Columnas / Desigualdad

El crecimiento económico que no sorprenderá al mundo

Las estimaciones grises de la CEPAL contrastan con las esforzadas y grandilocuentes campañas oficiales de comunicación por posicionar al país como cuna de una revolución económica.

Miércoles, 7 de septiembre de 2022
Luis Vargas

En 2022, El Salvador será el país con menor crecimiento económico en la región centroamericana. Según estimaciones presentadas en la edición anual del Estudio Económico de América Latina y el Caribe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en comparación al promedio esperado del istmo, estimado en 4.1 %. Se espera que el país alcance solamente un 2.5 %, retornando así a la senda de bajo crecimiento que ha caracterizado a la economía salvadoreña en los últimos 25 años. Esto encaja en lo esperado y está lejos de generar siquiera una chispa de sorpresa para el mundo. Lejos han quedado las cifras experimentadas a mitad de los 90 y la histórica cifra de 2021, ligada más a un efecto de rebote posterior al año más duro de la pandemia que a un impulso diseñado de la economía.

Las estimaciones grises de la CEPAL contrastan con las esforzadas y grandilocuentes campañas oficiales de comunicación por posicionar al país como cuna de una revolución económica. Aún resuena el eco de la voz del presidente que, en junio de 2020, prometió un plan económico poscrisis que sorprendería al país y al mundo. Desde entonces, de lo que más evidencia hay es del esfuerzo del equipo creativo para inventar hashtags (#DespegueEconómico, #ImpulsosEconómicos, entre otros), que de una ejecución transformadora del presupuesto público. La sorpresa fue que el plan resultó en una fallida apuesta de fondos públicos en el casino de las criptomonedas —suponiendo que el monto de las compras anunciadas es real— más que en una verdadera revolución económica que establezca las bases para un horizonte de transformaciones prometedoras.

El Salvador aún requiere de crecimiento económico y mucho. Si bien este es un indicador imperfecto de bienestar o desarrollo, también es cierto que los niveles de pobreza, exclusión, desigualdad, brechas sociales y degradación ambiental que caracteriza al modo de producción del país requieren de un Estado con un amplio margen de acción, técnico y presupuestario para enfrentar estos desafíos de manera adecuada y cerrar los huecos de aspectos esenciales que aún existen en nuestro país. Un mayor crecimiento económico —entre otros factores— posibilita que el Estado pueda ampliar más rápidamente su rango de acciones en favor de la población, ya que significa una mayor cantidad de bienes y servicios producidos, de los cuales una parte —también mayor— será ingreso para el gobierno a través de impuestos.

Dicho eso, debo aclarar que, si bien el crecimiento económico es una condición necesaria, por sí solo es insuficiente para la prosperidad: la forma y esencia de ese crecimiento importan. Las políticas de crecimiento deben acompañarse con acciones seriamente planificadas que favorezcan la construcción del desarrollo inclusivo y sustentable; para ello es indispensable alejar la estructura fiscal de su sesgo crónicamente regresivo en donde pagan, efectivamente, más impuestos quienes menos ingresos tienen, mejorar estratégicamente la inversión pública para acercar el Estado a la población, garantizar la protección de los bienes naturales y sus servicios ecosistémicos, acelerar la transición energética para disminuir la dependencia de hidrocarburos, enfrentar de manera efectiva el rezago educativo y deserción escolar acentuados en la pandemia, garantizar servicios públicos de calidad, fortalecer los programas orientados a cerrar brechas sociales y procurar un manejo responsable de la producción estadística que permita la evaluación constante y transparente. En definitiva, se trata de construir un modelo de crecimiento en función de la sociedad y el entorno natural, favorable para la vida de las personas, de manera que las personas tengan garantizado el goce de sus derechos. 

A ese 2.5 % de crecimiento, que significa una economía más grande en unos $700 millones, es prácticamente imposible sentar las bases de una sociedad próspera. Para referencia, en 2021 el gasto de capital del gobierno general —esencial para el desarrollo de los países— fue de $858 millones; o la deuda del gobierno central, que creció más de $2000 millones desde 2019, mientras que los ingresos por impuestos tributarios han aumentado anualmente unos $250 millones en promedio en diez años. La apretada situación en las finanzas públicas, acentuada en la administración actual, reduce el abanico de posibilidades gubernamentales para atender los desafíos mencionados previamente. Esta realidad le empuja a atender en demasiadas ocasiones lo urgente sobre lo importante, condición que suele limitar la construcción del desarrollo sustentable.

A la administración actual le restan menos de dos años de gestión, suponiendo que prevalecerá el juramento del presidente Bukele de respetar la Constitución. La ausencia de un verdadero plan de gobierno (a estas alturas el Plan Cuscatlán es más bien una declaración de intenciones) dificulta hacer una evaluación según objetivos estratégicos, metas e indicadores y su alcance hasta la fecha. La ausencia de algo tan elemental ha abierto la puerta a la improvisación como una política oficial, con la posibilidad de vestir de logro cualquier concepto ganador en las lluvias de ideas gubernamentales. Esta ha sido una receta exitosa para garantizar su popularidad, indudablemente. Pero también es evidente que ninguna encuesta de popularidad elimina los problemas que aquejan diariamente a la población y que atan al país al permanente desarrollo del subdesarrollo.

No obstante el poco tiempo, aún hay posibilidades —al menos teóricas— de que la administración Bukele tome un giro por una construcción y gestión responsable de las políticas gubernamentales. El informe de la CEPAL contiene elementos suficientes para esperar un período de bajo crecimiento regional en los próximos años. Esto está ligado al fin de la recuperación económica pospandemia, las múltiples consecuencias rezagadas de esta y la inestabilidad derivada del conflicto Rusia-Ucrania, por lo que el desafío solo incrementará su dificultad a medida que pase el tiempo, incluyendo las condicionantes que implican las variadas crisis globales que actualmente ocurren: crisis climática, inflación y desabastecimiento. En ese sentido, la ejecución estratégica del presupuesto y la toma de decisiones técnica, política y temporalmente consecuente es indispensable si se quiere construir una sociedad próspera. Esa deuda heredada de los gobiernos de la posguerra fue, al fin y al cabo, por la que el presidente Bukele fue electo; una que será imposible saldar con un crecimiento económico que está lejos de sorprender al mundo.

Luis Vargas es economista salvadoreño por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Cuenta  con una maestría en Economía de los Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, por la  Universidad Nacional Autónoma de México y es parte del colectivo Economistas para la Vida.
Luis Vargas es economista salvadoreño por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. Cuenta  con una maestría en Economía de los Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, por la  Universidad Nacional Autónoma de México y es parte del colectivo Economistas para la Vida.

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