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Los “Acuerdos de paz” después de 31 años

En una región donde los actuales menores de 40 años no se involucraron en las luchas contra el autoritarismo militar, por la liberalización política e incluso por la democracia, ¿puede prosperar una democracia liberal?

Domingo, 15 de enero de 2023
Álvaro Artiga González

En medio de una campaña de negación del actual gobierno salvadoreño sobre su relevancia política, el 16 de enero del corriente año se cumplirán 31 años de la firma de los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado entre el gobierno salvadoreño, de entonces, y el otrora frente guerrillero Frente “Farabundo Martí” para la Liberación Nacional (FMLN). Dichos acuerdos facilitaron la reforma política que permitió superar el régimen autoritario de corte militar que había prevalecido en El Salvador desde 1930. 

Como parte de la implementación de esos acuerdos, en 1994 se realizaron las primeras elecciones libres y competitivas de la historia del país. Desde entonces, las elecciones se convirtieron en el único juego socialmente aceptado para cambiar, elegir o reelegir gobernantes. Atrás quedaba una larga historia de golpes de estado, elecciones fraudulentas o “elecciones” con un único candidato, como procedimientos que los militares utilizaron para producir el relevo de gobernantes. Solo este hecho manifiesta la relevancia de los acuerdos, de los cuales no se podía derivar otra clase de transformaciones que no fueran negociadas o  pactadas. 

La reforma política pactada -mediante aquellos acuerdos de 1992- se daba en medio de un contexto regional centroamericano que privilegiaba el diálogo y la negociación antes que la continuidad del enfrentamiento armado que sangraba a guatemaltecos, nicaragüenses y salvadoreños. La solución política a los conflictos armados se plasmó en acuerdos políticos que fueron impulsados en un ambiente propicio generado por los Acuerdos de Esquipulas II, firmados por los presidentes centroamericanos en 1987. Ese impulso recibió apoyo internacional en medio del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética por el control geopolítico de la región. 

Pocos años después, se produjo el primero de los acuerdos que transformarían la política interna de los países con conflictos armados. Una liberalización política se abrió paso en Nicaragua con los acuerdos de Sapoá, entre el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y la Resistencia Nicaragüense (la “contra”) en 1988; luego vinieron los acuerdos de Chapultepec (México), entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla en 1992. Finalmente, le tocó el turno a Guatemala, cuando el gobierno guatemalteco firmó con la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) los acuerdos que pusieron fin al conflicto interno en 1996.

La solución de los conflictos armados internos en El Salvador, Guatemala y Nicaragua modificó la variedad de regímenes políticos prevalecientes hasta entonces en Centroamérica, incluyendo a Honduras. En el llamado CA-4, la liberalización política se abrió paso y la democratización, si ocurría, les haría semejantes a la tradicional excepción de Costa Rica. Democratizar los regímenes recién liberalizados era más bien una tarea pendiente que una conquista lograda con los “acuerdos de paz”.

La distinción entre liberalización y democratización es importante para comprender el agotamiento que la primera presenta al principio de la tercera década del siglo XXI en Centroamérica. La liberalización supone la apertura de espacios políticos y el ejercicio de garantías civiles y políticas por parte de la ciudadanía. La liberalización reduce la exclusión política pero no equivale a la vigencia de una democracia liberal. Es un paso, una etapa, una fase necesaria para instaurar democracias liberales, pero no agota todo el proceso. 

Permitir la existencia de una oposición política, respetar las libertades de expresión, organización y movilización son medidas relevantes para democratizar un régimen. Pero hace falta algo más. Hace falta que los gobernantes se sometan al control de la ciudadanía, ya sea de manera directa, o  indirectamente mediante un diseño institucional que permita el ejercicio eficaz del control político sobre los gobernantes.

Permitir que se cambien gobernantes mediante elecciones libres y competitivas, no quiere decir necesariamente que los ganadores gobernarán democráticamente; es decir, sujetos al marco constitucional-legal. Tal sujeción debe ser verificada, para lo cual la transparencia y el acceso a la información son condiciones necesarias. Los abusos de autoridad por parte de los gobernantes, es decir, traspasar los límites que las normas jurídicas imponen a los gobernantes, deben ser sancionados. Si esto no ocurre, la autoridad democráticamente recibida puede ser autoritariamente ejercida. Con una legitimidad democrática de origen, los gobernantes pueden ocultar su voluntad y ejercicio autoritario del poder. En tales condiciones, la pérdida de la legitimidad democrática de origen (ser gobernante por la voluntad libre y competitiva de los gobernados) tiene como resultado la desnudez del carácter autoritario de los gobernantes y del régimen político que les sustenta.

Así pues, si bien es cierto que la realización de elecciones libres y competitivas puede ser un criterio de demarcación sobre la naturaleza de los regímenes políticos, no es suficiente criterio para hablar de la vigencia de una democracia liberal. Sin elecciones no hay democracia, pero la existencia de esta exige algo más. Este “algo más” no se alcanzó en el CA-4 pese a la superación de los regímenes políticos autoritarios de corte militar que allí estaban vigentes. La coyuntura centroamericana actual muestra una deriva autoritaria encabezada por Nicaragua, seguida por El Salvador, Guatemala y Honduras, en ese orden. Casualmente, con la excepción de Honduras, la misma secuencia para la firma de acuerdos de paz anteriormente referidos.

Que hayan pasado ya tres décadas de aquellos acuerdos y que la liberalización política pactada se haya agotado en el CA-4 supone que las fuerzas democráticas no crecieron lo suficiente. Además de un factor cultural implicado en este resultado deficitario, podría existir un factor demográfico al que hay que ponerle atención. En una región donde los actuales menores de 40 años no se involucraron en las luchas contra el autoritarismo militar, por la liberalización política e incluso por la democracia, ¿puede prosperar una democracia liberal? ¿Los valores culturales que predominan en este segmento poblacional pueden traducirse en una “recarga” democrática liberal? ¿No será que la vulnerabilidad económica, social, política y cultural en la que vive la mayor parte de este segmento poblacional favorece los comportamientos autoritarios?

Han pasado 31 años desde la firma de los “acuerdos de paz” en El Salvador. La liberalización del régimen autoritario parece estar agotada y una nueva forma de autoritarismo se cierne sobre el país. Las elecciones generales de 2024, cuyo proceso comenzará este año con los procesos internos de selección de candidaturas y la definición del padrón electoral, serán cruciales para declarar agotada la liberalización o para emprender, una vez más, la ruta de la democratización. Esta ruta supone revertir la deriva autoritaria en marcha que cada vez nos acerca más a lo que sucede en Nicaragua.

 

*Álvaro Artiga es politólogo, miembro del Consejo Asesor del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina.  Puedes seguirle en @ReformasLATAM

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