Columnas / Política

¿Qué será de la democracia latinoamericana sin Trump?

Todo indica que para el futuro presidente la democracia tiene un valor intrínseco y vale la pena tener vecinos democráticos, inclusive si estos están en desacuerdo con EE. UU.

Martes, 1 de diciembre de 2020
Laura Gamboa

La victoria de Joe Biden en la carrera presidencial es una buena noticia para la democracia de Estados Unidos, pero aún mejor noticia para la democracia latinoamericana.

Politólogos han mostrado que el papel de Estados Unidos es importante para entender las transiciones y rupturas democráticas en América Latina. De forma directa o indirecta, durante la Guerra Fría, EE. UU. catalizó golpes de Estado y dictaduras a lo largo y ancho de la región. De la misma manera, una vez caído el muro de Berlín en la década de los noventa, EE. UU. dirigió su influencia diplomática y recursos para facilitar transiciones democráticas en diversos países latinoamericanos.

No todas las rupturas democráticas son consecuencia de las acciones estadounidenses y no todas las transiciones a la democracia tuvieron ayuda del gigante del norte. Sin embargo, la actitud normativa de sus gobernantes frente a la democracia es un factor importante a la hora de analizar el ascenso y colapso de dictaduras y democracias en la región.

Donald Trump es un líder con valores autoritarios: para él, la democracia no tiene un valor intrínseco. Su agenda política e intereses personales son su prioridad y está dispuesto a sacrificar democracias o apoyar dictaduras para alcanzarlos.

Las consecuencias de dicha actitud han impactado considerablemente a sus vecinos del sur. Desde 2016, América Latina ha visto el ascenso de —por lo menos— tres presidentes con tendencias autoritarias: Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés Manuel López Obrador en México y Nayib Bukele en El Salvador; y la consolidación de dos dictaduras: la de Nicolás Maduro en Venezuela y la de Daniel Ortega en Nicaragua. No se puede culpar a Estados Unidos por la habilidad de estos líderes de llegar o sostenerse en el poder, pero el desdén con el cual Trump trata la democracia les ha facilitado la labor.

Presidente Donald Trump y president Nayib Bukele se estrechan las manos en una reunión en Nueva York, el 25 de septiembre de 2019. Foto por Saul Loeb/AFP.
Presidente Donald Trump y president Nayib Bukele se estrechan las manos en una reunión en Nueva York, el 25 de septiembre de 2019. Foto por Saul Loeb/AFP.

Como bien señala Héctor Silva Ávalos, el presidente estadounidense le ha dado la mano a líderes centroamericanos corruptos y autoritarios, a cambio de promesas y acuerdos en temas migratorios. En 2017, EE. UU. se hizo el de la vista gorda cuando Juan Orlando Hérnandez ganó las elecciones en Honduras bajo sospechas de fraude bien documentadas y le prestó apoyo diplomático esencial para sortear presión internacional y protestas al interior del país.

EE. UU. también ha ignorado los avances autoritarios de Bukele en El Salvador. Se ha negado a rechazar la invasión temporal del Legislativo de la mano con el Ejército, las violaciones a derechos humanos y el desacato del presidente salvadoreño de órdenes judiciales.

En Guatemala, Trump le quitó apoyo diplomático a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Dicha comisión, creada en un esfuerzo multilateral sin precedentes, había investigado varios casos de corrupción e impunidad de alto nivel. Cuando las investigaciones tocaron la puerta del entonces presidente Jimmy Morales, el Ejecutivo decidió atacar a la comisión y acabar con la iniciativa. Sin respaldo de EE. UU., la comisión no logró resistir la presión y cerró sus puertas en 2019. Dadas las deficiencias institucionales en Guatemala, la Cicig estaba cumpliendo un rol esencial para el desarrollo democrático del país.

Estos países no fueron las únicas víctimas de Trump. Desde 2016, Nicolás Maduro se ha afianzado en el poder. Si bien la profundización autoritaria en Venezuela se debe en buena parte a factores domésticos, la torpe y miope política exterior de EE. UU. dilapidó oportunidades de cambio y ha generado condiciones para solidificar el control del presidente de facto. En 2019, aprovechando una coyuntura muy particular, Juan Guaidó se posicionó como presidente interino. Fue un movimiento inteligente que agarró al gobierno desprevenido y le dio a la oposición reconocimiento internacional. Guaidó había logrado lo imposible, catalizar una oposición fragmentada alrededor de una estrategia única.

Con el respaldo de EE. UU. y decenas de países alrededor del mundo, esta era una oportunidad sin precedentes para sentar al gobierno a negociar. Desafortunadamente, en vez de trabajar en mecanismos que obligaran a la negociación, como neutralizar el apoyo de Cuba, Rusia y China y fortalecer facciones de oposición moderadas, Donald Trump amenazó al gobierno venezolano con una invasión improbable, fomentó el fracasado levantamiento de abril de 2019 y boicoteó los intentos de Noruega para una negociación.

Como si fuera poco, Trump instauró sanciones que no han servido para doblegar al Gobierno de Maduro, pero que sí han aumentado la dependencia de los venezolanos del Gobierno disminuyendo las posibilidades de protestas que puedan desestabilizarlo en el futuro. Más allá de la retórica guerrerista para ganar votos en La Florida, Trump no ha hecho nada para fomentar la democracia en Venezuela. Dos años después de que Guaidó se posicionara como presidente interino, la oposición está aún más fragmentada y Maduro ha afianzando aún más su control sobre el país.

Joe Biden no tiene las mismas preferencias normativas por la democracia que Donald Trump. Todo indica que para el futuro presidente la democracia tiene un valor intrínseco y vale la pena tener vecinos democráticos, inclusive si estos están en desacuerdo con EE. UU. Más importante aún, Biden deja la sensación de que para él la democracia en el continente tiene un valor estratégico fundamental y ese valor es el que augura cambios importantes para la región. De Biden podemos esperar no una política más (o menos) dura que la planteada por Donald Trump, pero sí una más inteligente.

La corrupción y la impunidad han fomentado la violencia que ha llevado a miles de centroamericanos a abandonar sus países para migrar a EE. UU. Apoyar iniciativas que disminuyan la corrupción y la impunidad en Guatemala, El Salvador y Honduras es, por lo tanto, no sólo normativamente importante, sino un paso fundamental para solucionar temas de inmigración.

De forma similar, la dictadura venezolana amenaza intereses claves de Estados Unidos en Suramérica, incluyendo temas de seguridad y narcotráfico. Acabar con la dictadura no es para Biden un problema electoral; es un problema de seguridad hemisférica. Lograr la caída del régimen es más importante para él que parecer “duro” frente al dictador.

Si bien los latinoamericanos tenemos generalmente buenas razones para sospechar de la política exterior estadounidense, es esperable, por lo menos en temas de democracia, que los próximos cuatro años sean más favorables que los que acabamos de pasar. No sólo porque Biden —a diferencia de Trump— valora la democracia, sino porque tiene una visión más amplia y estratégica de lo que significa para EE. UU. la presencia de regímenes democráticos en América Latina.


*Laura Gamboa es profesora asistente de Ciencia Política en la Universidad de Utah. Doctora en Ciencia Política por la Universidad de Notre Dame. Sus investigaciones se centran en las instituciones, el régimen político y el cambio de régimen en América Latina.

www.latinoamerica21.com, un proyecto plural que difunde contenido producido por expertos en América Latina.

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