Columnas / Cultura

Este año escolar del (pan) demonio

En un mismo año hemos sido víctimas de una pandemia, una tormenta, dos huracanes, un internet lento, un vendedor ambulante de pan dulce que se sabe nuestros horarios de clases y esa falsa idea de que los compañeros son un montón de cuadritos multicolores.

Jueves, 19 de noviembre de 2020
Willian Carballo

Profesores y estudiantes saldremos de este 2020 del demonio con la piel llena de esquirlas, los libros enlodados y mereciendo un doctorado honoris causa. En un mismo año escolar hemos sido víctimas de una pandemia, una tormenta, dos huracanes, un internet lento, una caravana de migrañas, dos citas con el oftalmólogo, dos hachas de estrés por cada hombro, un vendedor ambulante de pan dulce que se sabe nuestros horarios de clases y esa falsa idea de que los compañeros no son humanos sino un montón de cuadritos multicolores como Zoom, Meet o Teams nos han hecho creer. Todo eso que, revuelto, ha sido como llevar nueve materias por ciclo. Un harakiri académico. Un desentrañamiento escolar.

Doy clases y he visto a mi hija recibir. Como docente, entiendo a los colegas que extrañan esos días de encanto presencial. Teníamos ese hermoso lugar llamado aula, como un Nirvana, que, aunque caliente a veces y congelador otras tantas, tenía un piso por el cual caminar entre pupitres, mientras de reojo cachábamos a una estudiante chequeando su Instagram o garabateando en el cuaderno ahí donde debía estar Word abierto o la lección del día en papel. Éramos felices y no lo sabíamos.

Entonces llegó marzo como un furgón y nos arrastró hasta la casa. De repente, nos vimos sentados en pijama y con una camisa manga larga aparentando formalidad a medio comedor, frente a una computadora y un micrófono con vida propia que siempre estaba en mute cuando más lo necesitábamos abierto −y viceversa−. Aquel programa de la materia que habíamos planificado para la presencialidad ahora tenía que ser virtual. Debíamos lidiar con estudiantes con cámaras apagadas, compañías proveedoras de un internet más lento que la oposición política de este país y la melódica voz del vendedor de pan dulce cuyo superpoder era aparecer siempre a la hora en que estábamos a media clase. ¡El paaaan!

Y eso que yo hablo desde mis privilegios de clase media. Luego pienso en esos docentes de la zona rural, donde solo 35.1% de la población mayor de 10 años usa internet, según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM) 2019. O esos profesores y profesoras para quienes el calendario se deshoja viajando a diario a la tienda en busca de datos para el celular y poder dar clases desde ahí. Esos maestros de laptop prestada o computadora gorda, como bolsillo de ministro, desde donde se aferran a una raquítica señal de internet para grabarse en video, subirlo a YouTube e intentar mantener la atención de centennials inquietos durante una hora. Mi falta de pericia para mutear el micrófono es un bachecito a la par de esa cárcava tecnológica que se ha formado en esta sociedad. Maldita brecha digital de mi país.

Luego, del otro lado, los estudiantes y sus penas. Miembros de una misma familia que deben hacer de sus horarios un rompecabezas para compartir internet y encontrar cupo en la única computadora del hogar −si es que es uno del 14.8% a nivel nacional que posee ese aparato, según la EHPM−. Adolescentes a los que obligaban a enfundarse en casa el uniforme y a tragarse seis horas seguidas de PowerPoint, casi presos, para luego, aprovechando “el tiempo libre”, liberarlos para que vayan por un litro de Coca a la tienda, pasen la escoba bajo el sillón o ayuden con la lección de la letra g a su hermanito menor. Un párvulo que, además, tiene prohibido ir al subibaja del parque de su colonia, culpa del virus. “Papá, ¿cuándo voy a volver al colegio a ver a mis compañeritos?”, me preguntó mi preciosa con voz azucarada después de decirle bye a la miss. No sé, hija, no sé.

Eso ha sido, de hecho, este año escolar: no saber tantas cosas, pero igual lanzarnos al charco. La pandemia por COVID-19, y luego las tormentas y las suspensiones por huracanes, nos han hecho a los docentes y a los estudiantes reinventarnos en esta anormalidad. Ahora, los profes somos youtubers, webinaristas, manejadores de grupos de Facebook, semiexpertos en Zoom −salvo por el mute− y creadores de podcast. Y los estudiantes hoy valoran más que nunca aquellos días offline, fuera de esas pantallas, deseando soltar la computadora un rato y sentarse en pupitres dentro de esa aula, caliente o helada; pero, eso sí, en su universidad, en su colegio, en su escuela… en persona.

La vida, pues, nos cambió. Frase más trillada no puede existir para referirnos a la pandemia, de acuerdo. Sin embargo, es la que describe a la perfección el proceso educativo que, en 2020, se parece más a un pandemonio −lugar con ruido y confusión− que a una catedral del saber; pero que nos enseñó a innovar, a adaptarnos y a entender que el conocimiento no está en un espacio físico sino en la experiencia de quien lo sabe transmitir y lo quiere recibir.

No sé cuándo volveremos a los salones del todo. Quizás en enero, quizás en febrero. Pero sepan que, si se viene otra pandemia, otra tormenta, otro huracán y hasta un terremoto -ojalá esto no lo permita-, docentes, estudiantes y hasta el del pan dulce nos declaramos listos para hacerle frente desde la casa al reto. Solo que, esta vez, estaremos más preparados que antes.

Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático y consultor especializado en medios, cultura popular, jóvenes y violencia. Coordinador de investigación en la Escuela de Comunicación Mónica Herrera.
Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático y consultor especializado en medios, cultura popular, jóvenes y violencia. Coordinador de investigación en la Escuela de Comunicación Mónica Herrera.

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