Daniel Lizárraga
La situación de los y las periodistas en México, así como de los y las activistas en derechos humanos y ambientales se ha convertido en un callejón sin salida: los mecanismos de protección para quienes han recibido amenazas se desfondan, las condiciones laborales en los medios de comunicación no mejoran, las discusiones para un nuevo sistema integral de protección apenas inician y, lo más preocupante: los asesinatos no se detienen.
En los últimos 22 años han ejecutado a 150 periodistas; 138 hombres y 12 mujeres. Los estados con mayor número de colegas asesinados son Veracruz (35), Guerrero, (15), Oaxaca (15), Tamaulipas (14), Chihuahua (13) y Sinaloa (6). La espiral de violencia despuntó a partir del año 2000, durante la inútil guerra contra el narcotráfico desatada en el gobierno del derechista Felipe Calderón Hinojosa y ha seguido hasta nuestros días.
En lo que va de la administración del izquierdista Andrés Manuel López Obrador han ejecutado a 30 periodistas. Cinco de esos homicidios ocurrieron tan sólo entre enero y febrero de este 2022. Los y las reporteras han ido aumentando las protestas. El pasado 15 de febrero, los y las periodistas asignados a la cobertura de la Cámara de Diputados dieron la espalda a los legisladores del partido oficialista Morena, quienes estaban en la tribuna. Ese mismo día, los y las comunicadoras en el Senado no asistieron a una rueda de prensa convocada por la misma fuerza política encabezada por López Obrador.
El 16 de febrero, el periodista Rodolfo Montes le avisó a López Obrador que se día no habría preguntas en la acostumbrada rueda de prensa mañanera en el Palacio Nacional, en protesta por el asesinato de cinco colegas en los últimos dos meses. Un día después en Tijuana, Baja California –en la frontera con Estados Unidos– la reportera Sonia de Anda le dijo al presidente que el gremio está muy lastimado, como todo México. “Hoy trabajamos bajo la sombra de ser atacados y asesinados por nuestro trabajo y los crímenes que se cometen en nuestra contra no se aclaran”, comentó.
Sonia de Anda, con la voz quebrada, hizo un pase de lista de quiénes han perdido la vida entre enero y febrero de este 2022: José Luis Gamboa, Margarito Martínez, Lourdes Maldonado, Roberto Toledo y Eder López.
El presidente, en ese momento, expresó lo mismo de siempre: que en su gobierno no se censura y, mucho menos, ordena atacar a los periodistas. Pero el hecho es que vivimos en la zozobra porque no sabemos en qué momento y dónde le arrebatarán la vida a alguien más.
Y esto no es una exageración ni un intento por generar escándalo y, mucho menos, sumarse al corifeo de los golpistas antiLópez Obrador o de los dogmáticos seguidores del presidente. En estos momentos hay 1515 personas bajo el mecanismo de protección manejado por la Secretaría de Gobernación, 900 activistas y 615 periodistas. Pero ninguno de ellos o ellas puede realmente sentirse seguro, porque ese sistema ha sido rebasado, una y otra vez, por los asesinos materiales e intelectuales.
Una de las medidas de protección ha consistido en poner escoltas a quienes recibieron amenazas. En muchas ocasiones ha servido, pero ahora mismo es materialmente imposibles sostenerlo. Los y las colegas no confían en los policías estatales y, mucho menos, municipales, porque han sido infiltrados por la delincuencia organizada. La petición, en todo caso, recae sólo en la Guardia Nacional y, en este sentido, no darían abasto.
Otra alternativa, en casos menos delicados según la perspectiva de las autoridades, ha sido darles un botón de pánico que deben accionar cuando vean algún riesgo. Pero el inminente riesgo, ese mecanismo de protección no sirve de nada cuando alguien pudiera tener a un tipo apuntándole con una pistola. Cuando llegue la policía ya no habría nada que hacer.
El modelo de negocio en los medios de comunicación en el país ha venido a pique, como en todo el mundo. Pero en México la situación se torna aún más complicada porque, ante el ambiente de hostilidad política y de acoso, sobre todo, del crimen organizado, los y las colegas trabajan sin prestaciones sociales por salarios de 250 dólares o, en el mejor de los casos, de unos 400 dólares mensuales. Los medios que pagan por noticia publicada tienen una tarifa de unos de 2.5 dólares, que evidentemente no alcanzan para sobrevivir.
El pasado 1 de febrero, el vocero de Palacio Nacional, Jesús Ramírez mandó un mensaje en Twitter: “De acuerdo con investigaciones judiciales, el C. Roberto Toledo asesinado del día de hoy, se desempeñaba como auxiliar en un despacho de abogados, no como periodista. Condenamos este crimen. Ningún ser humano deber ser privado de su vida. Nuestras condolencias a familiares y amigos”.
Ramírez ignoró, de un plumazo, la precariedad en la que viven cientos de periodistas en México por lo que se ven obligados a tener, por lo menos, dos trabajos. Recientemente, se informó que el 43 % de la población en México viven en pobreza laboral. Esta situación es particularmente grave en Chiapas, Oaxaca y Guerrero. Los dos últimos estados ocupan el segundo lugar en el número de comunicadores asesinados, con 15 cada uno. Para ser periodista hay que jugarse la vida y, además, conseguir otro empleo.
Ante el incremento constante de asesinatos, y a pesar de la falta de importancia que la presidencia ha dado constantemente al reclamo de los periodistas, la Secretaría de Gobernación está organizado una serie de mesas de discusión para conformar un nuevo plan de protección para los y las reporteras. Hasta el momento, únicamente se han concretado cuatro. La intención puede ser buena, pero a ese ritmo no podrá detenerse la espiral de violencia.
Un ejemplo: la colega Lourdes Maldonado, asesinada en Tijuana de un tiro en la cabeza el pasado 23 de enero, estaba bajo el mecanismo estatal de protección, según lo reconoció el secretario general de Gobierno de Baja California, Catalino Zavala Márquez.
El presidente López Obrador ha dicho que, desde su gobierno, no se manda a callar a nadie ni mucho menos ordenan cualquier tipo de agresión. Ante la andanada de los delincuentes promete que no habrá impunidad, como si fuera un acto de buena voluntad y no una obligación. Pero, además, el problema está en la inexistencia de un mecanismo o un sistema integral de protección en las calles. Las y los gobernadores esquivan el golpe y dejan todo en manos de gobierno federal. Una irresponsabilidad mayúscula. El gobierno federal y las administraciones estatales no pueden controlar la violencia, están superados. Su respuesta ante este grave problema no es más que retórica e incompetencia.
*Daniel Lizárraga es periodista mexicano y editor de El Faro.