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El Salvador / Memoria Histórica
Viernes 17 de septiembre de 2021
17/sep/2021
Independencia corroída y simulada
Buscar justicia, pelear una elección, proponer una ley, son herramientas que ya no llevan a nada. Los pueblos están cansados y desgastados.
Álvaro Montenegro
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El 15 de septiembre se cumplieron 200 años de la firma del Acta de Independencia en la que Centroamérica dejó de ser colonia del Reino de España. Este nacimiento, sin digna pelea, está permeado de un olor a corroído, pues contrario a recordarse como una auténtica revuelta emancipatoria, fueron las familias patricias las que promovieron pacíficamente una separación de “la Madre Patria”. El artículo primero del Acta de Independencia ambienta la época cuando dice: “(que) el Señor Jefe Político, la mande publicar (el Acta) para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Este primer numeral refleja la negociación que hacían las familias poderosas para colocar como primer Jefe Político de Centroamérica al Brigadier Gabino Gaínza, un español, quien seguiría la directriz de los criollos. El historiador guatemalteco Lioniel Toriello diría que “el 15 de septiembre de 1821 una conspiración para impedir la constitución de un régimen republicano tuvo su primera victoria pírrica”.

Este artículo inicial del Acta de Independencia se ha defendido estos 200 años a sangre, bala y constituciones. Roscas similares a las que acordaron la Independencia gestionan, desde la cúpula política, el actual momento cuando los centroamericanos vivimos una afrenta total a los pocos principios democráticos que se han alcanzado precisamente gracias a la lucha de los “pueblos”, que siguen siendo (aunque menos que hace dos siglos) terriblemente excluidos. Trataré acá cómo nos agarra este septiembre, con los pantalones abajo, centrándome en cuatro de los cinco países (Nicaragua, Guatemala, Honduras y El Salvador) que conformaban, para entonces, la región de Centroamérica.

En los últimos meses, he sabido de amigos nicaragüenses que han debido viajar a Guatemala como parte del éxodo derivado de la violencia política con la que Daniel Ortega pretende asegurar una nueva reelección. Cumpliendo el manual autocrático, ha encarcelado a cualquier candidato opositor bajo el pretexto de terrorismo, de servir a intereses extranjeros, de violar la soberanía, de traicionar a la patria; las trilladas cantaletas que durante siglos han utilizado los mandamases para justificar su permanencia en los altos cargos. El último hecho execrable y de impacto mundial fue la orden de aprehensión el 8 de septiembre contra el escritor Premio Cervantes Sergio Ramírez. Con esto Ortega busca terminar de asfixiar a las palabras.

Como la permanencia en el poder debe legitimarse no solo con fuerza sino con una narrativa y con la legalidad en la mano, Ortega ha aprobado leyes contra las organizaciones sociales que permiten la criminalización, su cancelación y la persecución penal contra los directivos. Con eslóganes como “Cristiana, Socialista y Solidaria” se ha establecido una sociedad autocrática de la mano de buena parte de las familias oligárquicas quienes convenientemente callan ante los desmanes de “Daniel”, su viejo enemigo “comunista”, quien al parecerse cada vez más a la dinastía Somoza honra la frase de Nietzsche sobre que uno debe tener cuidado de convertirse en el monstruo que se combate. Una parte crucial para sustentar cualquier dictadura es el ultranacionalismo que deviene en un rechazo a las lógicas internacionales; un aislamiento donde se expulsan a los extranjeros peligrosos.

Hace poco participé en el conversatorio “Ministerio Público de Nicaragua: contra las víctimas, por las injusticias”, invitado por la organización Hora Cero, en el cual se presentó un informe en el que se detallan las características de la fiscalía nicaragüense que se rige básicamente por dos reglas: proteger a los aliados del régimen e inculpar a los críticos. Para asegurar esto se despliegan las tácticas nocivas de cancelar unidades independientes, trasladar y destituir fiscales, demorar casos, montar investigaciones, modificar leyes para asegurar nombramientos ad hoc. Una parte esencial es contar con una fiscal general (Ana Julia Guido, sancionada por Estados Unidos) alineada al presidente y quien cuenta con la complicidad del resto del sistema de justicia.

Al leer el informe no pude dejar de vincularlo a las circunstancias que han sucedido en mi país. Luego de que Guatemala avanzara los últimos años en investigaciones judiciales contra los más poderosos, la regresión comandada por la élite económica y política (algunas familias se pueden trazar hasta los tiempos de la Independencia), ha arrollado con lo que encuentra. Han cooptado todas las instituciones, incluyendo a los tres órganos del Estado, el tribunal electoral, las cortes, la fiscalía, y han adoptado medidas orteguistas como la aprobación de una ley contra las ONG que ya entró en vigor pero cobrará fuerza el próximo año con miras a cancelar a las incómodas y a aumentar controles administrativos en busca de espantar a los donantes. El plan es que la misma macrored asegure las próximas elecciones de 2023 por medio de la candidatura de Zury Ríos, hija del dictador Efraín Ríos Montt, quien encarna el statu quo por excelencia.

Desde que la Cicig enjuició a funcionarios y empresarios corruptos, se exacerbó, como en el resto de los países, el discurso contra la comunidad internacional. Recientemente, y en la misma línea que Nicaragua, Estados Unidos le cortó los fondos a la fiscal general Consuelo Porras, aliada incondicional del presidente Giammattei. Pero eso no los inmutó; al contrario, les han ofrecido minas y contratos espurios a negociantes rusos, lo que levanta suspicacias, pero también cautela en Washington, quien no endurece acciones contra el Gobierno, pues lo necesita como parte de su política migratoria. Parientes de la vicepresidenta del Congreso Sofía Hernández han sido extraditados por narcotráfico y la patronal sigue aplaudiendo a Giammattei. De nuevo, la lealtad entre los oligarcas y políticos es absoluta en tiempos recios, para que el Estado siga al servicio de las mismas cúpulas centenarias.

A los hondureños les urge sacarse de encima a Juan Orlando Hernández, el presidente que con la ayuda de una corte afín logró reelegirse en 2018 y cuyo hermano fue condenado por narcotráfico en Estados Unidos. No hay forma de que él se desligue de este hecho criminal y tiene miedo de seguir esos pasos, por lo que mantener su influencia es indispensable. Aunque lo más probable es que el sistema clientelar asegure la victoria del aliado de Juan Orlando, Nasry Asfura, han existido sospechas de que éste podría renunciar de última hora para cederle monárquicamente su lugar a Hernández. Una de las principales contrincantes del oficialismo, Xiomara Castro, esposa del expresidente Manuel Zelaya, así como sube en las encuestas se acrecientan los señalamientos de que tiene acuerdos con Hernández, tal como se ha reflejado en el congreso donde su partido ha respaldado al partido gobernante. Yani Rosenthal, otro aspirante, tampoco da ningún buen augurio pues fue condenado por lavado en Estados Unidos en 2017. Los tres grupos políticos han negociado impunidad (entre ello, evitar la eventual extradición de Hernández) y repartirse cuotas de poder.

A pesar de que han existido protestas relevantes en los últimos años, el sistema hondureño se ha cerrado y aunque en 2016 se aceptó la instauración de la Maccih, ésta fue expulsada, al igual que la Cicig, con apoyo de Donald Trump. Esto paralizó los casos contra funcionarios y sus parientes. En Honduras se aprobaron amnistías en favor de la corrupción, se han detenido casos y las organizaciones están siendo cada vez más atacadas. Hay un gran miedo de que las votaciones sean una continuidad de los últimos dos gobiernos de Juan Orlando. El asesor del expresidente Obama, Dan Restrepo, planteó que ninguno de los candidatos debería pisar la Oficina Oval.

Por su parte, El Salvador, desde el año pasado, tras la toma militar del congreso, ha dado cátedra de autoritarismo. Nayib Bukele es el presidente más popular de la región, ha conseguido vacunas como ninguno y derrocha más soberbia que los demás. Cooptó todos los poderes sin ningún recato y con la ayuda de la Sala de Constitucional, al servicio del gobierno desde junio, finiquitó el plan que se preveía al legalizar la posibilidad de reelegirse, el deseo de todo auténtico caudillo. La última reforma que promovió para asegurar jueces aliados funciona, como en los demás países del istmo, para encubrir a aliados y atacar a adversarios. El acoso a los periodistas, especialmente de El Faro, el coqueteo con una ley contra las ONG, así como la promoción de casos contra opositores, causan un peligro democrático que está siendo aplaudido por muchos que rechazan a los gobiernos anteriores.

Bukele, contrario a los demás países, se ha enemistado con una parte de la élite económica tradicional, pero aplica el viejo truco de pactar con unos pocos y construir su propia rosca por medio de parientes y amigos quienes se irán convirtiendo en “la nueva burguesía”, que harán las veces de un diminuto círculo que opera únicamente para sí mismo. El derroche de poder que emana Bukele augura una sostenibilidad en el mando apostándole a políticas que causan aprobación inmediata a costa de la destrucción a mediano plazo al aplastar los contrapesos, la disidencia y la crítica que suponen libertades mínimas, derechos humanos ganados a pulso en las últimas décadas.

El clima autoritario en Centroamérica ha crecido, los sistemas judiciales funcionan como brazo de los presidentes y sus empresarios aliados. Alrededor de los mandatarios se desenvuelve con impunidad y descaro un grupo corrupto que trabaja para comprar su permanencia en el poder, se ve con desdén los pronunciamientos internacionales y se ha intentado vender miedo a Estados Unidos con acercamientos con China y Rusia para que no corten los apoyos de manera total. Los gobernantes, parecería, se han copiado estrategias y no sería raro que en algunos momentos compartan planes. Las vías institucionales están completamente cerradas y los sistemas electorales, muy posiblemente, asegurarán la permanencia de los grupos dominantes sobre quienes poco les interesa: la gente. Su propósito es poder, dinero, ostentosidad; la historia de siempre.

Buscar justicia, pelear una elección, proponer una ley, son herramientas que ya no llevan a nada. Los pueblos están cansados y desgastados. Claro, hay voces frondosas desde los medios y las organizaciones, que constituyen la verdadera oposición ante la cooptación de sistema electoral. Lo que asusta a los gobernantes son las movilizaciones y la articulación social. Son rutas complicadas, complejas, con muchos baches, llenas de diferencias, matices, pero que son indispensables. En estos momentos, la creatividad, ensayar nuevas maneras de disidencia, es el desafío monumental para apuntar a una independencia verdadera, en la que “los pueblos”, contrario a lo pactado hace 200 años, sí estén incluidos.
Álvaro Montenegro, periodista y uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.



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