Columnas / Transparencia

Una reforma constitucional hacia atrás

La comisión ad hoc quiere que creamos que la pregunta central es qué deberíamos reformar, cuando la única pregunta es por qué quiere el Ejecutivo reformar la Constitución.

Viernes, 29 de enero de 2021
José Marinero Cortés

El Gobierno sigue adelante con su intención de reformar la Constitución y lo hace cada vez con menos caretas. Lo que hace unos meses se presentaba como un esfuerzo exploratorio, y que algunos incluso llegamos a ver solo como una distracción más, se está convirtiendo en un peligroso proyecto de reescritura de las reglas fundamentales del Estado. Las primeras propuestas conocidas de la comisión encabezada por el vicepresidente delatan la verdadera naturaleza regresiva de la reforma. No hace falta mucho para vincular una cosa con la otra: las endebles convicciones democráticas de este Gobierno solo pueden gestar una reforma que, en lugar de avanzar, nos haga retroceder.

Despojado de sus inofensivos ropajes iniciales –en que incluso se le anunciaba como un ejercicio de corte académico, “solo vamos a estudiar la Constitución”– lo que está en ciernes es una iniciativa que no solo tiene un origen ilegítimo, sino que además trascurre por peligrosas sendas antidemocráticas. Las propuestas de reforma –cuyos contornos son cada vez más evidentes– revelan ya finalidades emparentadas con el proyecto personalista y autoritario del presidente y, por tanto, deben ser vistas como una amenaza real a la democracia salvadoreña.

La tara originaria que nunca podrá remediar el equipo ad hoc es que esta nunca debió existir. Ni al presidente ni al vicepresidente les corresponde iniciativa alguna para reformar la Constitución. Lo dice la propia Carta Magna por razones que están atadas a la legitimidad democrática y a nuestra historia: el Ejecutivo no debería ser capaz de proponer la eliminación de sus propios límites fundamentales ni cómo le gustaría ejercer el poder.

Bajo el lema de “Reformemos juntos nuestra Constitución”, el Gobierno de Bukele ha recurrido a una forzada consulta que denomina “ciudadana” con la evidente intención de legitimarse y legitimar sus resultados. No son ellos, dicen, sino el pueblo el que les pide cambiar todo. Así, entre otros, ha convocado a asociaciones de profesionales e Iglesias y mostrado la más atenta escucha. Igual de creíble resulta la consulta en línea en la que “miles” de propuestas han sido enviadas por “ciudadanos”, sobre las que no sabemos nada, más que la mayoría son “favorables” a la reforma y apenas unas pocas, como no podía ser de otra forma, son desfavorables. Pero más allá del ropaje de apoyo ciudadano que pretende darse al proyecto, la comisión quiere que creamos que la pregunta central es qué deberíamos reformar, cuando la única pregunta es por qué quiere el Ejecutivo reformar la Constitución.

En otro intento por legitimar el proceso, la comisión ha invitado a la prensa no solo a cubrir la consulta, sino también a enviar sus aportes, declarando que “la prensa libre e independiente es un bastión de la democracia”. Pareciera que el Gobierno necesita testigos de cómo se dispone a meterle manos a la Constitución para que nadie pueda decir después que no lo vimos llegar. El vicepresidente y el resto de integrantes de la comisión, además, pretenden que olvidemos que la hostilidad hacia los medios libres e independientes ha sido una constante de este Gobierno, lo que le ha valido denuncias a nivel nacional e internacional.

En el más reciente capítulo de la consulta, el Gobierno también se invitó a sí mismo o, mejor dicho, a su brazo armado. Al hacerlo, el equipo ad hoc contribuye así a normalizar al ministro de Defensa, en su doble rol de consultado y vocero del Gobierno, como un actor deliberante en nuestra incipiente democracia. Poco hace falta decir sobre el peligro que supone readmitir a las fuerzas armadas al debate político nacional y nada lo ilustra mejor en los últimos días como las imágenes y declaraciones de un ministro que más bien pasa como un activista más del partido del presidente que como funcionario. Sin duda, Bukele es el jefe de Estado de la posguerra que más protagonismo ha dado a las fuerzas armadas en la vida civil, parte de la fascinación militarista del presidente.

Una vez establecida la ilegitimidad de la reforma, vale recordar que esta está siendo impulsada por un Gobierno al que las reglas básicas de la democracia parecen incomodarle y que, además, no disimula su intención de reescribir la historia a partir de sí mismo. Las señales están a la vista de quien quiera verlas: resistencia a los controles interorgánicos; incumplimiento de las leyes y sentencias; desprecio por el diálogo democrático y los Acuerdos de Paz; ataques a la prensa independiente, a la sociedad civil y hasta a los defensores de derechos humanos; militarización de la gestión pública y abierta instrumentalización electoral de los militares; uso patrimonialista del Estado; y un creciente culto a la personalidad del presidente.

Un Gobierno que se resiste a todos los límites democráticos no puede estar cultivando una reforma que se los imponga. Un Gobierno que no cumple la Constitución solo puede estar fraguando una reforma a su medida. ¿Qué otro tipo de reforma constitucional podría, sino, impulsar un gobierno de talante autoritario?

Ya pasó el tiempo para creer en la ingenuidad de la comisión y debemos evidenciarla por lo que es: un abierto intento por hacer retroceder las reglas de la democracia salvadoreña. La propuesta de reforma ofrece hasta ahora reminiscencia de un pasado al que nadie le interesa volver, salvo por una malsana nostalgia autoritaria o las toscas aspiraciones, siempre contemporáneas, de quienes llegan al poder para servirse y no para servir. Ya pasó el tiempo también para el sano escepticismo ciudadano: nos enfrentamos a una amenaza que no puede tratarse con manos tibias ni admite el beneficio de la duda.

Resulta muy conveniente la aparente disonancia entre los mensajes del presidente y de la casi totalidad de su gabinete y los que surgen de la iniciativa de reforma liderada por el vicepresidente. De los primeros ya se ha dicho suficiente: su práctica es la confrontación, la descalificación continua y la anulación de toda opinión crítica o disidente. Sería ingenuo asumir que, por el contrario, la iniciativa de reforma esté jalonada por la participación ciudadana pluralista, que mediante el proceso de consulta se pretenda escuchar a todos y, sobre todo, que toda opinión será igualmente considerada. Como tantas veces se ha encargado él mismo de recordarlo, este Gobierno tiene una sola voz que importa y esa es la del presidente.

A la fecha, las únicas ideas que conocemos que han merecido la atención de la comisión son –casualmente– las ideas de la propia comisión y, lo que es lo mismo, aquellas presentadas por el propio Gobierno. Extender la duración del período presidencial de los actuales cinco años a seis, “aclarar” que –contrario a lo establecido por la jurisprudencia constitucional– la reelección presidencial es posible apenas un período presidencial de por medio y no dos, y agregar los medios para implementar el servicio militar obligatorio (en el contexto de una anacrónica 'defensa nacional'), que ya está recogido en la Constitución; todas son reformas que nadie pidió.

Un ejercicio de reforma tiene como finalidad mejorar las cosas, para corregir errores, para avanzar. Y cuando es la Constitución la que se reforma –es decir, las reglas que en primer lugar ordenan nuestra convivencia–, se debe hacer construyendo sobre el pasado, aprendiendo de lo que antes hicimos mal o no pudimos completar. Y se hace teniendo en mente el inacabado ideal democrático. Las veinticinco reformas a nuestra Constitución de 1983 -incluyendo las que hicieron posible los Acuerdos de Paz- evidencian que se trata de un texto imperfecto, inacabado y, sobre todo, siempre superable. Pero reformar la Constitución con argucias, con simulaciones, con escaso respeto por las diferencias, con intenciones autoritarias, sin embargo, nos haría retroceder a un pasado aún cercano y doloroso en el que las libertades eran concesiones y el poder apenas conocía de límites. El Salvador no necesita esta reforma hacia atrás.

José Marinero Cortés es abogado especialista en derecho administrativo y políticas públicas. Graduado de la UCA, hizo estudios de posgrado en derecho constitucional en la Universidad de Salamanca y tiene una maestría en políticas públicas de la Universidad de California en Berkeley y otra en administración pública de la Universidad de Harvard. Se dedica a la práctica privada y a la docencia universitaria.
José Marinero Cortés es abogado especialista en derecho administrativo y políticas públicas. Graduado de la UCA, hizo estudios de posgrado en derecho constitucional en la Universidad de Salamanca y tiene una maestría en políticas públicas de la Universidad de California en Berkeley y otra en administración pública de la Universidad de Harvard. Se dedica a la práctica privada y a la docencia universitaria.

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