Columnas / Memoria histórica

El desprecio presidencial no podrá borrar los Acuerdos de Paz

La proclamación gubernamental es un dicho; los Acuerdos son un hecho. Aun con todos los recursos a su disposición es imposible que el dicho alcance a borrar el hecho.

Martes, 19 de enero de 2021
Roberto Turcios

La fundación de nuestra República tuvo la marca indeleble de la pólvora en los campos de batalla. Los dictados del acuerdo de Independencia no pudieron cumplirse, tampoco las normas de la primera Constitución. En su lugar, se impuso el destino marcado por la guerra. Desde entonces, a lo largo de las décadas, los períodos políticos solo tuvieron fronteras de combates, nunca de acuerdos políticos ni negociaciones. Hasta 1992.

El 31 de diciembre de 1991 fue inolvidable. Una década dura, inclemente, terminaba aquel día con el acontecimiento del siglo. Desde Nueva York llegaban las noticias; en el despacho del secretario general Javier Pérez de Cuéllar, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), estaban las delegaciones del Gobierno y el FMLN. La presión era enorme, porque la prolongación de la guerra resultaba insufrible y Pérez vivía el último día de su mandato. Él desempeñaba la función clave en las negociaciones, algo que ocurría por primera vez en la trayectoria de la ONU. Si el reloj marcaba las 12 de la noche sin acuerdos, las negociaciones tendrían un paro que nadie sabía cuánto podría durar, porque el nuevo secretario tomaría su tiempo en el nombramiento de sus equipos y el diseño de su agenda.

Y entonces, ¡ocurrió el milagro en el último minuto de 1991! Y en el país hubo fiestas memorables. En la capital, en los frentes de guerra y las ciudades cayó un espíritu nuevo: los combates duros cedieron su primacía al cese al fuego y al desmontaje de la guerra.

Del conflicto a la esperanza

En la década de 1980 vivimos la mayor de todas las guerras de nuestra historia; no tuvimos pocas, pero aquella fue incomparable. Comenzó con episodios atroces, cuando el asesinato desfiguraba rostros, identidades y trayectorias. Los escuadrones de la muerte eran fachada de acciones oficiales y, por otro lado, los secuestros tenían mensajes revolucionarios. Entonces, el homicidio de Romero fue, quizá, la señal del ingreso irreversible a la guerra.

1980 fue la década más violenta en los dos siglos de la República. El beso enamorado de la mañana, un saludo, la caricia y una palabra de complicidad inocente quedaron interrumpidos por balazos en el pecho o la frente. Como nunca, las agudas interpretaciones de Salarrué, Dalton y Masferrer sobre nuestras violencias resultaron menores ante la realidad. Los amaneceres y los atardeceres eran paisajes para la violencia despiadada de la guerra, mientras seguían las ejecuciones sumarias.

Aquella década también fue la más negociadora de nuestros tiempos. Nunca se negoció tanto ni se forjaron tantos cambios en la estructura del Estado. Sin embargo, ese proceso extraordinario ocurrió a un lado de los campos de batalla, donde los dos ejércitos desplegaron operaciones de gran envergadura y capacidad técnica. En la historia latinoamericana se encuentran pocos procesos con tales muestras de destreza militar en una guerra interna.

En noviembre de 1989 hubo una síntesis histórica, cuando el ejército guerrillero penetró hasta la capital y libró combates durante varios días. Quedó claro que no estaba cercano a la derrota, tampoco a la victoria. Las dos fuerzas dieron señales de sus capacidades para seguir sosteniendo batallas. La síntesis la completó una escena macabra formada por los cuerpos destrozados a balazos en la UCA. Una agrupación del batallón Atlacatl asesinó al grupo intelectual independiente que más produjo durante la década.

En medio de la dureza de 1989 emergió el esbozo de la esperanza; pasos vacilantes, gestiones primerizas y contactos exploratorios constituyeron la apertura del nuevo período negociador. En 1984 sucedió el primer diálogo con reuniones en La Palma y Ayagualo, seguidas por otras en Estados Unidos y México que no alcanzaron acuerdos irrevocables. En Centroamérica se libraban conflictos políticos y militares: en Nicaragua, Guatemala y El Salvador, interpretados por muchas cancillerías como episodios de la Guerra Fría entre Moscú y Washington. Tanto las potencias mundiales como los gobiernos con mayor peso regional tenían secciones dedicadas al estudio de la guerra salvadoreña. Su dinamismo, aun con el peso de las dos potencias ­–sobresaliendo el de Washington–, tenía un ritmo local indiscutible. Estados Unidos, la Unión Soviética, los países europeos y los latinoamericanos eran actores de peso en la agenda política salvadoreña y centroamericana. 

Fuerzas de cambio

La población nutrió las filas de las dos fuerzas. Claro, entre una y otra no había punto de comparación, pues el Ejército, los cuerpos de seguridad y sus unidades paralelas tenían décadas de contar con la incorporación permanente y eventual a sus filas. En cambio, el FMLN y el FDR lograron una incorporación masiva asombrosa. El 22 de enero de 1980 dieron una demostración impresionante al organizar una manifestación que ocupó el centro ampliado de San Salvador, con una presencia compuesta por el pueblo común, llano y espeso. El poder definitivo que trazó el desenlace fue el de los hombres apostados en los techos de los edificios que atacaron con armas largas a los manifestantes.

Dos años después de la manifestación gigantesca hubo elecciones. Estuvieron llenas de irregularidades, pero representaron un ejercicio novedoso de competencia entre partidos, sin la mano abierta de la estructura militar haciendo las truculencias acostumbradas a favor de sus favoritos. Con la generalización de la guerra, las nuevas formas políticas y el asentamiento de las iniciativas negociadoras, tanto nacionales como internacionales, el país entró a otro período histórico. Si la guerra era el acontecimiento dominante, en la política había varios polos, el de la negociación era uno; el de la competencia de los partidos Arena y el PDC, otro; y los debates para una nueva Constitución, el tercero. A la par de la guerra permanente hubo una configuración institucional en torno a la competencia partidaria y el desplazamiento político gradual del mando militar. Las disputas encendidas entre los partidos contaron con el arbitraje insoslayable de los representantes del gobierno de Estados Unidos, quienes se comportaban como sujetos de una fuerza interna.

Los jefes militares libraban combates regulares que seguían con atención los generales del Comando Sur de los Estados Unidos. Ellos sostuvieron la intervención militar y política más prolongada y amplia en Centroamérica, en especial contra Nicaragua y El Salvador. Violaron sus leyes, encubrieron operaciones y entregaron armas, porque el presidente Reagan quería acabar con todas las insurgencias del área. No lo logró. Hasta sus gobiernos aliados decidieron buscar una salida política a la guerra en 1987, con el Acuerdo de Esquipulas, una iniciativa centroamericana que siguió a la sostenida por los países del Grupo de Contadora. Aquel año crecieron las opciones negociadoras en la región, y en El Salvador se volvieron consistentes desde noviembre de 1989 hasta diciembre de 1991.

Los acontecimientos de noviembre de 1989 abrieron otro período del proceso general, cuyo indicio más relevante fue el inicio de las negociaciones, con la participación de la Secretaría General de las Naciones Unidas. A esas alturas, el proceso político y militar salvadoreño era un acontecimiento de primer orden en América Latina. La firma de los Acuerdos de Paz el jueves 16 de enero de 1992 lo demostró: diez jefes de Estado junto a cancilleres y representantes de organismos internacionales asistieron al castillo de Chapultepec, en Ciudad de México. Ese fue el evento político de nuestra historia con la mayor presencia internacional.

Shafick Handal, por los rebeldes. Emocionado, a este hombre de 62 años, de barba encanecida, se le quiebra la voz:

'El FMLN ingresa a la paz abriendo la mano (y la extiende fijando la mirada en un Cristiani 15 años menor que él), que ha sido puño (y la cierra con un gesto de fuerza), y extendiéndola amistosamente a quienes hemos combatido (vuelve a abrirla y sostiene el gesto dirigido a la mesa oficial) como corresponde a un desenlace sin vencedores ni vencidos, con el firme propósito de dar comienzo a la unificación de la familia salvadoreña'.

Y dirigiéndose al lugar que ocupa James Baker:

'El FMLN desea reconocer al gobierno de Estados Unidos su cooperación para que la cooperación alcanzara sus frutos, particularmente desde la ronda de septiembre del año pasado en Nueva York'.

Al final, el paso de la estafeta política: 'Las partes en la negociación hemos terminado nuestro trabajo. Desde ahora la nación entera asume el protagonismo de su propia transformación. ¡Viva la paz! ¡Viva El Salvador! ¡Viva México!'.

Cerrada ovación.

Pero faltaba lo mejor.

Luego de los discursos de los presidentes del Grupo de Apoyo a Pérez de Cuéllar, vendría el discurso de Cristiani. Mesurado, conciliador, realista:

'La crisis en que se vio envuelta la nación salvadoreña en el último decenio no surgió de la nada ni fue producto de voluntades aisladas. Esa crisis tan dolorosa y trágica tiene antiguas y profundas raíces sociales, políticas, económicas y culturales'.

Un reconocimiento capital, sin cambiar la modulación de la voz: 'En el pasado, una de las perniciosas fallas de nuestro esquema de vida nacional fue la inexistencia o insuficiencia de los espacios y mecanismos para permitir el libre juego de las ideas, el desenvolvimiento natural de los distintos proyectos políticos, derivados de la libertad de pensamiento y de acción. En síntesis, la ausencia de un verdadero esquema democrático de vida'.

El llamado al reencuentro: 'Le decimos al FMLN, con respetuosa convicción, que su aporte es necesario para desarrollar en El Salvador una democracia estable y consistente (…) podemos trabajar en conjunto para el beneficio del país, como El Salvador se lo merece'.

El final, cargado de misticismo religioso:

'¡Que Dios sea con nosotros y que la paz sea con nosotros ahora y siempre!'.

Entonces ocurrió el momento más emocionante. Una cerrada y prolongada ovación, la más sonora, envolvió al presidente que salía del podio y con paso firme se dirigía hacia la mesa de la comandancia general del FMLN. Los saludó, uno por uno, comenzando por Handal, a quien además dio un medio abrazo. El aplauso creció. Saludó a la delegación oficial. Pasó frente a James Baker sin saludarlo.

El rostro de Cristiani estaba enrojecido.

–¡No saludó a Baker! –comentó un colega.

No era su intención. Cristiani se dirigía hacia su mujer que lo recibió con lágrimas en los ojos. Su hija lloraba visiblemente. Y, mientras Cristiani volvía a su lugar en el podio de los diez presidentes, Margarita Cristiani corrió a saludar de abrazo y beso a los comandantes máximos del FMLN. El intenso frío de la invernal mañana cedió un instante.

Extracto de El abrazo de viejos enemigos, la crónica de Víctor Flores García sobre la firma de los Acuerdos el 16 de enero de 1992.

Herencias pesadas

El siglo XIX dejó como herencia una carga pesada porque la estructura del poder descansaba en la columna dura del Ejército. La república de la oligarquía agroexportadora, configurada al amparo de los gobiernos liberales, tuvo al grupo exportador, financiero y procesador en la cúspide de su poder económico, mientras el grupo civil militar condujo el timón de la política. El equilibrio entre los primeros y la amplia masa de los cafetaleros pequeños y medianos, contó con el apoyo de los comandantes militares, quienes fueron los artífices del control territorial y de los triunfos electorales. Incluida la dictadura.

El general Maximiliano Hernández Martínez, uno de los oficiales más conocidos en 1930, emergió de la crisis y de una traición. Aquel año, cuando el país sufría el impacto del derrumbe del capitalismo mundial, la gente vivió, por primera vez, una competencia electoral sin imposiciones presidenciales. La fórmula ganadora fue la de los reformistas liderados por Arturo Araujo, Hernández Martínez y Alberto Masferrer. Llegaron a la presidencia el 1 de marzo de 1931; pocas semanas después estaban tan sumidos en el descrédito que Masferrer tomó distancia del Gobierno. La crisis golpeaba a todos, en especial a las mujeres y los hombres asalariados, pequeños propietarios y sin empleo. Los empleados públicos no recibían sus salarios, tampoco los militares; desde los medianos hasta los pequeños propietarios estaban angustiados porque no pagaban sus préstamos y estaban expuestos al embargo. Entonces se produjo el golpe de Estado, el 2 de diciembre. El general le dijo a su presidente Araujo que los golpistas lo habían hecho prisionero, aprovechó el respaldo de los diplomáticos de los Estados Unidos y ocupó la presidencia. Empleó el siseo para conversar, la amenaza en función de sus objetivos y la acción indiscriminada en la mayor operación represiva desplegada desde la fundación nacional.

La dictadura moldeó los ánimos ciudadanos con base en el aplastamiento represivo de la rebelión de enero de 1932, de los opositores reales o imaginarios y de cualquier expresión libre.

El régimen autoritario fue sucesor legítimo de la dictadura; sus coroneles oscilaron entre la dictadura y la democracia, sin desplazarse hacia una u otra, aunque apegados a las tradiciones del general. La cúpula del alto mando militar operó como el grupo dirigente del régimen; en un lado estaban los líderes de las firmas agroexportadoras e industriales, en otro, los intelectuales. El régimen fracasó en su propósito de realizar la reforma agraria y cedió el mando a un grupo dirigente que apostó por una opción contrarrevolucionaria, creyendo que con un salto de calidad represivo acabaría con el auge de las agrupaciones que levantaban las banderas de la revolución.

Acuerdos para una crisis histórica

La guerra fue la evidencia de una crisis histórica al mismo tiempo que operó como factor de transformaciones tan radicales en nuestra historia como la negociación. Los Acuerdos de Paz transformaron la estructura política del Estado en, al menos, tres áreas: instituyeron la columna institucional dura del poder y la seguridad pública; crearon dispositivos para reforzar aspectos fundamentales, como los derechos humanos y el judicial; y adoptaron una disposición constitucional inédita.

Estas tres áreas de transformaciones impulsaron una transición plena a la democracia y a un régimen político nuevo. La guerra dio lugar a una negociación que encaró la columna central del régimen político, como la institución militar con sus funciones amplias, las cuales iban desde la integridad territorial hasta la vigencia constitucional. En la práctica cruda y dura del autoritarismo, los comandantes del alto mando, con su jefe al frente, fungían como el tribunal inapelable de los asuntos principales y de los otros que, por alguna razón, decidían abordar.

La negociación le dio vuelta, de manera dramática, a la arquitectura fundamental del poder salvadoreño: dejó dos funciones a la institución castrense (el territorio y la soberanía), retirándole las de seguridad pública e inteligencia; instruyó la investigación de los oficiales, estableciendo una comisión ad hoc para ese propósito; dispuso los principios que orientarían la doctrina de la entidad y suprimió batallones, reduciendo el número de los efectivos. Desde el siglo XIX, la Fuerza Armada nunca había dejado la supremacía jerárquica en los asuntos públicos, hasta 1992, cuando quedó subordinada al poder civil, a las leyes y al respeto irrestricto a los derechos humanos. Nunca la Fuerza Armada había tenido el enfoque de los Acuerdos.

La seguridad pública también tuvo un gran cambio. El Ejército entró a la guerra flanqueado por tres cuerpos de seguridad que tenían varios años de encargarse de labores sucias y criminales contra las mujeres y los hombres de la oposición. La Policía Nacional, la Guardia y la Policía de Hacienda ya no tenían nada que ver con sus objetivos originales, pues operaban como cuerpos represivos sin ningún acatamiento a la ley y, además, como matrices de sucursales escuadroneras. De tal aberración se pasó al enfoque civil de la seguridad, a la creación de un cuerpo especial y a la organización de un centro formador de los agentes, todos con el respeto a los derechos de la ciudadanía como una especie de razón de ser.

Los Acuerdos crearon dispositivos para fortalecer aspectos fundamentales, como los derechos humanos y la organización judicial. La creación de la Procuraduría de los Derechos Humanos, las novedosas funciones del Consejo Nacional de la Judicatura y las medidas para la consolidación de la Corte Suprema de Justicia configuraron un entramado institucional favorable a la plena transición a la democracia. Si desde la primera mitad de la década de 1980 comenzó el tránsito a la democracia, con base en la competencia electoral libre de intromisiones gubernamentales, fue en 1992, con la implementación de los Acuerdos, el cese al fuego, la incorporación del FMLN a la vida política y la constatación del cumplimiento de los compromisos, por parte de la ONU, que la democracia constitucional apareció como opción real en los asuntos salvadoreños.

El fin negociado de la guerra tuvo varios aspectos inéditos. El tratamiento constitucional de los Acuerdos fue otro; por primera vez se siguió, paso a paso, el procedimiento estipulado para la reforma. No fue un seguimiento escrupuloso, pues los acuerdos derivaron de una mesa que estaba fuera de la Asamblea Legislativa. Este cuerpo, sin embargo, al recibir el texto de los acuerdos, cumplió con los plazos y las formas. Así se formó un marco con hechos reales que, al mismo tiempo, fue manifestación simbólica del acontecimiento: la Constitución de la guerra, la de 1983, recibió una reforma radical en asuntos fundamentales, conforme al procedimiento correspondiente, dando lugar a un complemento transformador. ¡Ya no fue solo el texto de 1983, sino también el de 1992! La Constitución de 1983 ya no fue tal, pues pasó a ser también la Constitución de 1992.

Cada uno de los firmantes tuvo en mente objetivos propios, pero aceptó los comunes plasmados en los Acuerdos. Gran parte del mérito para el acercamiento correspondió a los representantes del secretario Pérez de Cuéllar, quienes tuvieron la paciencia metodológica requerida para buscar coincidencias y descartar los detalles inviables. Otro mérito fue de las organizaciones sociales y políticas que adoptaron la solución política como una especie de bandera nacional. Con la intuición propia de una generación curtida y frustrada por el implacable rigor excluyente de la guerra, varias agrupaciones se lanzaron a la realización de proyectos intelectuales, sociales, políticos y hasta empresariales que se proponían la incidencia en la cultura. Las personas enfrascadas en esos propósitos fueron un indicio del cambio histórico que estaba animando la realidad cotidiana.

Dichos y hechos

Este tiempo tiene urgencias propias, diferentes a las de hace tres décadas. Como ocurrió en el siglo XX, una violencia trágica, a veces descontrolada, persiste, la emigración sigue siendo un fenómeno determinante en la sociedad, también el déficit fiscal y la pobreza. Sin embargo, a pesar de esas semejanzas notables, se trata de otro tiempo, de un nuevo período histórico. Basta una mirada a los grupos dominantes en la política para advertir que uno diferente está en el centro del poder.

Los hechos de la evolución política durante la posguerra son impresionantes: transcurrieron más de cuatro décadas sin golpes de Estado, pasaron 39 años con elecciones continuas e ininterrumpidas y hubo ocho gobiernos formados luego de triunfos electorales. ¡Nunca ocurrió algo parecido desde la fundación de la República, en 1821!

Durante el período de la posguerra hubo otros hechos impresionantes, como la postura de la Sala de lo Constitucional, exigiendo al Legislativo y Ejecutivo el respeto de sus decisiones, en 2011. Los dos órganos hicieron gestos de desacato, algunos de ellos ridículos, pero terminaron aceptando las decisiones de los magistrados. En nuestra historia republicana comenzaba a imponerse la democracia constitucional, solo con el rigor del derecho, sin la intervención de ningún general.

Todo comenzó a cambiar con el último gobierno, durante la gestión de la pandemia. El presidente asumió facultades de interpretación constitucional, llegó hasta el desacato y dispuso que sus funcionarios no respetaran las órdenes legislativas. Para completar ese cuadro inédito impulsó un proceso de reformas constitucionales. Desde el poder, el nuevo grupo plantea el propósito de la fundación de algo así como otro régimen y, de acuerdo con sus declaraciones, tendría más rasgos del autoritarismo que de la democracia.

Como tiende a ocurrir con todo grupo de poder, el actual da señales de tener ánimos para imponer su interpretación de la historia más reciente. Toma como punto de partida el negacionismo de los Acuerdos de Paz, dándoles el carácter de farsa. Quién sabe por qué se ha empeñado en esa iniciativa. Quizá, porque no cabe en la explicación grandilocuente de su gobierno que, con frecuencia, se sitúa como el más grande en la historia, pues por primera vez se hace lo que hace. La proclamación gubernamental es un dicho; los Acuerdos son un hecho. Aun con todos los recursos a su disposición es imposible que el dicho alcance a borrar el hecho.

El hecho histórico es el de la guerra y los Acuerdos como acontecimientos decisivos de la política salvadoreña; tanto lo fueron que, por primera vez, los jefes militares aceptaron la investigación realizada por tres civiles sobre sus hojas de servicios. Ese y otros acontecimientos de 1992 relacionados con la negociación no tienen comparación posible en la historia salvadoreña. Fueron únicos y, quizás, irrepetibles. Condujeron al tránsito hacia la democracia, arribaron hasta la vigencia de la constitucionalidad y hoy zigzaguean en torno al autoritarismo.

La pregunta del día es ¿por qué este grupo de poder necesita presentar su explicación a un acontecimiento histórico? Tal vez todo sea producto de urgencias electorales, pues al presidente y su grupo de poder les interesa convertir al FMLN y a Arena en referencias de corrupción. ¿Eso será todo? Quién sabe; los grupos dominantes siempre han tendido a encontrar motivos para presentarse como los titulares legítimos que están encima del bien y el mal. El grupo actual adopta la misma postura, pero con una estrategia de comunicación novedosa. Tenemos, entonces, un viejo estilo de poder con una nueva estrategia de comunicación. Y la última ha sido muy exitosa; ha operado como el dicho florido del hecho autoritario.

Ahora, la estrategia de poder tiende a concentrarse en la comunicación política, empleando los recursos disponibles, los digitales y los tradicionales, con el propósito de asegurar la consolidación del liderazgo; no se trata de despliegues narrativos secundarios a las políticas gubernamentales, sino del ejercicio principal del poder al que se subordina todo lo demás. Además, la valoración principal de los argumentos tiende a ser el de sus impactos en la población, y no su apego estricto a la realidad, aunque guarda relaciones parciales con ella. Cuando el anterior presidente de Estados Unidos pidió al secretario de Estado de Georgia que le buscara votos para superar los del rival, no mostró interés por el conteo preciso y claro, sino por alterarlo a su favor, mientras por todos los medios a su alcance sostenía la existencia del fraude. El argumento principal del discurso fue el fraude, aunque no hubiera pruebas; por tanto, había que buscar algo para sostenerlo.

El argumento sobre la farsa de los Acuerdos tiene potencia comunicativa, porque sintoniza con la idea del enriquecimiento ilícito como una constante en los asuntos públicos y con los juicios por corrupción contra presidentes y titulares de los gobiernos anteriores. Sin embargo, el argumento tiene poca consistencia histórica y es difícil sostenerlo con rigor. A menos de que el nuevo grupo en el poder se esté planteando la fundación de otro régimen que no tenga competencias en el pasado inmediato.

Ahora estamos a un paso de que la república cumpla doscientos años. Se presenta un buen momento para poner en cuestión el pasado errático, los desvaríos nacionales y fracasos centroamericanos; las desmesuras de los grupos de poder y sus afanes impositivos; sobre todo, para considerar con base en un análisis de esas características las opciones más consistentes en el futuro próximo.

Roberto Turcios es historiador salvadoreño. Es egresado de la Licenciatura en Ciencias Jurídicas de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador y Licenciado en Filosofía por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA.  Fue director del Centro de Estudios Tendencia y de la revista Tendencias (1992-2000) y asesor del Secretario Técnico de la Presidencia de la República (2009-2014). Es autor de los libros
Roberto Turcios es historiador salvadoreño. Es egresado de la Licenciatura en Ciencias Jurídicas de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador y Licenciado en Filosofía por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA.  Fue director del Centro de Estudios Tendencia y de la revista Tendencias (1992-2000) y asesor del Secretario Técnico de la Presidencia de la República (2009-2014). Es autor de los libros 'Los años del general', 'Rebelión' y 'Autoritarismo y Modernización'.

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