Columnas / Cultura

Rescatar el espacio público también es apostarle al desarrollo

Escuchamos mucho sobre un “El Salvador peligroso”, pero ¿qué nos aleja más del peligro, un encuentro en un espacio abierto, iluminado y concurrido en un espacio público o el esconderme detrás de un muro o un portón?

Lunes, 23 de noviembre de 2020
Sofía Bonilla

Mural elaborado sobre la calle Delgado en el centro de San Salvador, a cargo del artista salvadoreño Rodo Díaz. Foto cortesía de Glasswing.
Mural elaborado sobre la calle Delgado en el centro de San Salvador, a cargo del artista salvadoreño Rodo Díaz. Foto cortesía de Glasswing.

Según ONU Hábitat, la población mundial que vive en zonas urbanas va en crecimiento acelerado. Actualmente, más de tres de cada cinco personas en el mundo viven en ciudades. Esto, entre muchas cosas, significa que cada día son más quienes viven en espacios densamente construidos, hacinados, muchas veces no planificados, con menor acceso a movilidad e interacción con el aire libre y la naturaleza, donde las desigualdades se agudizan y proliferan los asentamientos humanos sin infraestructura de calidad. Este panorama ocurre de igual manera en El Salvador, pues, según la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (2018), casi un tercio de la población nacional vive en el Área Metropolitana de la capital y más del 70 % de los salvadoreños vivían en zonas urbanizadas para el 2018.

En 2020, con la pandemia y la permanencia en casa para evitar los contagios, ese hacinamiento ha significado un desgaste todavía mayor. Siempre es un buen momento para hablar de espacio público, pero tomando en cuenta el contexto de la pandemia, podemos tomar este impulso para analizar las ciudades desde otras perspectivas. Y, para ello, en primer lugar es importante que definamos espacio público como aquel lugar en donde los ciudadanos se encuentran, interactúan y se reconocen entre sí. Estos lugares son redes inmersas en la ciudad y forman parte del gran ecosistema urbano que dialoga con el espacio privado y el territorio no construido. Se considera, además, como el tejido que posibilita una mejor calidad de vida para quienes viven en una ciudad. Hay otras tantas definiciones más, válidas también, pero en lo que me interesa aterrizar es en el encuentro cara a cara entre personas que este permite. 

Los datos presentados al inicio de esta columna son poco alentadores, sobre todo, en términos numéricos; sin embargo, desde otras perspectivas, las ganancias de contar con mucho espacio público (no solo en cantidad, sino también de calidad) son reconocibles. El gran valor de una acera, una plaza o un parque va más allá de que se vea bonito, esté limpio o tenga un diseño agradable. Su valía está también relacionada con que sean espacios de calidad que permitan la movilidad de todas las personas y que, a través de este espacio, puedan acceder a lugares y, por ende, a derechos vitales. Es decir, que estos espacios públicos sirvan como un puente para el goce de los derechos de las personas: que puedan acceder a lugares de trabajo, a centros de salud, a centros educativos y de otras formas de aprendizaje, a lugares de descanso y recreación, entre otros.

Las ciudades que no permiten su recorrido libre, porque no proveen de circuitos interconectados de aceras, ciclovías y parques, terminan obligando a sus habitantes a vivir y moverse solo en ciertas zonas de la urbe, privándoles de lo que no existe “en su zona”. En centros urbanos como San Salvador, pareciera que cada persona, dependiendo del sector o grupo al que pertenece, tiene permiso a transitar solo en ciertas áreas de la ciudad y no otras. Es una regla no escrita, pero existente.

Y es que si solo me muevo en mi única realidad, en mi asentamiento precario, en el centro de San Salvador o “del Salvador del Mundo para arriba” y con personas en situaciones similares a las mías, es fácil asombrarse cuando alguien se ve diferente, actúa diferente o piensa diferente. No obstante, si me mezclo en espacios de igualdad, como en una acera del Parque Cuscatlán que borre la jerarquía socioeconómica entre nosotros, se vuelve más fácil acceder al otro, reconocer al otro, aceptar al otro y hasta aprender del otro. De esta manera, una sociedad que reconoce y da cabida a las divergencias se compromete realmente a la participación ciudadana y puede hablar de democracia.

Los meses de encierro a los que nos hemos enfrentado desde mediados de marzo han llevado a muchísimas personas en el mundo entero a mantenerse aislados física y socialmente de los demás. Esto, entre otras cosas, ha sido acompañado por depresión y ansiedad, pues en esencia somos seres sociales y necesitamos “del encuentro con el otro para vivir”. Por otro lado, mantenerse conectado por plataformas cibernéticas, aunque da soluciones a temas laborales o cierto acercamiento en medio de una cuarentena, nos encierra a una realidad en cierta medida falsa. Como dice Zigmunt Bauman, por internet puedo añadir o borrar amigos y tener o evitar conversaciones detrás del anonimato de la computadora, sin necesidad de habilidades sociales. Pero en la calle, en la acera, en el transporte público, nos encontramos con la necesidad de interactuar razonablemente, nos enfrentamos a dificultades e involucramos entre diálogos y choques.

Previo a la pandemia, la sociedad salvadoreña estaba ya encerrada tras muros, portones con alambres de púa, túmulos y fronteras invisibles. Ahora se ha vuelto aún más tortuoso el intenso encierro de una cuarentena y nos alejó más del camino que tenemos que recorrer hacia el respeto de los demás. Si bien la cuarentena y otros protocolos de prevención contra la covid-19 son necesarios, no podemos cerrar los ojos a secuelas colaterales. Alejados del encuentro con el otro, y más alejados aún del que es diferente a mí, peligramos en cegarnos a construir una vivencia pacífica y segura. Escuchamos mucho sobre un “El Salvador peligroso”, pero ¿qué nos aleja más del peligro, un encuentro en un espacio abierto, iluminado y concurrido en un espacio público o el esconderme detrás de un muro o un portón? Aunque tengo mi respuesta, todas las opiniones son válidas. Vale la pena pensarlas y contraponerlas.

El pasado mes de agosto tuvo lugar una intervención de urbanismo táctico en la Calle Delgado, en el Centro Histórico de San Salvador. Esta fue liderada por la alianza entre Glasswing International, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la Alcaldía de San Salvador. Aunque ínfima en medio de un Área Metropolitana, y efímera en su materialidad, tiene un impacto real y un alcance considerable de sopesar. Se trata de la creación de una alfombra de pintura de 200 metros en la calle que conecta el edificio excine Metro (próximamente Centro Cultural Nave Metro) y el mercado Excuartel.

Hubo reacciones de todo tipo: desde notas periodísticas hasta críticas; se habló de lo “bonito” del diseño de ese “arte urbano” de la Calle Delgado. Diferentes voces se pronunciaron sobre la revitalización de la zona por medio del uso de color, sobre la posible peatonalización de estas cuadras, y hasta se dijo que se trataba de un mensaje cargado de esperanza para la reapertura en el año de la covid-19. Todo esto es real, pero resalto, nuevamente, que el espacio público intervenido ha sido solo un pretexto para volver el rostro a esta zona y sus habitantes. A estas dos cuadras (y su alrededor) se les ha considerado, por años, sucias, degradadas y, por algunos, hasta “peligrosas”. Pero a esta zona, en la calle como espacio público por excelencia, le llegó un pequeño foco iluminador: un collage artístico a nivel de suelo, que llama la atención de la ciudad… aunque sea por pocos días. Con la intervención de la Calle Delgado, leímos felicitaciones, aplausos e incluso disgustos por la obra del artista, mientras se hacían comentarios de desprecio para “las champas” de los vendedores y vendedoras por cuenta propia del lugar. Como si la existencia de una implicara la eliminación de la otra.

Ya son varios los actores que trabajan para y por la calle Delgado. Nos interesa observar lo que pasa y seguirá pasando en términos culturales, socioeconómicos y urbano-espaciales, para así poder entender patrones y necesidades de encuentro y movilidad, entre peatones, vehículos, valores culturales, entre otras cosas. Por el momento, reconforta saber que esta intervención efímera del espacio público ha trascendido de ese lugar físico a ser un territorio de encuentro, de rostros, de historias, de vidas y de ideas, en este caso de ideas diversas, algunas discrepantes, pero que pueden entrecruzarse más de lo que pareciera a simple vista, hay un primer logro de la intervención.

Vienen más reflexiones que se están gestando para compartir y, a partir de ellas, reafirmo que estamos en un buen momento para debatir sobre espacio público.

Sofía Bonilla es urbanista. Arquitecta por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Planificadora Urbana por la Universidad Técnica de Dortmund, Alemania. Actualmente es coordinadora del Laboratorio de Espacios públicos de Glasswing International.
Sofía Bonilla es urbanista. Arquitecta por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Planificadora Urbana por la Universidad Técnica de Dortmund, Alemania. Actualmente es coordinadora del Laboratorio de Espacios públicos de Glasswing International.

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