Columnas / Violencia

La calle también es nuestra

Cuando una mujer transita el espacio público que, en teoría, “es de ellos”, es cuando los hombres actúan como si tuvieran todo el derecho de denigrarnos con cualquier frase que se les ocurra.

Viernes, 26 de marzo de 2021
Sofía Bonilla

La marcha por el Día Internacional de la Mujer es polémica en todo el mundo. El Salvador no es la excepción. Entre los reclamos que se escuchan de parte de quienes critican la movilización, quiero retomar la anualmente repetida exclamación “¡vayan a buscar qué hacer!”

Todas las participantes, organizadas o no, hacen el recorrido en la calle como forma de exigencia y reivindicación de derechos, para denunciar los incumplimientos que existen, así como para celebrar los (pequeños) avances que se han logrado. Esto, en la realidad salvadoreña, es mucho quehacer. Sin embargo, esta justificación para salir a la calle, que tiene que ver con organización ciudadana y participación política en un país que se autodenomina democrático, es insuficiente para quienes les gritan que se “regresen a su casa”, o “vayan a trabajar”. ¿Acaso las mujeres no estamos autorizadas para hacer un uso político de la calle?

Parece que la cultura en nuestro país ve bien a las mujeres en quehaceres que implican labores de cuidados para beneficio de otros; si la mujer se queda en casa, las posibilidades de que alguien le grite “busca qué hacer” son considerablemente menores. En cambio, la que sale en ejercicio de sus derechos civiles y sociales es desacreditada. Se le critica y hasta se le castiga. A otras, por su parte, cuando se atreven a salir y usar los espacios públicos, lo que reciben es acoso callejero. Esto se vive a diario, no solo el día de la marcha.

Me atrevo a decir que, en El Salvador, a todas las mujeres nos han silbado o dicho alguna “cuenteada” en la calle. Las denuncias que se hacen a la PNC, así como los registros de la Fiscalía y el ISDEMU, denotan que es un problema, pero esas cifras se quedan cortas cuando las comparo con las decenas de pláticas que he tenido con conocidas y desconocidas. Por años nos hemos desahogado y quejado del susto que en más de una ocasión hemos pasado al ser víctimas de acoso callejero. Las salvadoreñas que me leen me comprenderán.

Parece que en El Salvador el acoso callejero, especialmente hacia mujeres y cuerpos feminizados, está muy normalizado. Se trata de gestos o acercamientos intimidantes que ponen a la víctima como objeto sexual, forzándola a interactuar con el acosador. Los hombres lo perpetúan y las mujeres que lo experimentan desarrollan sus estrategias para sobrellevarlo. Si es tan naturalizado, ¿significa que está bien? Y, si está bien, ¿significa que no debemos estar ahí, en la calle?

Por años, nuestra sociedad ha sido muy tradicional en sus roles. Por un lado, las mujeres normalmente somos relegadas al trabajo de cuidado de otros (niños, ancianos, enfermos, dependientes), especialmente adentro de casa, en el espacio privado. Por el otro, la cultura reproduce y determina al hombre como quien va al exterior, responsable del trabajo remunerado. Esto se traduce, entre otras cosas, a la “apropiación” de esos espacios. Es decir, a las mujeres nos pertenece el espacio privado, la casa, donde ejercemos nuestro rol; a los hombres, el espacio público, la ciudad, las calles. Cuando una mujer transita este espacio que, en teoría, “es de ellos”, es cuando los hombres actúan como si tuvieran todos los derechos para denigrarnos con cualquier frase que se les ocurra.

Esta dualidad hombre-mujer podrá sonar totalizadora y puede ser debatida por mujeres profesionalmente activas o por hombres del hogar asumiendo sus responsabilidades de padres. Sin embargo, no me retracto de señalar la radical lógica “espacio público para el hombre versus espacio privado para la mujer” que existe en El Salvador, pues, si la sociedad fuera abierta a posicionamientos más variados, tendríamos muchas más mujeres liderando en sectores comogobiernos locales,curules legislativas oempresas. No habría tanto lío porque las mujeres marchen exigiendo derechos humanos básicos, apoyaríamos más a las víctimas que buscan detener el juego de violencia que celebran sus victimarios y sería normalizado discutir propuestas que mejoren las condiciones históricamente desiguales en la sociedad. Tampoco toleraríamos ni unfeminicidio más y nunca permitiríamos queniñas se suiciden al tratar de escapar de la violencia extrema que viven hoy por hoy en el país. Asimismo, tendríamos muchos más hombres activos en su rol de cuidador.

En este momento, más de algún lector puede reclamar que los hombres también sufren violencia. Es cierto, y la idea no es competir por las peores cifras. Sabemos que la situación está mal y tampoco queremos que ellos sigan siendo víctimas. Más bien, al señalar la dualidad público-privado de manera tan absolutista, busco explicaciones que me ayuden a entender la normalizada práctica del acoso callejero.

Nosotras nos repensamos nuestra forma de vestir y la hora de salir, pues tristemente, sabemos que somos cuestionadas en esos términos. Me lo pienso dos veces antes de pasar cerca de un grupo de hombres en la calle. Lo pienso una sola vez y, sin dudarlo, evito pasar en medio de hombres desconocidos por la acera. Cuando por alguna razón lo hice (como evitar que me atropelle el bus que pasó), me dijeron cosas obscenas y uno me tocó el cuerpo. Yo todavía era menor de edad. Sigo viendo claramente que esos hombres sintieron la potestad de intimidarme en la vía pública. Lo sentí como lección. Sentí que hubiera sido mejor no haber estado ahí.

De acuerdo al imaginario colectivo, la víctima tiene la culpa. Si no, no fueran frecuentes las expresiones como “para que aprendan” o si la violaron, si la mataron, es porque “ella lo provocó” con su ropa, por andar de noche, por andar afuera y, en algunos casos sola.

La antropóloga argentina Rita Segato habla de estas agresiones (que pueden llegar a ser violaciones y asesinatos) como formas de educación a base de castigo. Son reglas no escritas, pero sí efectivas. Les llama “violencia expresiva”. Es como si las mujeres que salen a la esfera pública mereciesen ser castigadas (especialmente, las más vulnerables y con condiciones socioeconómicas de exclusión), por estar fuera del espacio que se les ha asignado en el hogar. Es que el acoso usa al espacio público como una vitrina que exhibe los valores de la sociedad, mostrándonos los roles que están permitidos y deben ser reproducidos.

Sabiendo esto, quiero retomar este enorme poder que tiene el espacio público de funcionar como escenario, pero para mi interés, que muestre conductas que reten y cuestionen esta tradición dominante.

El primer planteamiento es saber que contar con espacios públicos que nos hagan sentir cómodas a las mujeres beneficia a toda la población. Aquí, los datos de monitoreo del Parque Cuscatlán invitan a algunas reflexiones. Previo a su remodelación, la mayoría de los visitantes eran hombres, solo el 38 % de sus usuarios eran mujeres. Al buscar un lugar más inclusivo, el rediseño del parque promovió cambios muy básicos pero efectivos: eliminar los puntos ciegos, mejoras en la iluminación y limpieza; orden y mantenimiento de las áreas verdes y masa arbórea. Se incrementó además la programación de actividades y hay ahora una mejor señalización. A partir de su reapertura en 2019, la percepción de seguridad en el espacio mejoró y, con ello, el aumento de visitas por parte de mujeres alcanzó hasta el 56 % en algunos meses.

Asimismo, en los ejercicios de evaluación, se observaron a mujeres haciendo una siesta o jugando descalzas. ¡Descalzas! Ese gesto denota qué tan cómodas y tranquilas se han llegado a sentir en este lugar. Junto a ellas (asumiendo su rol de cuidadoras), además, ingresan más niños, ancianos o personas con alguna discapacidad a hacer uso del parque.

El indicador “incremento de mujeres en el espacio público” fue de la mano con resultados de mejoras en la percepción de seguridad, accesibilidad, inclusión y prevención de la violencia.

La segunda propuesta es expandir el espacio doméstico a toda la ciudad. Este planteamiento entiende que las tareas de cuidadores trascienden las cuatro paredes de la vivienda, pues muchas de las necesidades de la vida se solventan “afuera”. Conseguir comida, estudiar o ir al médico son parte de los cuidados que se obtienen en la ciudad, no en la casa, y son igual de importantes que salir por un trabajo remunerado. Por tanto, la ciudad es la casa de todos. El reto será construir una ciudad cuidadora, que permita de manera más fluida conseguir el alimento, la educación, la salud u otras actividades igual de importantes para el “sostén de la vida”, ese trabajo que mayoritariamente asumen las mujeres y no es remunerado. Además, debemos recordar quealrededor del mundo se registran más actos de violencias contra mujeres y niñas dentro que fuera de casa (incluso estas cifras se han incrementado debido a los encierros para contener la covid). En este sentido, expandir el espacio del hogar al exterior puede significar, para muchas, salir de los lugares de agresión.

La invitación es a cuestionar aquella visión dual (hombre en el espacio exterior y mujer en el espacio privado), y a aceptar que las mujeres también podemos salir al espacio público sin miedo. Nosotras también podemos tomarnos la calle, pues los espacios públicos también son nuestros. Nadie tiene derecho a sacarnos de ahí.

Sofía Bonilla es urbanista. Arquitecta por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Planificadora Urbana por la Universidad Técnica de Dortmund, Alemania. Actualmente es coordinadora del Laboratorio de Espacios públicos de Glasswing International.
Sofía Bonilla es urbanista. Arquitecta por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Planificadora Urbana por la Universidad Técnica de Dortmund, Alemania. Actualmente es coordinadora del Laboratorio de Espacios públicos de Glasswing International.

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