EF Académico / Memoria histórica

El “regocijo cuasi bastardo” de la conmemoración de la Independencia

En 1921, el líder obrero José Mejía se refería al centenario de la Independencia como un “regocijo cuasi bastardo” para ironizar sobre los sueños que albergó Centroamérica que fueron truncados por líderes ambiciosos y corruptos que aprovecharon su paso por la presidencia para concentrar el poder, denostar la Constitución y perseguir a cualquiera que los contrariara.


Viernes, 10 de septiembre de 2021
Héctor Lindo

Las celebraciones del primer Centenario de la Independencia de El Salvador se llevaron a cabo en un ambiente de incertidumbre política y polarización que en mucho se asemejan a la zozobra que estamos viviendo actualmente.

Hace cien años los pensadores más independientes que tenía el país reflexionaban con pesadumbre sobre el siglo anterior. El periódico La Prensa publicó el 15 de septiembre de 1921 una edición especial para conmemorar el día patrio, en la que incluyó breves ensayos por dos importantes salvadoreños que han caído en un injusto olvido. El escrito del brillante abogado Salvador Merlos lamentaba que “La generación presente lleva infiltrados muchos gérmenes patógenos adquiridos en 100 años de revueltas y despotismos”. José Mejía, un activísimo líder obrero, tenía ideas similares. Al hablar de la herencia de la centuria de vida independiente decía que “Hay dolores que no duelen y que producen bochorno, vergüenza, remordimiento, y aflicción: estos son los dolores reservados a los pueblos, y estos mismos dolores que sufren los pueblos centroamericanos hoy en esta fecha de regocijo cuasi bastardo”. La frase “regocijo cuasi bastardo” se refería a la ironía de celebrar el momento en el que la recién independiente población centroamericana albergó sueños, a pesar de que líderes ambiciosos y corruptos frustraron su realización.

Los lamentos de Merlos y Mejía estaban plenamente justificados. Centroamérica comenzó su vida independiente con ilusiones. Los próceres redactaron un documento fundacional inspirado en lo más avanzado de la teoría constitucional de la época. Las constituciones eran un instrumento relativamente reciente concebido para limitar los excesos de los gobernantes determinando períodos fijos para los mandatarios, garantizando libertades individuales y estableciendo separación entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial para que cada uno pusiera límites a los excesos del otro. La idea detrás de estas salvaguardas era el famoso dicho de Lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Foto de El Faro: Cortesía Mauro Arias/ EDH.
Foto de El Faro: Cortesía Mauro Arias/ EDH.

La primera Constitución (1824) estableció un sistema federal que incluía a los cinco países que ocupaban el territorio de la antigua Capitanía General. La República Federal fracasó, pero en El Salvador se adoptó una nueva Constitución (1841) para la nueva entidad política separada de las repúblicas hermanas. Después de la enorme inestabilidad de la época federal, la nueva ley fundamental renovó las esperanzas de tener un sistema político estable. Muchos historiadores coinciden en que un Estado de derecho con garantías legales para todos, seguridad jurídica para la actividad económica y mecanismos legítimos para las transiciones presidenciales hubiera constituido una plataforma sólida para lograr, de forma paulatina, un mayor crecimiento económico, educar a la población, ampliar la participación política y lograr que los beneficios de la riqueza nacional alcanzaran a todos.

Desde el primer momento nuestros políticos se encargaron de tirar por la borda la idea del Estado de derecho y de la seguridad jurídica. “A falta de ideales el hombre siguió al hombre, al más fuerte, al caudillo. Este sí ya concretó sus ideales: la tiranía y las riquezas […] Los libertadores abundaron, pero la libertad no apareció nunca”, escribió José María Peralta Lagos en “Cien años perdidos”, un escrito fechado el 12 de septiembre de 1921. 

La Constitución de 1841 tuvo una infancia problemática y llegó raquítica a la edad adulta. Doroteo Vasconcelos la enmendó en 1849 para poder reelegirse, diez años más tarde, Joaquín Eufrasio Guzmán prolongó el período presidencial para preparar el terreno para que su yerno Gerardo Barrios tuviera una presidencia de seis años. Por su lado, Barrios la manipuló con fines propagandísticos y para perseguir a sus rivales (envió al exilio a Francisco Dueñas después de despojarlo de sus propiedades alegando corrupción).  Entre 1841 y 1900 nuestro país tuvo seis constituciones más. Cuando Dueñas regresó al país y derrocó a Barrios, derogó la Constitución de 1841, patrocinó una nueva (1864) y, además, para ejecutar a su enemigo Barrios, ignoró las garantías legales.

Contrario a lo que prescribía la ley, Dueñas quiso reelegirse. Lo derrocó Santiago González. Una vez instalado en el poder, este último se encargó de escribir dos constituciones (1871 y 1872). ¿Por qué tanto cambio? Para prolongar el período presidencial y poder reelegirse. A González lo derrocó Rafael Zaldívar, quien también fue responsable de dos constituciones (1880 y 1883). ¿Por qué tanto cambio? Para prolongar el período presidencial y poder reelegirse. Cuando Zaldívar quiso prolongar su presidencia más de la cuenta lo derrocó Francisco Menéndez. Durante la presidencia de Menéndez se escribieron dos constituciones, aunque solamente una (1886) llegó a ser ley.

Curiosamente, el documento que se aprobó bajo Menéndez fue duradero y todavía estaba vigente para la fecha del primer Centenario. El secreto de la durabilidad de la Constitución de 1886 estriba en que los políticos salvadoreños aprendieron formas de violarla utilizando hojas de parra legales y manipulando elecciones para asegurarse un poder legislativo complaciente. (A los diputados les llamaban “chivos” porque su mayor responsabilidad era la emisión automática de los balidos propios de dicha especie rumiante). La ley electoral facilitaba el fraude. La votación no era secreta, los dueños de finca podían llevar a sus mozos a votar comprobando que lo hicieran por el caudillo de turno. De esta manera era fácil asegurarse de que la Asamblea Legislativa estuviera dominada por el balido unánime de los “chivos”.

Durante todo el siglo XIX, la vía más frecuente que utilizaron los caudillos para tomar las riendas del gobierno fue el golpe de Estado. Durante sus años en El Salvador, a finales de ese siglo, Rubén Darío conoció de cerca a uno de los gobernantes típicos de la época, Carlos Ezeta, a quien describió en un artículo en el periódico bonaerense La Nación como un hombre cuyo “principal rasgo era una ambición desmesurada. ¡Él había de ser presidente!” Y que antes de llegar a la presidencia no tenía sino sus sueldos militares, pero luego terminó millonario: “casa en Madrid, estancias en El Salvador, rentas y depósitos en el Banco de Londres”. Bajo la administración de Ezeta, dice Darío, “llegaban de España los shakós (sombreros de uniforme de gala al estilo húngaro) y uniformes de lujo. No se pagaba a los maestros de escuela, a los empleados civiles, a nadie, pero a los soldados sí”.

Para 1921 había quedado atrás la práctica de golpes de Estado y reelecciones. La familia Meléndez-Quiñónez había encontrado un fórmula más elegante: pasaban la presidencia de un miembro de la familia a otro. Hábilmente los gobernantes de esta dinastía organizaron una maquinaria política moderna: un partido único, el Partido Nacional Democrático, censura y manipulación de la prensa, y la Liga Roja, un grupo de choque que se encargaba de amedrentar a la oposición. 

Además de los chivos y de los miembros de la Liga Roja aparecieron otras figuras sociales que caracterizaron el sistema político de los caudillos antidemocráticos. Proliferaron los “sobalevas”, aduladores que se encargaban de ensalzar a los gobernantes. Por ejemplo, los cumpleaños de miembros de la familia Meléndez-Quiñónez eran noticia de primera página con foto destacada e inclusive poemas. (“Este día cumple años doña Mercedes R. de Meléndez, madre del señor Presidente de la República … La vida pasa sobre su corazón y se florece de bondad, que es bálsamo vivificante”). Escritores talentosos hacían horas extra ayudando a censurar los periódicos. Los “orejas” se sentaban en los bares o se aproximaban a corrillos callejeros para escuchar cualquier expresión opositora que pudiera merecer escarmiento. 

Esta triste historia era la que tanto lamentaban Merlos, Mejía y Peralta Lagos. Los escritos de los dos primeros mantenían un cierto optimismo. Merlos le apostaba al poder redentor de la educación y decía que era “necesario que cada hombre sea una fuente de amor y no un fardo de dinamita. Y es el maestro el llamado a desempeñar esta función elevadísima”. Mejía tenía fe que la unión de Centroamérica podría regenerar al pueblo centroamericano.

El más pesimista era Peralta Lagos, quien también era el que conocía más de cerca a la élite política salvadoreña. Él escribía que “Cien años son muy suficientes para juzgar de las aptitudes de un pueblo para gobernarse dignamente. Durante un siglo de vida seudolibre hemos probado hasta la saciedad nuestra ineptitud para la vida ciudadana, con nuestro desconocimiento del derecho, con nuestro horror a la justicia, y el desprecio de todas las conveniencias. ¿Podrá esperarse algo bueno de nosotros? ¿Sabremos aprovechar tan triste experiencia? ¿Tendremos conciencia del peligro que supone la continuación de semejante estado de cosas?

¡Quién sabe! Lo dudo mucho y quiera Dios que me equivoque.” 

El acercarse el Bicentenario cabe preguntarse si las frustraciones de Merlos y Mejía y las predicciones de Peralta Lagos continúan siendo válidas. Siguen activos los “gérmenes patógenos adquiridos en cien años de revueltas y despotismos”, aunque ahora hablamos de doscientos años de experiencia y a las revueltas podemos añadir un conflicto armado que duró una década, masacres impunes y regímenes militares. La conmemoración del Bicentenario tendrá la calidad del “regocijo cuasi bastardo” que mencionaba Mejía. Seguimos descartando constituciones cuando resultan incómodas. La legislatura es una vez más instrumento del ejecutivo. Los uniformes de lujo y gastos militares tienen más prioridad que la educación. El partido único y la censura de la prensa están a la vuelta de la esquina. Los ejércitos de troles que supervisan tuits y bañan de insultos a las expresiones críticas evocan a la Liga Roja de los Meléndez-Quiñónez. 

Peralta Lagos se preguntaba: “¿Fue un error nuestra Independencia? ¿Fue un acierto de nuestros próceres? No lo sé; pero estoy seguro de que si ellos resucitaran, llenos de vergüenza nos escupirían a la cara”.

Podemos tomar las duras palabras del escritor como rugido de dolor y reprimenda airada, esa era su intención. Tenemos otra opción: convertirlas en la bofetada que despierta, que nos ayuda salir del estupor y nos empuja a recuperar nuestros ideales de un El Salvador mejor. Nuestra tarea debería ser trabajar para que el tercer centenario de la independencia encuentre a un país optimista, auténticamente democrático, con un régimen de Estado de derecho, donde toda la ciudadanía participa de los beneficios de la economía y no tiene que emigrar para alcanzar su potencial.


*Héctor Lindo es profesor emérito de historia en Fordham University, Nueva York. Su último libro es 1921. El Salvador en el año del Centenario de la Independencia.

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