EF Académico / Desigualdad

Mujeres y hambre: las claves del éxito de los finqueros

Introducir a las mujeres al trabajo en las fincas de café fue revelador para los dueños, no solo porque les permitía ahorrarse dinero al pagarles menos, sino también porque eran más delicadas para hacer su trabajo respecto de los hombres. Los hombres, por su parte, desempeñaban las tareas más duras, no solo físicamente sino también de supervisión. Eran los encargados de imponer sanciones que iban desde la violencia hasta la retención de comida para quienes no hacían bien su trabajo.


Viernes, 23 de abril de 2021
Augustine Sedgewick

Mujeres
A pesar de lo que el inmigrante inglés James Hill había logrado aprender sobre El Salvador y los salvadoreños antes de llegar al país, todavía había ciertas cosas sobre el lugar y la gente que lo sorprendieron. Una de ellas eran las mujeres. Durante el apogeo de la fabricación de algodón en Manchester, las mujeres constituyeron más de la mitad de la fuerza laboral de las fábricas de la ciudad y, a veces, hasta dos tercios. El Salvador era diferente. Si bien muchas mujeres trabajaban en los molinos de café como limpiadoras, ese trabajo especializado se realizaba solamente durante la temporada de cosecha, aproximadamente de noviembre a febrero. Hill se sorprendió al saber que las mujeres no trabajaban el resto del año. En vez de trabajar, como le explicó al periodista estadounidense Arthur Ruhl en 1927, “no hacían nada, solo cuidaban a sus bebés, cocinaban para sus maridos y trabajaban en sus casas”. Hill, que era padre de varios hijos, ciertamente comprendía que este trabajo doméstico no era “nada”.

Sin embargo, el trabajo doméstico de las mujeres “en sus casas” no contribuía directamente a sus fincas, y esto le pareció una oportunidad perdida. Así que, le dijo a Ruhl que “siguió insistiendo que trabajaran”. Y pronto tuvo “muchas” mujeres que hicieron precisamente eso en sus cafetales. “Siguió insistiendo que trabajaran”: la frase pinta un cuadro extraño. Hill dijo ser no solo uno de los primeros cafetaleros del volcán que consiguieron que las mujeres trabajaran en sus fincas, sino también uno de los primeros en desviarse del sistema de tareas y poner a la gente a trabajar por día. No hay razón para dudar de estas afirmaciones. Antes de que llegara Hill, para frustración de muchos finqueros, tanto las mujeres trabajando como las personas que trabajaban por día eran la excepción y no la regla en El Salvador. Ambas afirmaciones, más bien, son complementarias y constituyen en conjunto un sistema de gestión de mano de obra.

Conseguir que las mujeres trabajaran en los cafetales iba de la mano con la asignación de trabajo por día. Así como Hill quería hombres fuertes para excavar en la finca Deneke, también tenía trabajos que consideraba más apropiados para las mujeres. Por ejemplo, una vez que se abrían las zanjas en Deneke, había que rellenarlas con fertilizantes verdes (malezas, hojas y otra vegetación, cortados por la mañana y empacados por la tarde) y taparlas con tierra, para que se pudiera descomponer la mezcla y convertirse en tierra fértil para la siembra. La fertilización de las zanjas era trabajo de mujeres, que se suponía que eran físicamente más débiles que los hombres. Por esta razón, su trabajo tenía un precio más bajo y, en general, ganaban aproximadamente la mitad del salario que los hombres. Solo en raras ocasiones, en casos de especial urgencia, Hill hizo competir a hombres y mujeres por los mismos trabajos, dando a los hombres trabajo que normalmente habría sido realizado por mujeres o viceversa.

Conseguir que las mujeres trabajaran ahorraba dinero en todos los trabajos que Hill consideraba adecuados para las mujeres. Los ahorros eran especialmente significativos, porque los trabajos más importantes se asignaban por día y no por tarea. Por ejemplo, la otra mitad del trabajo que había que hacer en Deneke era criar y cuidar las plantitas de café en el vivero durante un año, y luego transportar y replantarlas en la tierra fértil que se había estado descomponiendo en las zanjas. Los frágiles brotes y las plantas se podían dañar fácilmente si el trabajo era descuidado o apresurado. Al asignar este trabajo por día, Hill eliminó el incentivo de trabajar rápidamente, que era parte integral del trabajo por tarea. Reemplazó la gobernanza alimentaria del sistema de tareas por un supervisor en el trabajo. Por cada veinticinco mujeres había un hombre que se encargaba de vigilar su trabajo.

Reservar para las mujeres que trabajaban día a día trabajos tan delicados como limpiar y clasificar el café en el molino, compensaba el costo de la supervisión y también daba al supervisor una especie de poder que no habría disfrutado si hubiera estado supervisando a hombres haciendo el mismo trabajo. Los salarios comparativamente bajos de las mujeres las convertían en empleadas excepcionalmente valiosas. Así como Hill quería tener tantas limpiadoras como fuera posible para inspeccionar y clasificar el grano antes de embarcarlo, también quería asegurarse de que hubiera mujeres disponibles para trabajar en otros trabajos importantes cuando fueran necesarias. Cuando sabía que se avecinaban trabajos para mujeres, a veces les daba raciones y tres comidas al día, en lugar de dos, incluso antes de que hubiera trabajo real que hacer, solo para asegurarse de que tenía, como decía, “abundante”.

Aun así, había cosas sobre las mujeres que trabajaban en sus fincas que Hill no entendía. Su ojo de sastre había notado que, a menudo, las mujeres usaban vestidos de algodón con estampados brillantes en los cafetales y gastaban parte de sus ganancias en medias de seda de imitación que usaban debajo del vestido mientras trabajaban. Como las mujeres trabajaban descalzas, sus medias se enganchaban y se rasgaban por las ramas y la maleza. Hill había visto sus pies y piernas descalzos asomando por los agujeros de las medias rotas, y le preocupaba que si sus empleadas estaban tan cómodas arruinando las medias de esa manera, tal vez se estaban volviendo demasiado prósperas. “No hacían nada”: cuidaban a sus bebés, cocinaban para sus maridos y se ponían a trabajar en sus hogares. A medida que más y más mujeres llegaban a las plantaciones de Hill, comenzaban a “hacer algo”, según su definición, y donde antes había oficio, cocina y cuidados, ahora había trabajo y café. Pero ¿qué pasaba entonces con las casas, los maridos y los bebés?

Mujeres limpiando café. Fuente: 200 fotografías de la República de El Salvador (San Salvador, 1924).
Mujeres limpiando café. Fuente: 200 fotografías de la República de El Salvador (San Salvador, 1924).

Hambre
Entre las personas bien alimentadas de El Salvador, la importancia del hambre para la producción de café era axiomática. En 1885, cuando el Departamento de Estado de EE. UU. estaba evaluando oportunidades comerciales en América Central, el diplomático Maurice Duke aseguró a los posibles cafetaleros que había una solución bien establecida al problema de poner a la gente a trabajar. Cuando un trabajador de las fincas de café se quedaba atrás del ritmo requerido, explicó el mismo Duke, “se le retiene la comida y eso rápidamente pone en movimiento sus haraganas piernas”. La voluntad, sabían los finqueros, estaba conectada mecánicamente al estómago, y bajo este principio rector colocaron comida y trabajo en una equivalencia grosera. Su ecuación ponía al cuerpo humano al revés: el hambre daba energía para el trabajo, la saciedad producía ocio. La gente trabajaba para comer, no comía para trabajar.

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Incluso después de la abolición de las tierras comunales, la posibilidad de comer sin trabajar sobrevivía en la fruta que crecía en los árboles que daban sombra al café y que también florecían en rincones apartados de los cafetales: marañones, guayabas, papayas, jocotes, higos, pitahayas, aguacates, mangos, plátanos, tomates; en los frijoles sembrados como cobertura del suelo alrededor de los cafetos para evitar la erosión y devolver el nitrógeno al suelo; y en los animales que se alimentaban de la riqueza químicamente mejorada del ecosistema cafetero. Robar la comida de las fincas era un crimen tan antiguo como ellas.

Al principio de la era del café en El Salvador los trabajadores aprendieron a buscar fincas “bien provistas de árboles frutales” y se aprovechaban en abundancia. James Hill le dijo al periodista Arthur Ruhl, en 1927, que la práctica de comer fruta de los árboles de una finca estaba tan extendida que, si un cafetalero tenía buenos árboles frutales en su propiedad, igual podía hacer un agujero en la cerca o los trabajadores hambrientos seguramente lo harían por él. Hill tomó esto como evidencia de que las personas que trabajaban para él no tenían el concepto de propiedad privada, y veían las frutas que crecían junto al café como “regalos tan comunes como el sol o la lluvia”.

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Algunos finqueros cultivaban el hambre a través de los medios más directos a su alcance: la violencia y el miedo que esta engendraba. Algunos, de hecho, utilizaban los medios más directos disponibles para ellos que también los mantuvieran fuera de peligro, delegando la disciplina violenta a los administradores y supervisores de sus fincas. Hay una buena razón por la que el diplomático y cafetalero Maurice Duke usó la voz pasiva al describir cómo “se retiene la comida” de un trabajador que no desempeña, como dijo. 

Mientras los finqueros se mantenían a distancia, sus mandadores imponían límites en la propiedad mediante “la aplicación constante” de palizas, apuñalamientos, cortes con machetes y amenazas. Los castigos brutales daban credibilidad a las amenazas. Un trabajador fue sorprendido robando dos racimos de plátanos de una finca de Santa Ana. Cuando se resistió al arresto, le dispararon y lo mataron. Otro cafetalero de Santa Ana tenía un huerto de naranjos en su plantación, probablemente para producir una pequeña cosecha para los mercados locales. Cuando su supervisor sorprendió a un grupo de trabajadores recogiendo naranjas en lugar de café, le disparó en la cabeza a uno de ellos. Se dice que un capataz de otra finca cercana había golpeado hasta la muerte a un niño de diez años por recoger y comer un mango. 

Cuando Hill veía árboles de pitahaya en su tierra, ordenaba que los cortaran. Cuando veía plantas de tomate y arbustos de mora creciendo en una maraña rebelde, ordenaba que las arrancaran. Cuando vio un gran amate, un árbol venerado en Centroamérica, cuya amplia copa proporcionaba una sombra que a menudo se usaba como extensión del espacio doméstico, le dijo a Elías de León que lo convirtiera en tablas. En lugar de árboles frutales, Hill plantó madrecacao para dar sombra al café. Originaria de Centroamérica, la planta de madrecacao se extendió posteriormente por todo el mundo para usarlo como sombra en los cafetales. Se adaptaba al propósito porque crecía rápidamente a alturas de diez metros o más, muy por encima de los cafetos; ayudaba a devolver nitrógeno al suelo; sus hojas eran un excelente fertilizante verde para rellenar zanjas; y aunque sus vainas podían alimentar ganado, bueyes y otros rumiantes, eran indeseables, incluso tóxicas, para los seres humanos. Hill era conocido por tener los mejores árboles de sombra de la región.


*Augustine Sedgewick obtuvo su doctorado en la Universidad de Harvard y enseña en la City University of New York. Esta entrega de El Faro Académico es una selección, autorizada por el autor, de extractos de su libro Coffeeland: One Man's Dark Empire and the Making of Our Favorite Drug (New York: Penguin Press, 2020). El Faro Académico publicó las primeras investigaciones del doctor Sedgewick en abril, 2009.

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