Columnas / Memoria histórica

Volver a 1994

La violencia durante la campaña ha escalado tanto que hace unas semanas atacaron a tiros a una caravana del FMLN y hubo dos muertos. Ni en la campaña del 94 ocurrió algo así.

Sábado, 27 de febrero de 2021
Marcela Zamora

A pesar de que tenía 14 años, recuerdo con mucha claridad aquella campaña electoral. Eran las primeras elecciones democráticas en El Salvador después de la firma de los Acuerdos de Paz, después de nuestra guerra civil, donde, por primera vez, se enfrentaban sin armas y en las urnas el FMLN –ya convertido en partido político–, ARENA y el PDC de Fidel Chávez Mena.

Mi padre, Rubén Zamora, era candidato. El primer candidato a la presidencia que representaba a la izquierda salvadoreña en una coalición entre el FMLN y CD (Convergencia Democrática), al que él pertenecía.

Recuerdo la enorme tensión durante la campaña. Al no lograr ninguno de los candidatos el 51 % de los votos en primera vuelta, Armando Calderón Sol y mi padre disputaron una segunda. Hubo constantes ataques y mucha violencia psicológica. Cómo no la iba a haber si apenas dos años atrás acabábamos de cerrar una guerra de 12 años, en la que habíamos enterrado a más de 70 mil salvadoreños y salvadoreñas, y apenas comenzábamos a buscar a más de 9 mil desaparecidos: en la tierra, debajo de ella, arriba de ella, en otros países, en otros departamentos, en cualquier lugar.

A pesar de ello, aún recuerdo la consigna de los tres principales candidatos, cada uno desde su trinchera: “No volvamos a la guerra”.

Recuerdo ver a mi padre no dormir, escribiendo y escribiendo en su escritorio, hablando por teléfono sin parar. Pero, sobre todo, lo recuerdo de mitin en mitin, a los que intentaba yo acompañarle siempre, con la gente, en los mercados, en los pueblos, en el campo, en la ciudad, dando discursos que todavía retumban en mi cabeza. Lo vi proponiendo. Con la guerra aún presente, proponiendo. Los otros dos candidatos también lo hicieron, cada uno a su manera. También recuerdo una muy fuerte participación ciudadana, la de un país que, a pesar de haber salido de una guerra, no tenía miedo de cantar la consigna roja, azul o verde, y la cantaba con el alma. Muchos lo hacían con lágrimas en los ojos.

Por primera vez desde que casi al final de la guerra una bomba, que estaba destinada a eliminar a toda mi familia, destruyó mi casa, no sentí miedo. Ya no temía, sobre todo, que mataran a mi padre. Yo tenía nueve años. No tengo memorias de ese día (la explosión fue en la madrugada) ni de todo el año siguiente. Mucho después, a mis 30 años, hablando con mi hermana cuatro años mayor que yo, le pedí que me contara qué había sucedido aquella noche. Yo solo tenía –tengo aún– grabada una imagen: la de los cinco hermanos, mi madre y mi padre metidos debajo del escritorio que mi madre tenía en su cuarto, al final de la casa, todos agarrados de la mano, rezando, mientras mi hermanito de cinco años lloraba. Mi hermana me contó todo lo que ella sí recordaba. Me impactó mucho.

¿Por qué escribo todo esto? ¿Por qué el desahogo justo ahora? Porque desde que comenzó este nuevo Gobierno he comenzado a sentir, poco a poco, miedo nuevamente. Miedo a hablar, a criticar desde la razón y el respeto, a expresarme, miedo por mi familia, por mi hija y por el futuro que le espera.

Esta campaña electoral ha sido una lapidación cibernética entre los bandos en pugna. Unos más que otros, uno mucho más que los otros. La violencia ha escalado tanto que hace unas semanas atacaron a tiros a una caravana del FMLN que volvía de un mitin político. Hubo dos muertos. Ni en la campaña del 94 ocurrió algo así.

En estas semanas he observado a muchos candidatos sin propuestas, que son solo rostro, o una letra en un rostro. Me preocupa porque son jóvenes, y muchos de ellos y ellas, estoy segura, tienen propuestas silenciadas. He visto a otros candidatos exacerbando la violencia, en particular contra las mujeres, y el presidente, lejos de condenarla, la justifica. Muchos de los candidatos son solo una valla en las calles, o parte de un spot colectivo que termina diciendo “vota por los que van a trabajar con el presidente”.

Es extraño. Soy de las que piensa que todas y todos los candidatos que sean elegidos este 28 de febrero deben trabajar junto al presidente, lo que no quiere decir que estén obligados a concordar con sus propuestas o apoyarlas sin dudar. Para eso es una democracia: para discernir, para proponer todos. Para eso es la Asamblea Legislativa: para legislar a favor de las y los salvadoreños, para discutir diferentes puntos de vista, distintas posturas, porque el pueblo no es una masa, sino una suma de seres pensantes, que conviven en diferentes condiciones, entre privilegios, necesidades y oportunidades. Y eso necesitamos de los diputados, que observen las necesidades de los ciudadanos y ciudadanas y legislen para que todos y todas podamos vivir en la mayor equidad posible.

Presidente, no se legisla en contra suya, ni a favor. Se legisla a favor del pueblo.

Cuánto mal hicieron los gobiernos anteriores que nos dejaron tan defraudados, tan huérfanos de esperanza, tan fanáticos de la ignorancia. Pero, presidente, es de ciegos gobernar sin oposición.

Hay a su alrededor quienes le dirán que está haciendo todo bien. Tenga cuidado, presidente, no es así. Nadie puede hacer todo bien, y las personas que hacen bien las cosas es porque están rodeadas de otras personas que les hacen ver los errores cometidos, les señalan los caminos oscuros que tienen que alumbrar, las pequeñas calles que nadie ve pero que muchos usan, y que necesita reconstruir este país antes de abrir una monumental autopista.

Poco a poco usted nos está llevando a un pasado violento al que ningún salvadoreño o salvadoreña quiere regresar. Y lo más triste es que muchos le están siguiendo en ese sendero sin ver ni analizar más allá de sus pasos diarios, de su discurso.

Hace unos días, presidente, pasó algo que me motivó a escribir esta columna. Una tarde de la semana pasada regresaba con mi hija de sus clases de batería y al bajarnos del carro, ya frente a mi casa, encontré en el arriate una mochila negra cargada. Un sudor helado me recorrió el cuerpo. Saqué apurada a mi hija de siete años del carro y entré temblando a casa, tratando de mantener la calma para no asustarla. Rápidamente, la llevé a la parte trasera de la casa. Después de un momento, dejé a mi hija jugando con los perros y me decidí a salir a preguntar por la mochila. Era del jardinero de la casa de enfrente.

¿Sabe qué me pasó al ver esa mochila? Recordé la descripción que hizo mi hermana de la mochila que, con tres bombas dentro, tiraron los escuadrones de la muerte al garaje de mi casa de adolescencia. La mochila que destruyó mi casa y se llevó consigo los recuerdos de todo un año de mi vida, que cuando una guerra ya acababa arrasó con no sé cuántas más cosas dentro de mí.

Presidente, casi 30 años después he vuelto a sentir miedo, y esta vez por mi país. Nunca antes lo había sentido con conciencia adulta. Tengo miedo a expresarme libremente y eso tampoco lo había sentido antes. Hace casi 15 años que dirijo documentales sobre los diferentes conflictos que atravesó o está atravesando El Salvador y la región. Vivo de eso. Más bien podría decir que el sentido de mi vida reside en eso y en la maternidad. Presidente, ¿qué nos espera si no podemos expresarnos libremente en temas en los que no coincidimos con usted?

Los periodistas y comunicadores no son sus enemigos. Los y las periodistas independientes, no gubernamentales, son fundamentales en una democracia. Debería saberlo.

En una dictadura, lo primero que se ataca, que se intenta eliminar, es la credibilidad del que no piensa igual, del que señala qué va mal, del que denuncia la oscuridad y la corrupción. Luego, el futuro dictador comienza a violar las leyes, empezando por las que cree no tan importantes (todas son importantes), y termina eligiendo qué leyes rigen su país, y quiénes deben cumplirlas y quiénes las pueden violar. También militariza el país para mostrar su fuerza. Y olvida, o quiere borrar, las consecuencias que las acciones que ya vivimos en un pasado y nos llevaron a un incremento de la violencia y la represión. A una guerra.

Estas, las de 2021, son las primeras elecciones en las que iré a votar con miedo. Pero aun con miedo, saldré a votar. Salgamos todas y todos a votar. Yo lo haré aferrada a las palabras del escritor y poeta Aldous Huxley: “El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente, el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.

Marcela Zamora es cineasta y dirige la productora Kino Glaz.  Entre sus largometrajes más recientes están “Los ofendidos”, sobre las víctimas de tortura durante la guerra civil de El Salvador, y “El cuarto de los huesos”, sobre el trabajo de Medicina Legal para identificar los cuerpos de desaparecidos. Retrato por el fotógrafo Miguel Bueno.
Marcela Zamora es cineasta y dirige la productora Kino Glaz.  Entre sus largometrajes más recientes están “Los ofendidos”, sobre las víctimas de tortura durante la guerra civil de El Salvador, y “El cuarto de los huesos”, sobre el trabajo de Medicina Legal para identificar los cuerpos de desaparecidos. Retrato por el fotógrafo Miguel Bueno.

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