Columnas / Medioambiente

Centroamérica, reino del extractivismo impune

En Centroamérica, las áreas protegidas se ven disminuidas cada vez más, al igual que los controles sobre políticas de responsabilidad social y laborales.

Viernes, 13 de agosto de 2021
Alexandra Alfaro

Según Global Witness, en 2019, Honduras, Nicaragua y Guatemala, se encontraban entre los países que presentan mayores amenazas para personas defensoras del medio ambiente. En Centroamérica, cuando las personas defensoras de derechos humanos reivindican la vida digna y la justicia, la respuesta es silenciarlas.

Estructuras lideradas por actores gubernamentales y económicos operan para emprender procesos de vigilancia, acoso, intimidación y desprestigio, a través de diversos actos como represión policial y militar, utilización indebida del derecho penal, campañas mediáticas, encarcelamientos, atentados armados, amenazas de muerte, secuestros, desapariciones, violencia sexual, y, frecuentemente, homicidios. El impacto de estas acciones va del nivel individual al familiar y el comunitario.

En estos territorios predomina el monopolio empresarial e industrial que extrae bienes naturales, para comercializarlos y lucrarse de esta actividad, actuando bajo una concepción falaz de “desarrollo” que se basa en la acumulación de riquezas a través de la explotación de la naturaleza, considerándola una mercancía, acuerpado, generalmente, por un marco político-jurídico estatal flexible, permisivo y corrupto.

Esta ecuación consolida un sistema de despojo violento alrededor del planeta, que tiene como consecuencia la continuidad de la precarización en las comunidades aledañas a los megaproyectos extractivos, trabajos paupérrimos, daños en la salud de las personas, desplazamiento forzado y violaciones a los derechos humanos más básicos, así como a los ambientales y de la naturaleza.

Quinel por donde corren las aguas risiduales de la fabrica de extracción de aceite, CAICESA, cerca de la comunidad de Pagoales, en el municipio de San Francisco, departamento de Atlántida, Honduras. La empresa CAICESA pertene a Grupo Jaremar, empresa que controla la cuarta parte de la producción de palma en Honduras./ Foto El Faro: Víctor Peña
Quinel por donde corren las aguas risiduales de la fabrica de extracción de aceite, CAICESA, cerca de la comunidad de Pagoales, en el municipio de San Francisco, departamento de Atlántida, Honduras. La empresa CAICESA pertene a Grupo Jaremar, empresa que controla la cuarta parte de la producción de palma en Honduras./ Foto El Faro: Víctor Peña

El pasado 6 de julio de 2021, medios hondureños informaban sobre el asesinato de Juan Manuel Moncada, líder de la Empresa Asociativa Campesina de Producción Gregorio Chávez, quien ya había denunciado amenazas en su contra y era beneficiario del Sistema Nacional de Protección de Defensores y Defensoras de Derechos Humanos.

Los hechos sucedieron en la zona del Bajo Aguán, en donde ocurre uno de los muchos conflictos por la tierra que sufre Honduras. Este ya lleva décadas desarrollándose y está vinculado a la Corporación Dinant e Instituciones Financieras Internacionales como el Banco Mundial, debido a los créditos otorgados para proyectos extractivos. En esta zona, en el marco de este conflicto, han ocurrido más de un centenar de asesinatos de campesinos y campesinas que han quedado en impunidad. En ello, el Estado ha jugado un rol protagónico, pues se ha hecho presente para montar operativos militares en alianza con cuerpos de seguridad privados, con los que se ejecutan desalojos, privación de libertad, secuestros, represión de protestas, asesinatos, torturas, entre otros, acusándoles habitualmente de usurpación violenta de tierras, como lo ha hecho con la Operación Xatruch .

Patrones similares se encuentran en otros casos, como la causa liderada por Berta Cáceres y el pueblo lenca ante la instalación de la represa hidroeléctrica Agua Zarca, concesionada a la empresa Desarrollos Energéticos S.A. en el río Gualcarque, con el apoyo de instituciones financieras como el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), el banco de desarrollo holandés (Netherlands Development Finance Company) y el banco de desarrollo finlandés (Finnish Fund for Industrial Cooperation Ltd). Cáceres, el pueblo lenca y el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) se resistieron con firmeza a este megaproyecto extractivo y el único resultado fue el feminicidio de Berta, así como en el asesinato de otros líderes, como Tomás García.

También en Guatemala las agresiones, incluso las letales, se presentan hacia aquellas personas que se oponen a proyectos extractivos, tanto en el territorio como en otros ámbitos. En 2016, por ejemplo, fue asesinado el guatemalteco Jeremy Barrios, asistente del Director General del Centro de Acción Legal Ambiental y Social de Guatemala (CALAS).

Se ejemplifican también en casos como el de Bernardo Cal Xol, líder indígena maya q’eqchi, que en enero de 2021 cumplió 3 años de detención ilegal por defender los derechos colectivos de su pueblo ante la empresa hidroeléctrica Oxec S.A., que recibió la licencia para talar hectáreas de árboles y desviar ríos en el departamento de Alta Verapaz, sin que se consultara a la población.

Tal cual el caso de los ocho defensores de Guapinol, Honduras, que se opusieron a la empresa minera Los Pinares. A ellos los acusan de delitos que no cometieron y están por cumplir dos años en prisión. El pasado marzo, tras conocer el caso, el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de Naciones Unidas instó al Estado hondureño a liberarles de inmediato y reparar los derechos vulnerados.

En Nicaragua, la criminalización estatal también la viven Francisca Ramírez, lideresa campesina defensora de la tierra e integrante del Movimiento Campesino Anticanal, y Mónica López, asesora legal de este, quienes ahora se encuentran en el exilio debido a la dictadura orteguista. Ambas emprendieron acciones de incidencia en contra del canal interoceánico autorizado por el gobierno a través de la Ley 840, concesionado a la empresa china HKND Group y acuerpado por medidas militaristas.

El desarrollo de estos proyectos extractivos hidroeléctricos, mineros, agroindustriales o turísticos sería imposible sin la complicidad estatal, la cual se manifiesta por medio del establecimiento de incentivos fiscales, expatriación de capitales, agilización de permisos ambientales, títulos de concesión de propiedades y tratados de libre comercio. Esto se combina, además, con el uso de las fuerzas armadas para obstaculizar la participación ciudadana local y los estudios de impacto ambiental y social; así como con el incumplimiento de la legislación que protege los derechos de personas campesinas e indígenas, entre estos el derecho a la consulta libre, previa e informada.

En Centroamérica las áreas protegidas se ven disminuidas cada vez más, al igual que los controles sobre políticas de responsabilidad social y laborales. Por ejemplo, el Estado nicaragüense ha afirmado que más de 7.1 millones de hectáreas de tierra están disponibles para concesiones mineras, lo que equivale a casi el 60 % del territorio nicaragüense. Esto a pesar de que ya hay presencia de empresas mineras canadienses, australianas e inglesas con concesiones en el territorio.

El gobierno ha alentado la concesión minera por medio de la Ley n°. 953, creadora de la Empresa Nicaragüense de Minas (ENIMINAS), aprobada el 21 de junio de 2017, con la que aumentaron las tierras concesionadas con 140 000 hectáreas más, incluso en zonas de reserva como la Bosawás, la más grande de Centroamérica. A esto se le suma la represión policial, arrestos en contra de las comunidades que se han opuesto a la expansión y desplazamientos violentos de pueblos originarios.

De manera similar sucede en Guatemala, para 2015 había 342 licencias de explotación minera, 552 en proceso, 58 proyectos hidroeléctricos, así como 4 contratos de producción petrolera.

El extractivismo está siendo alentado a lo largo de la región centroamericana. En El Salvador, el Anteproyecto de Ley General de Recursos Hídricos, propuesto por el gobierno de Nayib Bukele, permitiría la explotación de 470 mil metros cúbicos de agua a un solo concesionario por 15 años prorrogables, lo que equivale al agua que toman más de 2600 familias.

Así como el conflicto alrededor de la Central Hidroeléctrica Barro Blanco construida por Generadora del Istmo, S.A. (GENISA), en el río Tabasará, ubicado en Chiriquí, Panamá, que ha afectado a la población indígena Ngäbe Bugle desde aproximadamente 2008, pues a causa de este se ha violentado el derecho a la consulta, se han inundado hogares, han desalojado a cientos de familias y por el cual han sido agredidas personas indígenas.

En ese sentido, hace 10 años Naciones Unidas adoptó los “Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos”, con esto se reconoció la responsabilidad de las empresas de respetar los derechos humanos en toda su actividad económica, incluyendo los contextos de conflicto producto de los impactos negativos de la globalización.

Por su parte, la Comisión Europea anunció que adoptaría una legislación sobre debida diligencia obligatoria para las empresas en materia de derechos humanos y medioambiente. Esto último es importante debido al vínculo existente entre las empresas transnacionales que proceden de países con alto crecimiento económico y que hacen parte de estos conflictos socioambientales.

Sin embargo, la deuda es abismal. Estos conflictos evidencian las desigualdades ocasionadas por priorizar la acumulación de riquezas. Al igual que la incidencia de la escena internacional en el ámbito nacional, al establecer normas de libre comercio como las lideradas por la Organización Mundial del Comercio (OMC) que no cuestionan la idea del “crecimiento económico infinitito” y que no son coherentes con el Derecho Internacional de Derechos Humanos. A la par de que los Estados aún no crean ni adoptan instrumentos jurídicos vinculantes en la materia. 

Frente a este contexto que desacredita la vida, sumémonos para defenderla. Opongámonos a estas prácticas de despojo. Escuchemos las voces resonantes por la justicia social y ambiental que ya no están, y a las que, con dedicación, lideran la defensa de los derechos colectivos. Unámonos para replicar su legado de esperanza.


*Alexandra Alfaro es activista, internacionalista y pasante colaboradora del área de incidencia del programa para México y Centroamérica del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL).

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