El Ágora /

Kijadurías recibe Premio Nacional de Cultura

El poeta salvadoreño residente en Canadá coronó su premiación con un discurso en Casa Presidencial que no dejó espacio par alas interpretaciones: Kijadurías aún cree que un mundo mejor es posible, pero ya no quiere pecar de ingenuo.


Sábado, 7 de noviembre de 2009
Carlos Dada

“He aceptado para la poesía el reconocimiento que aquí se le rinde, ya que la poesía no recibe honores a menudo, sobre todo en esta época donde la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales pareciera ir, como nunca antes, en aumento”. Con estas palabras, el gran poeta salvadoreño Alfonso Kijadurías agradecía, el pasado 5 de noviembre, su nombramiento como Premio Nacional de Cultura 2009.

Biografía

De tanto evocar el pasado perdiste el presente.
El que se fue, fue alguien.
Nadie el que regresó. 
Nada te pertenece. Nada te ata.
¿Quién habrá de devolverte lo perdido?
A la zozobra tienes por identidad.
Sobreviviente de una patria extinta, eres de los 
que vuelven rindiendo testimonio del fracaso,
del que estuvo por último al comienzo de todo.

Ahí, en un estrado colocado en un salón de Casa Presidencial frente a funcionarios del gobierno, diplomáticos, artistas e intelectuales, Kijadurías hacía gala de sus dos principales cualidades: su dominio de la palabra y su inconformidad con el mundo. Una inconformidad que lejos de amansarse se ha renovado durante décadas de exilio en la fría comodidad canadiense, tan distinta y tan distante de su natal Quezaltepeque, que es también su hogar cuando vuelve al país.

Se presentó a Casa Presidencial, a la ceremonia, con la sencillez de quien parece no haber cambiado con los años de homenajes y reconocimeintos: los invitados de corbata, él no. Una camisa negra bajo un saco, que contrastan con sus ya blancas cabellera y barba, y una palabra suave, casi dulce, que suelta agradablemente, casi tímidamente, palabras que llevan mucho filo.

“La violencia, más que la paz, sigue imperando en nuestro país, porque la paz es incompatible con la miseria y la desigualdad social. No existirá paz si carecemos de una verdadera cultura democrática. Una cultura que favorezca las manifestaciones de la mejores formas del talento creativo y el acceso a ellas del mayor número de personas capaces de disfrutarlas y valorarlas con un criterio soberano, no manipulado por sutiles o explícitas coacciones de la ideología, del comercio o la moda. Necesitamos un periodismo claro, que no enturbie el agua para parecerla más profunda, un periodismo que nos haga un relato de cómo son las cosas, no como los magnates de la política o los amos del dinero quieren que sea. Fortalecer prejuicios, navegar con la corriente, dar más al que ya lo tiene todo, disfrazar el conformismo de disidencia, la corruptela con la integridad, son vicios comunes en sociedades poco ventiladas: contra ellas no hay más antídoto que un ejercicio permanente del juicio personal alumbrado por un periodismo que ofrezca conocimiento y transmita observación serena, crítica, curiosidad y entusiasmo”.

Su pasaporte lo identifica como Alfonso Quijada Urías. Sus apellidos, en cambio, se han ido amalgamando en un solo que identifica a su obra: Kijadurías. El poeta, el exiliado, el capellán de iglesia, el tímido escritor de Quezaltepeque que mira el mundo, y el país que nunca ha podido dejar atrás, con la mirada del crítico que se resguarda del pesimismo fatal con la ilusión –ingenuidad le llama él- de un mejor futuro, que sólo alcanza a vislumbrar mediante una prodigiosa imaginación.

Emboscada

Salta la noche
sobre el día
le mete las uñas los dientes 
lo desgarra
Todo se tiñe de sangre
Agoniza
Una campana dobla Duelo
Vuela un pájaro ¿O es una llama? 
¿O es el alma del día que expira?
Silencio Funeral Sombras
Saciada la pantera se transforma en
árbol
en cuyas ramas negras
revientan las estrellas

Vino aquí a hablar, por primera vez, a la oficialidad cultural del cambio, presidido por la secretaria de cultura Breny Cuenca y atendido por artistas e intelectuales que nunca antes habían sido invitados a estos eventos. Que nunca habían entrado a Casa Presidencial, a pesar de sus credenciales artísticas, en los gobiernos anteriores.

Y vino aquí, también, a expresarle al presidente Mauricio Funes sus temores de pecar nuevamente de ingenuo al creer que ahora de verdad es posible un cambio en la estructura social salvadoreña, en la construcción de ese mundo justo, solidario, equitativo y en armonía con el medio ambiente que lleva toda una vida imaginando en una fértil obra poética.

Decía de él Manlio Argueta, en un ensayo que publicó en 2007 en este periódico, a propósito de la publicación de Las tribulaciones del Pequeño Larousse: “Kijadurías nos ve desde Canadá con su ojo balzaciano, lo cual demuestra que no viene a El Salvador a encerrarse en su comuna personal que él llama “La viña del Señor”, ahí en su Quezaltepeque de donde llegó en tren por primera vez, a San Salvador. Se ve que su sabiduría de pelo cano se ha enriquecido de lo real de su ciudad que quizás por pudor no menciona por su nombre pero el contexto nos dice que se trata de San Salvador, ciudad que nunca será la que dejó hace treinta años, pero que se vale soñar distinta, más humana y amigable. Y para ello debe señalar sus vicios y sus vacíos”.

Quijada Urías nació en Quezaltepeque en 1940, pero su andar ligero lo ha llevado a residencias en Madrid, París, Nueva York y Vancouver. Fue parte de la llamada Generación Comprometida, y obtuvo dos menciones honoríficas del Premio Casa de las Américas en 1969 y 1970. Ha escrito novela, cuento y poesía, y es considerado uno de los grande spoetas salvadoreños de la segunda mitad del Siglo XX, junto a Roque Dalton y Roberto Armijo. 

Jorge Ávalos, diseccionando el poema Manchas de ruidos antiguos, escribió sobre el poeta en un texto publicado en El Faro en 2007: “Los poemas de Kijadurías son la evidencia de que es posible para nuestras conciencias sobrevivir la tenaz hipocresía de nuestros tiempos, el naufragio cotidiano. Pero con la palabra como guía”.

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