de sociedad protorepublicana que se implantó en esta tierra allá por los años 1500. Una sociedad que sigue siendo hoy la misma que hace 500 años. Es evidente hace tiempo, pero en estos días se ha convertido en una certeza tan fuerte y certera como un hachazo —o como la brutalidad de la fuerza que te corta el aire hasta matarte: esta sociedad tiene un mandamás hombre, conservador, blanco, rico, derechista, racista, que digita todo.

¿Qué lugar hay en una sociedad así para los indios y negros, y todas las combinaciones posibles? ¿Cuáles son las opciones? ¿Pueden concretar proyectos para sus comunidades, sus propias vidas? ¿Pueden planear, si quiera, un semestre? ¿Algo fuera de “echar para adelante”?

En Panamá hay racismo. Aquí el racismo se manifiesta como un miedo tremendo a ser asociado a ser un pobre negro pobre. Nuestra democracia está fundamentada en el desprecio por nuestro ascendiente africano. Aquí ser negro está asociado a la desventaja cuya marca principal es el color de la piel naturalmente. Entonces en Panamá, muchas personas hacen todo lo posible por deshacerse de cualquier marca que le relacione con su ancestro africano. Este profundo auto-odio nos pone unos contra otros y nos hace presa fácil de quienes explotan esa debilidad.

“Allá en el Chorrillo viven puros negros”, “con ese pelo, nadie te va a contratar”, “hay que mejorar la raza”, son algunos de los testimonios que regresan a nuestros oídos cada mes de mayo. Expresiones, estatuas, libros, canciones, refranes que van desde ser asesinos directos de la dignidad humana hasta razonamientos sutiles generalizados. Todos destinados a fracturar la psique.

Así como descomunal es este desprecio, el empuje de “los de abajo” ha producido una esperanzadora y poderosa franja de clase media, la fuerza económica de la nación. Ese famoso «echar para adelante» es porque vienes de atrás. Pero esa franja tiene grilletes: en el afán humano de vivir una mejor vida, se mutila de la fuerza poderosa de su herencia.

Los héroes de esta fuerza espiritual no son pocos: Bayano, Armando Fortune, Melva Gooding, Gerardo Maloney, Alejandrina Lan, Boris Góndola, por mencionar solo algunos. Sus logros han resultado en el empoderamiento de una comunidad afro cada vez más despierta y asertiva.

Hemos desarrollado un gran trabajo de recolección cultural, de rescate de la memoria; hay una vasta colección de obras y documentos sobre el abolengo afro. Pero sigue pendiente elevar el reclamo por la reivindicación de sus derechos humanos desde la legislatura.

A esto se le llama reparación.

Empieza retando al discurso consabido. Lo que se enseña y se deja de enseñar en las escuelas debe cambiar. Imagínese, si desde niños se les dice planamente que los panameños negros vienen de los esclavos y nada más, ¿qué clase de ideas va a desarrollar ese niño o niña?

Aquí no existe la conversación sobre el racismo sistémico. Uno que está enquistado en las políticas públicas. El racismo que ejerce el statu quo egoísta, dirigido por esa minoría mandamás hombre-conservador-blanco-rico-derechista-racista. Por eso decir que “en Panamá no hay racismo” suena como uñas en un tablero para quienes lo viven todos los días. Como si una frase dicha desde el desparpajo y el privilegio tuviera el poder de hacer invisible el inmenso dolor de generaciones enteras perdidas.

El espectacular brote de conciencia que ocurre en Estados Unidos por el asesinato de George Floyd a manos de la policía ha subido el volumen del clamor de una población maltratada. Una que tiene muy pocas dudas sobre su identidad.

Aquí sabemos lo que es eso. Tuvimos la nefasta suerte de que esa barbaridad de marca gringa se combinara con la propia colonialidad, por décadas enteras en la zona del Canal. Pero, ¿podría brotar esa conciencia que cambia las cosas en Panamá? ¿Marcharíamos ahora por George Floyd como no marchamos por Jerónimo Tugrí?

«Los originarios borrachos y drogados no tienen nada que perder y están perjudicando a todo un país», tuiteó la entonces diputada Marylin Vallarino cuando la policía panameña asesinó a Tugrí, en febrero de 2012.

Mire las cosas de la vida, nosotros tenemos nuestro propio Floyd.

Floyd Britton fue un dirigente estudiantil y líder revolucionario panameño. En 1969, primero lo persiguieron, luego lo apresaron, después lo torturaron con la saña de mil bestias. “En los momentos de estas torturas públicas sentí a Floyd Britton quejarse, lo vi con las cejas sangrantes y minutos después caí al lado de él recibiendo ambos una gran cantidad de golpes infringidos por los garrotes de la Guardia Nacional sobre nuestras espaldas, riñones, glúteos y muslos. Posteriormente a eso del medio día se nos colocó descalzos sobre planchas de hierro caliente… A lo largo de la golpiza, el policía manifestaba un gran odio hacia Britton y le decía cosas como esta: 'No sé qué te vio una mujer blanca, siendo tú un negro tan feo”. Esto lo contó un testigo, Álvaro Menéndez Franco. Los huesos de nuestro Floyd aún no aparecen.

Nosotros tenemos nuestro propio Floyd, pero no tenemos solo uno.

En estos días, sin ir más lejos, el violinista Joshue Ashby —miembro de la orquesta sinfónica, graduado con puesto de honor en el Conservatorio Nacional de Música, becado por la Berklee College of Music en Boston, profesor y padre de familia, colonense—, contó en sus redes sociales las innumerables veces que la Policía lo ha acosado sin importar su educación y buenas maneras, solo por ser negro.

Al mismo tiempo nos llegaba un video de un policía batoneando a un colonense por vender pescado fuera de cuarentena. La escena, si se desconoce el desenlace, podría calificarse de ridícula: un policía camuflado como para ir a una guerra —chaleco antibalas, el rostro cubierto por un pasamontañas, una varilla en la mano derecha—, le grita a un hombre con un suéter y tapabocas, tres pescados sobre un cubo de plástico a su lado, otro policía con casco de combate y esposas detrás. No se entiende bien por qué —¿está vendiendo drogas?, ¿rompiendo el palacio de las Garzas?, ¿apuntando a alguien con un arma sofisticada?—, pero cuando el vendedor empieza a guardar su pescado con una mano, la otra detrás, esposada, uno de los policías lo agarra por la espalda y el otro descarga una furia como ancestral, completamente desquiciada, sobre él, hasta dejarlo en el piso. En el video, una voz encierra la chispa de la injusticia: “No foquin respetan”.

Eso es racismo. Y el racismo es mucho más que eso. Más que golpes, más que insultos, más que prejuicios sostenidos con la irracionalidad de la tradición política.

Nuestra frágil democracia tiene la oportunidad de superar este odio a sí misma. Hay patrimonios tóxicos y es nuestro deber hoy derribar todos los altares racistas en este país. La manera de acercarnos a esa idílica postal de puente del mundo es unir a todos los que viven en este país en un abrazo de equidad y esperanza. Cuando lo hagamos, cuando dejemos de ver la revolución en el celular y salgamos a las calles juntos exigiendo justicia, la cosa será distinta. El coro se hace cada vez más fuerte.

Miroslava Herrera es cantante, compositora, historiadora y periodista panameña. Cuando terminó la universidad, quiso ver con sus propios ojos una región partida. Tomó su mochila y se largó en un viaje de una década a conocer una tierra y una historia que es la suya. Pasó por Estados Unidos, Canadá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador. Al volver a Panamá, trabajó en la documentación histórica del Programa de Ampliación del Canal y cofundó Afrodisíaco, un grupo que rescata y promueve los ritmos afropanameños.
Miroslava Herrera es cantante, compositora, historiadora y periodista panameña. Cuando terminó la universidad, quiso ver con sus propios ojos una región partida. Tomó su mochila y se largó en un viaje de una década a conocer una tierra y una historia que es la suya. Pasó por Estados Unidos, Canadá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador. Al volver a Panamá, trabajó en la documentación histórica del Programa de Ampliación del Canal y cofundó Afrodisíaco, un grupo que rescata y promueve los ritmos afropanameños.

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