Columnas / Política

¿Por qué deben importar las elecciones en EE. UU. a los centroamericanos?

Para el corto plazo de la región, esta elección representa el rechazo inmediato del orden trumpiano y su revanchismo imperial.

Viernes, 30 de octubre de 2020
Jorge Cuéllar

Históricamente, la presidencia de los Estados Unidos ha ofrecido muy poco a la gente de Centroamérica, a pesar de su importancia prevalente en la definición de la política y las culturas democráticas de las naciones ístmicas. El despacho presidencial ha sido una fuerza para impulsar el belicismo, la desestabilización, la disciplina laboral, la alimentación de las cadenas mundiales de productos básicos y, en su expresión más positiva, la creación de buenos 'climas de inversión' en beneficio de las corporaciones transnacionales y las élites locales. Todo bajo el argumento de la salvaguarda de los intereses nacionales estadounidenses, vendida a la región como amistad, alianza, progreso.

Para lograr estos objetivos egoístas, Estados Unidos ha canalizado recursos hacia Centroamérica para aplastar los esfuerzos por la autodeterminación y, a su vez, ha ganado un papel decisivo en la vida administrativa de los países de la región. Los cambios minuciosos en la política estadounidense tienen consecuencias directas y, a veces, duraderas para la gente de Centroamérica. Hoy por hoy, los países de El Salvador, Honduras y Guatemala llevan las huellas de estas maniobras históricas. La relación imperial de Estados Unidos con estos países ha agudizado continuamente las contradicciones económicas y sociales, convirtiendo la migración transnacional en la única opción para sobrevivir para muchos. Desde el hogar hasta la maquila, desde el cantón hasta el mercado, el poder del gobierno estadounidense ha impactado, si es que no determinado totalmente, cómo se vive la vida en Centroamérica.

Dentro de pocos días, los ciudadanos estadounidenses votarán por quien consideran está mejor equipado para dirigir el buque de guerra imperial durante los próximos cuatro años. Sus opciones no son las más atractivas. Una es un autoritario fascista comprobado y confirmado, un megáfono del supremacismo blanco que ha galvanizado y envalentonado a populistas de derecha del hemisferio, como el propio Nayib Bukele de El Salvador. La otra es un centrista tibio de derecha que parece estar listo para impulsar una estrategia de desarrollo, como es habitual en la región, y que en su calidad de vicepresidente fue testigo en 2009 de la consolidación del golpe de Estado en Honduras. Las consecuencias de esos años, que todavía se juegan en forma de apoyo pos-golpe, en particular a través del Departamento de Defensa de Estados Unidos, han condenado efectivamente a Honduras como un país sumido en la corrupción, la violencia extrajudicial y una cultura de impunidad.

Para los centroamericanos, cuya vida depende de los lazos con los Estados Unidos, sea como una fuente de ingresos a través de las redes de migrantes o como un faro de esperanza para un futuro imaginado, estas opciones parecen cínicamente idénticas.

Para aquellos agraviados y humillados por Estados Unidos, recientemente o en administraciones presidenciales anteriores, estas contiendas ofrecen poco respiro a las dificultades que experimentan. Si bien tienen un tono diferente, lo que ofrecen parece más de lo mismo para los centroamericanos, tanto en Estados Unidos como en casa.

En el discurso popular, a pesar de humanizaciones y moralizaciones vacías de la crisis migratoria, los políticos estadounidenses vacilan en sus descripciones de los centroamericanos como molestias criminales, incompetentes infrahumanos o víctimas indefensas que necesitan compasión, ofuscando el objetivo clave de Estados Unidos: mantener la región como un sitio de lucro, extracción, exportación de alimentos baratos y explotación de la mano de obra.

El papel histórico de Estados Unidos en la producción de sufrimiento intergeneracional lo desempeña hoy el drama humano de la migración, el cual, mientras los candidatos intercambian culpa sobre cómo o quién lo inició, sigue siendo fundamentalmente acordado y ahistórico. Sigue existiendo una amnesia respecto al papel de Estados Unidos en la configuración de América Central y su crisis actual, así como una incapacidad y falta de voluntad política para tener en cuenta la historia reciente. En su lugar, se ha escogido pasar por alto el deseo popular de un cambio sistémico mientras se abren caminos hacia la ciudadanía, criminalizando grandes franjas de sus poblaciones y ofreciendo formas reempaquetadas de gobernanza y ayuda condicional.

En El Salvador, por ejemplo, la Embajada de Estados Unidos sigue teniendo una gran influencia en el funcionamiento cotidiano del país. Como se pudo ver durante la emergencia por covid-19, la ayuda pandémica en forma de respiradores, tratamientos y equipo médico fue coordinada por medio de los canales de asistencia humanitaria de la Embajada, la cual llegó al país en lo que pareció, más bien, un intercambio para asegurar la entrada de deportados. La ayuda en caso de desastre, incluida la asistencia para recuperarse de la tormenta tropical Amanda, aparentemente se basó en estar en las buenas gracias de los Estados Unidos, que durante la era Trump ha significado acariciar el ego de la Presidencia de los Estados Unidos junto con su designado local, el Oficial militar del Comando de Operaciones Especiales de E.E.U.U. convertido en embajador, Ronald D. Johnson.

En la vecina Honduras, Juan Orlando Hernández permanece en el poder en gran parte gracias a Estados Unidos, cuyo apoyo al golpe —a lo largo de ocho años de Obama y ahora cuatro de Trump— lo ha mantenido como un estimado socio. En nombre de la lucha contra las drogas, el crimen transnacional, la reducción de la migración y el aumento de la ayuda económica, dentro de un marco económico neoliberal venenoso y agotado, este arreglo ahora normalizado ha expuesto a los Estados Unidos como apoyo a gobiernos corruptos que utilizan la represión, la desaparición y la intimidación en contra de la oposición política y los defensores del medioambiente.

Tanto Trump como Biden representan el legado de un sistema político que ha brutalizado a Centroamérica y la asfixia en una sumisión ideológica para mantener el acceso a mano de obra barata, materias primas y mercados de consumo. Este ha sido el caso durante generaciones, en donde más que amigos, los países del istmo son naciones hechas para rendir tributo al imperio a cambio de apoyo vital en forma de ayuda condicional, inversión y atención, incluso.

Entonces, ¿por qué debería importarle esta elección a los centroamericanos? Hay innumerables razones. Pero la principal es que los medios de vida de más de 200 000 compatriotas salvadoreños, hondureños y nicaragüenses, además de miles de familias caribeñas, africanas y del sur de Asia, están en juego. El Estatus de Protección Temporal, o TPS, sigue siendo una solución provisional para los cambios de inmigración reales y se ha convertido en una política flexible de uso político sin escrúpulos en los Estados Unidos y en la región. Lo mismo pasa con la política de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, o DACA, una medida temporal que evita que Estados Unidos deporte a los indocumentados.

Por años, la derecha salvadoreña, por ejemplo, utilizó la vigencia de estas políticas como una forma de acumular votos y avivar el miedo en los votantes al afirmar que solo su candidato se aseguraría de que el TPS no fuera revocado. En anteriores campañas presidenciales, como en la de Tony Saca en 2004, Arena afirmó que las remesas solo iban a seguir llegando al país si él llegaba a la presidencia. La campaña sucia utilizó tácticas de miedo anticomunistas para ganar las elecciones contra el entonces candidato Schafik Handal.

Para numerosas familias para las que las remesas constituyen su única red de seguridad, este discurso adquirió una dimensión existencial muy real. Este arreglo perverso es políticamente ventajoso para los conservadores de la región tanto como para los estadounidenses, donde los medios de vida de los migrantes y las personas indocumentadas son la moneda de cambio. La explotación celosa de las dependencias entre Estados Unidos y Centroamérica se vuelve indispensable para los candidatos conservadores, lo que luego sofoca la experimentación política en el país hacia proyectos de izquierda. En la región, estas sucias estrategias de campaña continúan pintando escenarios apocalípticos con la vida de familias centroamericanas para ganar el voto popular.

A medida que El Salvador entra en un año electoral importante donde el control de la Asamblea Legislativa está en juego, y Honduras avanza rápidamente hacia sus Elecciones Generales a finales de 2021, tener a un demócrata o a un republicano en la Casa Blanca marcará la diferencia. El papel de Estados Unidos ocupará un lugar destacado en estas campañas nacionales, mientras que las personas designadas en la Embajada de Estados Unidos, dependiendo de los cambios ideológicos que tengan lugar en la sociedad, determinará su participación y la atmósfera de promoción de políticas.

Históricamente, la evolución política de Centroamérica ha dependido, para bien o para mal, de los cambios de los administradores estatales de los Estados Unidos y sus emisarios locales. En un estado de neo-clientelismo, el arraigo de Estados Unidos en los asuntos centroamericanos determina la expansión o contracción de las instituciones políticas tradicionales. No necesitamos ir tan lejos en la historia hemisférica, solo a la década de 1980, para encontrar ejemplos de apoyo estadounidense al fascismo, la dictadura, así como al fanatismo genocida y religioso. Para los centroamericanos que luchan hoy por un futuro mejor en la región, la permisividad de Estados Unidos hacia los excesos antidemocráticos de Bukele, el narcogobierno de Hernández, a cambio de la firma de los acuerdos de 'Cooperación en materia de asilo' y provisión de armas fuertes, revelan cómo el poder globalizado de Estados Unidos opera persistentemente. 

En este marco, la política exterior de Estados Unidos, a través del Departamento de Estado, sumada a la presión que ejerce su Presidencia, cambia la dinámica del terreno político en Centroamérica. Puede, por ejemplo, envalentonar o reducir la vitalidad de los movimientos sociales. La histórica victoria en las urnas del FMLN en 2009 fue posible a través de un momento extendido de la Marea Rosa, o la vuelta hacia la izquierda, y lo que luego se sintió regionalmente como un cambio progresivo después de la elección de Obama. 

Ahora nos encontramos en otra coyuntura crítica. A medida que el populismo autoritario y el fascismo buscan establecerse, se necesitan nuevas condiciones, que requieren que empujemos por un terreno más favorable en el que luchar. Si bien las relaciones regionales siempre se verán manchadas por la historia de aventurerismo bipartidista, guerra e intromisión, para el corto plazo de la región, esta elección representa el rechazo inmediato del orden trumpiano y su revanchismo imperial. Se espera que un cambio de las condiciones actuales, además de recuperarse de una serie de reveses, permita que los movimientos—desde feministas, queer, indígenas y afrodescendientes, hasta los que velan por los derechos de los migrantes, el trabajo y la lucha multisectorial por los derechos del agua y el medioambiente—resurjan y tracen caminos para superar los límites del presente.

Jorge Cuéllar es un académico interdisciplinario cuyo enfoque es Centroamérica y sus diásporas. Recientemente fue nombrado Mellon Faculty Fellow y profesor asistente de Estudios Latinoamericanos, Latinos y del Caribe en Dartmouth College. Actualmente trabaja en su primer libro centrado en la política de la vida en El Salvador contemporáneo.
Jorge Cuéllar es un académico interdisciplinario cuyo enfoque es Centroamérica y sus diásporas. Recientemente fue nombrado Mellon Faculty Fellow y profesor asistente de Estudios Latinoamericanos, Latinos y del Caribe en Dartmouth College. Actualmente trabaja en su primer libro centrado en la política de la vida en El Salvador contemporáneo.

Traducido por Cristina Tedman Lezcano.

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