Columnas / Política

La ruta de la oposición

Conformar una oposición implica coaligarse en puntos y acuerdos mínimos, no temáticos o de luchas concretas, sino puntos políticos en las áreas que incluyan la diversidad, los derechos humanos y el respeto.

Viernes, 15 de octubre de 2021
Héctor Pacheco

La historia parece repetirse. Este es uno de los momentos que cualquier sociedad debería de prevenir como realidad o al menos asustarse cuando esto es una posibilidad. Particularmente porque la historia de países como El Salvador es, en resumidas cuentas, bastante trágica. La lucha por el control del país entre los que buscan la dominación de la sociedad para imponer sus deseos y caprichos, frente a aquellos que anhelan reglas del juego claras recién cumplió 200 años. En las consignas que se escuchan en las calles y en redes sociales, hay una ruta clara. Pero lo que se necesita para lograrla es aún difuso, porque no solo hay que pensar en el corto plazo. Esta puede ser la oportunidad para ir más allá, la pregunta es cómo.

Avanzamos de manera acelerada hacia una ruta ya conocida, de forma más sofisticada, pero con la misma receta fermentada de siempre. Por un lado, tenemos un líder mesiánico que prometió cambiar las cosas, pero que al llegar al poder terminó empalagándose de soberbia y de las mieles que van de la mano con la exclusividad de las élites. Y digo que se repite porque, en el otro lado, el de la denominada oposición, también existen aquellas voces ­–ya sea por criterios técnicos o por la sensatez de la experiencia–con más claridad sobre el futuro, más aterrizadas en la realidad de las mayorías y dispuestas a sacrificar su orgullo para encontrar puntos comunes con el que piensa diferente. Al igual que hace 50 años.

El proceso de modernización autoritaria iniciado por el expresidente Oscar Osorio y su revolución de 1948 –en el que se promovieron grandes reformas sociales, bajo estrictas y agresivas restricciones políticas– terminó de descomponerse y culminó, aproximadamente 25 años después, con el fraude electoral de 1972, el cierre de muchos espacios democráticos, el acoso y represión a los opositores y la perdida de la institucionalidad para el mantenimiento del poder de un caudillo (Arturo Armando Molina, del PCN). Asimismo, este proceso fue el caldo de cultivo para el acercamiento entre los opositores a los regímenes militares, independientemente de su ideología y de su estrato social, pero con el objetivo común de lograr la participación política de manera libre, alcanzar el poder y entonces dar respuestas a los problemas del país desde su visión de mundo, ya fuese desde el ámbito electoral o desde los movimientos sociales y populares. Este proceso fue el nacimiento, en la década de los 70, de la Unión Nacional Opositora (UNO) como representación institucional de la oposición y de la concreción de los movimientos de masas y clandestinos como la oposición social (que años posteriores conformarían la Coordinadora Revolucionaria de Masas y el Foro Popular).

Las marchas del pasado 15 de septiembre son la principal evidencia de lo que se avecina: nuestro pasado. Los grandes problemas nacionales que no están siendo resueltos y las acciones gubernamentales que solo responden a los anhelos y antojos del caudillo de turno son el terreno más fértil para el descontento social y para la cohesión de los que piensan diferente, bajo el marco común de respeto a esa diversidad. Creo, sin temor a equivocarme, que eso es lo que está sucediendo: la oposición que se muestra débil institucionalmente comienza a retomar su músculo desde la gente, desde las necesidades, desde la calle. Todo esto sucede 30 años después del proceso de modernización institucional de los Acuerdos de Paz y como consecuencia de la descomposición social y política del país durante el comienzo del siglo XXI.

Una vez más, el presidente, su Gobierno, sus diputados y algunas élites económicas buscan una restauración conservadora. Es decir, lejos incluir a esas mayorías que viven en pobreza e inseguridad, simplemente reproducen la dominación que siempre se ha tenido sobre las decisiones del país, replican el orden tradicional de las cosas. A través de principios absolutos imponen sus intereses y su bienestar, el país continúa siendo su finca, solo que ahora con nuevos caporales (algunos importados y con gusto a arepa pepiada).

Al igual que en el pasado, la sociedad tiende a polarizarse. Por un lado, están quienes reclaman desde el descontento social por los problemas no resueltos y la exclusión. Por el otro, la masa de la población que todavía cree que viene un cambio o se siente satisfecha –en alguna medida– con el camino hacia el que nos conduce el caudillo. Mientras tanto, en la calle, las protestas ahora casi semanales, ya no solo reúnen a ciertos grupos o sectores sociales, sino que en ellas confluyen diferentes generaciones y territorios, diferentes demandas y sectores, diferentes profesionales y luchadores sociales.

Ahora bien, ¿es esto momentáneo y coyuntural o puede dar lugar a una nueva oposición y a reconfigurar a la sociedad salvadoreña como en el pasado?

Creo que todo dependerá de la respuesta gubernamental, pero si las cosas continúan como hasta ahora, y según el guion de otros caudillos recogidos en la historia, el régimen optará por la represión y la proscripción del resto de partidos políticos. Queda aún por verse si la sociedad logrará dar a luz a un nuevo actor sociopolítico que tenga la legitimidad suficiente para contrarrestar la popularidad del presidente. Sobre todo porque los partidos políticos de oposición están siendo, como menos, muy pasivos con lo que está sucediendo con el movimiento social y se sabe poco sobre cómo responderán. El gran poder de Bukele y su régimen, recordemos, radica en la popularidad como única arma para legitimarlo como el representante exclusivo de las grandes demandas sociales. Estas marchas, que al principio eran volátiles y difusas, sin embargo, poco a poco están cuajando en algo más, pues van democratizando la representatividad y legitimando el sentir de la sociedad. Es ahí donde se debe embestir.

Si bien estos movimientos han dado mucho aliento y empuje para salir a las calles a las personas que no están de acuerdo con el presidente y sus aliados, me temo que no pueden concretarse aún como la oposición. La historia nos ha demostrado que no solo basta con oponerse a alguien para coordinar esfuerzos y evolucionar de actividades conjuntas a metas comunes. El éxito de estas movilizaciones tiene como aliciente la indiferencia que hasta ahora han mostrado muchos de los viejos liderazgos de ser protagonistas. Las protestas continúan teniendo un carácter horizontal y espontáneo. Para volverse una verdadera oposición, no obstante, se necesita un horizonte de lucha, más allá de ser antibukele o estar en contra del nuevo pacto de las élites. Eso no significa la fusión o la unión de los diversos, sino una coalición para mantener los espacios democráticos en el país.

Las coaliciones que surgieron en el pasado han tenido este matiz. En al ámbito institucional, había una gran coalición política que buscaba abrir los espacios democráticos: la UNO estaba conformada por el Partido Demócrata Cristiano (el original, no la versión ochentera de Napoleón Duarte ni la de Rodolfo Parker), el Movimiento Nacional Revolucionario (Socialdemócrata) y la Unión Democrática Nacionalista (representante del Partido Comunista); su gran eje articulador fue la democratización del sistema de partidos y la salida de los militares del poder. A la vez, esa gran coalición política estaba en completa alianza y comunicación con otra gran coalición entre los movimientos sociales, movimientos de masas y los incipientes grupos clandestinos, quienes le daban el respaldo y la fuerza para negociar e incidir en todos los ámbitos nacionales. Esta coalición social logró ser una de las fuerzas que legitimó la primera Junta Revolucionaria de Gobierno en 1979, a través del Foro Popular. 

Conformar una oposición implica, pues, coaligarse en puntos y acuerdos mínimos, no temáticos o de luchas concretas, sino puntos políticos en las áreas que permitan mantener la inclusión de la diversidad, los derechos humanos fundamentales y el respeto. Es decir, una gran coalición nacional debe trascender las líneas partidistas tradicionales, porque nuestro pasado no solo nos muestra el cómo, sino los errores que se cometieron. El nacimiento de nuevos liderazgos sociales o candidatos políticos no debe ser algo impuesto, ese fue uno de los fracasos que descompusieron las alianzas del pasado. Por el contrario, debe ser algo que surja de los movimientos sociales, no como purismo ideológico, sino como mérito y relevancia.

Quizás el dilema más grande sea si apostarle a un único interlocutor –como hizo la UNO con Napoleón Duarte– para arriesgarse a facilitar la eficacia partidaria o ir por la gobernabilidad de los diversos –como hizo una década después el Foro Popular–, lo que daría más legitimidad social. Sin embargo, estas experiencias nos demuestran que lo más importante es asegurar la durabilidad y la representatividad de la mayor parte de la sociedad. Eso pasa por reducir los protagonismos para encontrar un equilibrio entre las distintas voces. Por tanto, es posible no producir un solo actor sociopolítico, pueden ser varios, lo importante es que respeten esos acuerdos mínimos sobre el espacio democrático salvadoreño, para poder pensar en un mediano y largo plazo. Al final de cuentas cada quien debe hacer su parte desde su trinchera. De eso se trata la democracia y la pluralidad.

El camino que falta no es corto ni fácil, por eso es necesario cimentar a una posible oposición basándose en el diálogo y la convicción como principios que en el pasado fueron los elementos esenciales para avanzar de la mano y lograr incidir, no para defender ideas abstractas, sino para defender los derechos de los salvadoreños. Estos movimientos sociales y estas marchas han renovado la esperanza que, a pesar de todo, logra tener un lugar preponderante en nuestra historia. Por ello me gustaría terminar esta columna recordando una frase del último discurso del expresidente chileno Salvador Allende: “La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen. Esta es una etapa que será superada”.

*Héctor Pacheco, salvadoreño especialista en políticas públicas comparadas y diálogo democrático. Es psicólogo social, economista y politólogo, con estudios en filosofía iberoamericana. Ha sido parte de los equipos de Gobernabilidad Democrática y Construcción de Paz en organismos internacionales como la OEA y el PNUD, en El Salvador y para América Latina y el Caribe.
*Héctor Pacheco, salvadoreño especialista en políticas públicas comparadas y diálogo democrático. Es psicólogo social, economista y politólogo, con estudios en filosofía iberoamericana. Ha sido parte de los equipos de Gobernabilidad Democrática y Construcción de Paz en organismos internacionales como la OEA y el PNUD, en El Salvador y para América Latina y el Caribe.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.