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Migajas de justicia

Gabriel Labrador

La sentencia de Montano, confirmada por el Supremo español este 3 de febrero, es lo más cercano que la masacre de la Uca ha estado de la justicia. Esas migajas deberían bastar para impulsar un verdadero proceso en El Salvador.
ElFaro.net / Publicado el 3 de Febrero de 2021

El excoronel Inocente Orlando Montano fue condenado a 133 años 4 meses y 5 días de prisión y hoy, cinco meses después, la máxima corte española, el Tribunal Supremo, confirmó la sentencia y eso significa que Montano, que cumplirá 78 años en julio, probablemente pasará sus últimos días en España.

Montano declara en el juicio por la matanza de los jesuitas en El Salvador. EFE/ Kiko Huesca/Archivo
Montano declara en el juicio por la matanza de los jesuitas en El Salvador. EFE/ Kiko Huesca/Archivo

He dado seguimiento al caso de la masacre de la Uca desde hace, más o menos, 10 años y cuando llegó la hora de escuchar el veredicto, en septiembre pasado, el resultado no me sorprendió; lo intuía. El juicio, que se llevó a cabo entre julio y septiembre en la Audiencia Nacional de Madrid, terminó de despejar algunas dudas que tenía sobre  la participación del ex viceministro de Seguridad Pública en el crimen. La defensa de Montano, por el contrario, la encontré débil y no logró hacer ningún punto. 

Al escuchar la sentencia a través de la transmisión online, desde mi casa en San Salvador, eché en falta esa sensación de estallido y de sorpresa que uno siente cuando ha sido imposible advertir el final de una situación. En los últimos 10 años escuché y leí una y otra vez las pruebas que implican a Montano en la masacre. Percibí el miedo de otros militares cuando, por ejemplo, en 2011, buscaron resguardo en cuarteles del Ejército para evitar ser capturados, cuando ya había órdenes de captura en su contra. Vi también el enojo de sus familiares y compañeros de armas en conferencias de prensa donde expresaron su rotundo rechazo a la extradición de los implicados hacia España, y también los escuché tildar de injerencistas y colonialistas a los jueces españoles. También vi a políticos de todos los colores, especialmente aquellos que en los 80 representaban bandos contrarios, ponerse de acuerdo para evitar más capturas relacionadas al caso en suelo salvadoreño. Los vi preparar nuevas amnistías y diseñar leyes para proteger a los criminales de guerra. Todo eso que atestigüé me dejó la certeza de que el resultado del juicio no podía ser otra que una sentencia condenatoria para Montano. 

Aun así, al escuchar el fallo hubo algo que sí me hizo sobresaltar: el hecho de saber que la condena era el resultado del primer juicio que gozó de verdaderas garantías procesales... ¡31 años después del crimen! 

No se necesita mucho esfuerzo para concluir que la sensación de justicia, aunque importante, no deja de ser simbólica. Esta condena judicial de un miembro de la más grande y poderosa generación de oficiales militares conocida como “La Tandona” en realidad queda deslucida cuando se piensa en los otros 19 militares que fueron acusados formalmente junto con Montano y que nunca han enfrentado justicia. 

Algunos se preguntarán, ¿qué importan Montano y los jesuitas a 31 años desde que sucedieron los hechos?. Mi respuesta es que la masacre no solo ocurrió durante ese par de horas que duró la incursión del Batallón Atlacatl en la Uca. Estoy convencido de que el operativo duró muchísimos años más y que sigue vigente hasta nuestros días. El Alto Mando diseñó esa enorme estrategia de impunidad que ha funcionado para los militares implicados, menos para Montano. Su enjuiciamiento y su condena son un daño colateral, un accidente del destino, porque nadie habría imaginado que tras irse a vivir lejos de El Salvador, lejos del crimen de la UCA, iba a ser encontrado y extraditado a Madrid, donde unos abogados habían decidido acusarlo por el crimen.  

Yo tenía seis años cuando mataron a los jesuitas. Por supuesto que no recuerdo ningún detalle. Pero lo menciono porque me ha conmocionado darme cuenta de que mientras yo crecía en este país, a lo mejor creyéndole a mis padres y profesores que después de la guerra este sería un lugar bonito para vivir, digno y próspero, en realidad el país no hacía más que restregarnos su impunidad histórica en la cara. Impacta saber que hemos construido nuestras vidas mientras la gran impunidad estaba ahí, sigilosa y perenne, riéndose de nosotros. “País mío no existes, sólo eres una mala silueta mía, una palabra que le creí al enemigo”, como decía el poeta Roque Dalton. 

Estudié con los jesuitas en el Colegio Externado San José y en la Uca. Pero con el corazón en la mano digo que no es eso lo que provocó que en mí surgiera cierta obsesión con el caso. Lo que me ha animado a seguirlo por tanto tiempo es darme cuenta de que es un espejo del país. Algunos personajes, políticos y empresarios que hoy vemos en prominentes cargos como buenos hombres de sociedad, en realidad tuvieron su pasado oscuro y nunca rindieron cuentas. ¿Cómo un país es capaz de hacer borrón y cuenta nueva y hacer como que aquí nunca pasó nada? A lo mejor es un error que lo simplifique tanto, pero creo que es la impunidad lo que hace que aquel país que soñamos con el fin de la guerra siga patinando en el lodo. 

La impunidad en el caso jesuitas, pese a Montano y su condena, se percibe, por ejemplo, cuando falta deducir la responsabilidad del resto de altos oficiales que, según la acusación en Madrid, acuerparon la orden de que se cometiera el crimen. El 15 de noviembre de 1989 hubo una reunión amplia del ministro de Defensa Humberto Larios con el Alto Mando, al que pertenecía Montano, el Estado Mayor Conjunto y otros comandantes de otras unidades del Ejército. Ahí se discutieron estrategias para responder a la ofensiva que había lanzado el FMLN en la capital. Acto seguido, Montano también participó en una segunda reunión más pequeña donde el coronel René Emilio Ponce, jefe del Estado Mayor, transmitió la orden de asesinar a Ellacuría sin dejar testigos. Ponce, según se dijo en el juicio, ordenó a Guillermo Alfredo Benavides, director de la Escuela Militar, que usara un comando del Batallón Atlacatl para la operación. Estaban presentes Montano, el ministro Larios, el viceministro de Defensa Orlando Zepeda, el subjefe del Estado Mayor Gilberto Rubio, el jefe de la Primera Brigada de Infantería Francisco Elena Fuentes, y Juan Rafael Bustillo, comandante de la Fuerza Aérea. 

Ninguno de ellos estuvo en Madrid. Tampoco se ha deducido el papel del expresidente Alfredo Cristiani. Él ha negado de todas las maneras posibles haber estado en alguna reunión donde se decidió asesinar a Ellacuría. Montano, sin embargo, ha asegurado que el expresidente estuvo presente en la reunión del 15 de noviembre, en donde además le consultaron ciertas medidas a implementar en la contraofensiva contra la guerrilla, como el uso de violencia extrema. Y no ha sido el único. En el juicio, el teniente Yusshy René Mendoza dijo que Cristiani pudo haber emitido una contraorden que detuviera los asesinatos, pero que no la dio. A pesar de todo esto, el expresidente tampoco estuvo en Madrid. Según los cables desclasificados por Wikileaks, en 2009, envió a dos representantes para cabildear que la Fiscalía española lo excluyera de la acusación. 

Otros 13 militares con orden de captura de Interpol girada por la Audiencia Nacional en 2011 nunca fueron extraditados, a pesar, incluso, de que algunos han confesado haber participado en el crimen. Ahora permanecen en El Salvador en una especie de cárcel de 20 000 kilómetros cuadrados, pues si salen del país podrían ser detenidos. El subsargento José Antonio Ramiro Ávalos Vargas admitió, por ejemplo, haber asesinado a los sacerdotes españoles José Amando López y Juan Ramón Moreno. El cabo Pérez Vásquez confesó, en su momento, haber disparado contra el salvadoreño Joaquín López y López y, ya herido, haberlo rematado. Un sargento de nombre Tomás Zárpate Castillo confesó alguna vez que disparó a Elba y Celina Ramos "hasta estar seguro de que estaban muertas". 

Tanto los oficiales que diseñaron la operación, como los soldados que la ejecutaron, gozan de protección en El Salvador. En 2012 y en 2016, la Corte Suprema salvadoreña decidió rechazar su extradición a España. En 2011, incluso, el Gobierno salvadoreño ―en manos del FMLN― resguardó a los militares en un cuartel, fuera del alcance de la Policía Nacional Civil, mientras la Corte tomaba su decisión. Para negar la extradición en 2012, la Corte retorció la definición de la “alerta roja” de la Interpol. Según los magistrados, la alerta no implicaba captura, sino apenas una ubicación de las personas de interés. Luego, en 2016, cuando llegó un nuevo pedido de extradición por parte de España, el argumento de la Corte fue que ya el tema “se había juzgado” en 2012. Seis años después, la Corte Suprema volvió a jugar un papel decisivo que abonó a más impunidad. En abril 2018 el Juzgado Tercero de Paz de San Salvador ordenó reabrir el caso jesuitas en El Salvador, pero después de un intenso proceso de apelaciones, la Sala de lo Penal de la Corte revirtió esa decisión y el caso, nuevamente, se cerró en octubre de 2020.

En El Salvador parece que la losa de impunidad es sólida y gruesa, tanto que incluso durante los dos gobiernos del FMLN (2009-2019) los militares implicados resultaron intocables. Mientras tanto, otros países parecían tener claras las acciones a tomar. Estados Unidos decidió sancionar a 14 de esos militares en 2019 y prohibirles el ingreso a su territorio porque dicen tener “información confiable” de que participaron en el crimen de la Uca. 


Ante este panorama, es fácil reconocer que el juicio en Madrid dejó muchos pendientes. Y esto no es producto de la casualidad, sino de la gran resistencia que poderosos grupos de la Fuerza Armada han mostrado a lo largo de todo este camino. 

El juicio en Madrid logró llevarse a cabo, en parte, por un golpe de suerte. Al final de la guerra, el coronel Montano se fue a vivir al extranjero. Cuando la Audiencia Nacional emitió una orden de captura contra él, en abril de 2011, Montano era un hombre que vivía plácidamente en la calle Irving, en la ciudad de Everett, Massachusetts. Tenía un empleo en una fábrica de dulces y vivía en un apartamento junto con su hermana. Los primeros en encontrarlo fueron periodistas que habían escuchado rumores sobre el paradero de un posible criminal de guerra centroamericano, buscado por España. El safe haven de Montano, entonces, llegó a su fin y el proceso de extradición comenzó. 

El juicio tardó 12 años en suceder desde que se entabló la demanda ante la Audiencia Nacional. De no haber sido por los periodistas que encontraron a Montano, quizás a estas alturas aún no habría pasado nada, porque el resto de militares salvadoreños en El Salvador o están protegidos o han fallecido, como el exjefe del Estado Mayor René Emilio Ponce.

Por eso y otras razones, la justicia a la salvadoreña luce como una tarea titánica. Durante más de tres décadas, la estrategia de impunidad diseñada desde el Alto Mando ha dado resultado y esta es una de las principales razones de por qué el caso sigue siendo importante hoy en día. No estamos hablando “solo” de un crimen de guerra, sino también de un crimen de encubrimiento posterior. El caso jesuitas demuestra que las instituciones nunca funcionaron. Y parece que a nadie le importó ni le sigue importando. 

El presidente Nayib Bukele, que ha dado más presupuesto y poder al Ejército durante su administración, no se ha pronunciado en absoluto sobre la condena, excepto para usarlo como arma arrojadiza contra sus adversarios políticos. Rodolfo Parker, diputado del PDC, se ha convertido en uno de los principales voceros de la oposición y Bukele ha decidido atacarlo recordándole el papel de encubrimiento que como abogado tuvo en la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos del Ejército, al mando de Montano. Pero lejos de eso, ni el presidente ni su ministro de Defensa han tomado ninguna acción para que el caso se esclarezca. Podría, por ejemplo, abrir los archivos militares para que se determine fehacientemente el rol que tuvo la Fuerza Armada en el crimen. También podría presionar diplomáticamente para que Estados Unidos entregue a El Salvador copia del expediente del caso jesuitas elaborado por la Comisión de la Verdad. Pero vista la cerrazón con la que la Gestión Bukele ha tratado los archivos de la masacre de El Mozote, cabe esperar una actitud similar.

Siete presidentes han gobernado El Salvador desde que ocurrió la masacre en 1989, y todo indica que la estrategia de impunidad que arrancó aquella misma mañana del 16 de noviembre, casi inmediatamente después del crimen, sigue vigente. 

Con el fin de la guerra llegó la que probablemente fue la pieza clave que tuvieron los criminales de guerra para garantizarse impunidad: la Ley de Amnistía. En 1993, un acuerdo entre partidos de derecha derivó en esa ley que prohibía la investigación de cualquier crimen de guerra, fuese quien fuese el responsable, contradiciendo explícitamente los Acuerdos de Paz. Durante 23 años la ley sirvió convenientemente a los actores de la guerra civil. Los jueces llegaron a tener, desde el año 2000, autoridad suficiente para inaplicar la ley en algunos casos, gracias a una sentencia de la Sala de lo Constitucional, pero estos prefirieron mantenerse con la cabeza baja. Cuando en 2016 la Sala de lo Constitucional eliminó la Amnistía y ordenó la investigación de, al menos, los casos consignados en la Comisión de la Verdad –entre ellos el caso jesuitas–, la pelota pasó a la cancha de la Fiscalía. Cuatro años después, ningún crimen de guerra ha sido llevado a juicio, salvo El Mozote. 

La sentencia de Montano, confirmada por el Supremo español este 3 de febrero, es lo más cercano que la masacre de la Uca ha estado de la justicia. Y eso no deja de ser triste. Esas migajas de justicia deberían bastar para impulsar un verdadero proceso en El Salvador. La anulación de la Amnistía, en teoría, debería permitirlo pero en este y otros casos, El Salvador ya ha demostrado que sabe hacer lo de siempre: abrazar la impunidad.

Gabriel Labrador es periodista de El Faro.
Gabriel Labrador es periodista de El Faro.