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El Salvador insiste en mantener vivo su pasado

Víctor Hugo Acuña Ortega

En este momento en El Mozote se expresa una cierta manera de relacionarse con el pasado en El Salvador, que es claramente una forma prepotente y vertical de ejercicio del poder.
ElFaro.net / Publicado el 22 de Abril de 2022

Las luchas por el pasado siempre son necesarias porque son alimento esencial de futuros posibles. Pero también, las disputas por la memoria son inevitables, porque los usos del pasado son inherentes a los conflictos políticos del presente. La trasmisión del recuerdo, su manipulación o directamente su supresión no solamente tienen que ver con las identidades sino, sobre todo, con la justicia, la reparación o la impunidad y la reproducción del autoritarismo y la arbitrariedad. Tales reflexiones se me impusieron cuando, semanas atrás, visité el Museo de la Revolución Salvadoreña en Perquín y el memorial de la masacre de El Mozote.

El museo me impresionó y me interpeló por su potencia evocadora y el memorial por su sobriedad y elocuencia frente a la magnitud de los crímenes que denuncia y cuyo recuerdo preserva. Me sorprendió la modestia y casi precariedad del museo porque no corresponden con la centralidad de los procesos históricos que allí se rememoran ni con la relevancia de la memoria que salvaguarda; una memoria colectiva aún bullente en gran cantidad personas, habitantes de El Salvador o integrantes de sus diásporas, protagonistas y testigos de esa historia; un pasado que, además, tampoco ha pasado para las generaciones actuales, más allá de cómo se posicionen frente a él.

También me desconcertó y me resultó chocante encontrar el memorial de El Mozote rodeado por unos terrenos con las huellas frescas de la demolición de las edificaciones que allí había y tapado (algunos dirían protegido) por unas láminas de zinc relucientes. El término profanación me vino en forma espontánea a la mente. Envuelto en las impresiones y las emociones de esos dos encuentros, fui al monumento levantado por la Iglesia Católica a las víctimas de esa masacre cuyo significado es difícil de aprehender y cuya estética resulta rara e incluso ominosa. El sitio me pareció más un lugar de ocultamiento que un espacio de recuerdo de la masacre.

Mural conmemorativo a un costado de la iglesia católica del caesrío El Mozote, que honra la memoria de los niños que fueron asesinados durante la masacre de El Mozote y lugares aledaños, perpetrada el 11 de dieicmbre de 1981. Foto de El Faro: Víctor Peña. 
Mural conmemorativo a un costado de la iglesia católica del caesrío El Mozote, que honra la memoria de los niños que fueron asesinados durante la masacre de El Mozote y lugares aledaños, perpetrada el 11 de dieicmbre de 1981. Foto de El Faro: Víctor Peña. 

Así, confrontado con estos “lugares de memoria” de El Salvador contemporáneo me hice la pregunta: ¿cuáles son las relaciones que ese país mantiene con sus pasados? Como centroamericano, pensé en Costa Rica, mi país, donde circula una especie de “memoria banal” de la guerra contra los filibusteros y cuya historia en su conjunto es mirada bajo el prisma de la llamada “excepción costarricense”, ambas fundamento de su identidad nacional, en el presente bastante estropeada. También pensé en los trabajos de Margarita Vannini sobre la memoria en Nicaragua, sobresaturada alrededor de la revolución sandinista y lo que se juzga sus antecedentes, y manipulada hasta la caricatura por parte de la actual dictadura que sojuzga a ese país.

Las obras apresuradas alrededor del memorial de El Mozote muestran obviamente una voluntad del gobierno actual de hacer uso de ese pasado; esa premura contrasta con el desgano manifiesto que ha mostrado para que se le haga justicia a las víctimas y a sus deudos. En consecuencia, en este momento en El Mozote se expresa una cierta manera de relacionarse con el pasado en El Salvador, que es claramente una forma prepotente y vertical de ejercicio del poder, ya que la apresurada “remodelación” fue una acción inesperada e inconsulta para las personas del lugar. Así, el gobierno salvadoreño quiere apropiarse de ese pasado para ponerlo al servicio de su proyecto autoritario y destructor de la herencia institucional dejada por la guerra y los procesos de paz.

Por el contrario, el Museo de la Revolución Salvadoreña es expresión de la voluntad muy consciente de un grupo de personas por establecer una conexión entre el presente y ese pasado. Independientemente de que el museo pone el acento en determinadas dimensiones de esa historia, algo inevitable en cualquier esfuerzo de elaboración de una memoria, llama la atención que no haya recibido el apoyo que se merecería de la sociedad salvadoreña en su conjunto como para que fuese un monumento, como los que en otros países existen en relación con procesos fundamentales de su historia. Pero más intriga que diez años de gobiernos de las fuerzas políticas que hicieron la revolución no se hayan traducido en un apoyo decidido a esa iniciativa ciudadana.

En mi rápida, pero intensa indagación personal sobre las relaciones de El Salvador actual con sus pasados recientes concluyo que hay un Gobierno que impone un uso de ellos a su medida con fines que incluyen borraduras esenciales y la perpetuación de la impunidad; un sector de las élites políticas que apuesta  claramente por el olvido y, en fin, una sociedad civil que lucha con pocos recursos pero con gran determinación por preservar memorias colectivas imprescindibles para alcanzar una convivencia pacífica, inclusiva y democrática en ese país. Así entiendo la misión y la proyección del ejemplar Museo de la Imagen y la Palabra (MUPI) de San Salvador, que visité antes de mi viaje a Morazán. Posiblemente, en ese mundo tan desigual que es El Salvador en donde para la mayoría lo urgente es la supervivencia al día, militar por ese pasado, a pesar de su omnipresencia en sus cuerpos y en sus mentes, es un lujo, y para una minoría lo que cuenta es el consumismo y el enriquecimiento, como mecanismos de evasión frente a esa historia y a sus deudas pendientes.

Y, sin embargo, por mucho tiempo más, frente a negaciones impuestas y manipulaciones interesadas, la memoria colectiva salvadoreña de los procesos que marcaron su siglo XX permanecerá como un ruido de fondo, ruido que algún día será articulado en palabras inteligibles en el espacio público, indispensables para “humanizar a esa humanidad” salvadoreña, feliz expresión que retomo de la persona, artista, testigo y protagonista de primera hora de la revolución, que me guio por esos lugares de Morazán.


*Víctor Hugo Acuña Ortega es catedrático y profesor emérito de la Universidad de Costa Rica.