Eran las 10 de la noche del 15 de noviembre de 1989 en España cuando sonó el teléfono en la casa de los Martín Baró en Valladolid. Era Nacho, quien hablaba desde El Salvador. “No se preocupen”, dijo a sus padres y a su hermana Alicia. “Estamos rodeados por el ejército. No hay miedo”.
Hacía cuatro días que la guerrilla del FMLN había lanzado una ofensiva militar por primera vez apuntando a enfrentarse abiertamente a las fuerzas del gobierno en las colonias y barrios de la capital salvadoreña. Las noticias mantenían atenta a la familia del sacerdote jesuita de origen español que tenía años de residir en el país centroamericano.
Momentos después, Nacho dejó que el auricular captara el sonido ambiente: una balacera. Esa sería la última conversación que Ignacio Martín Baró sostendría con su familia. Rondaban las 3 de la tarde en San Salvador y la zona cercana a la Universidad Centroamericana José Siméon Cañas (UCA), en Antiguo Cuscatlán, estaba llena de grupos de soldados. Las instalaciones de la UCA permanecían custodiadas por militares desde el sábado 11 de noviembre, día en que la guerrilla lanzó su ofensiva, según registró el propio Martín Baró en un reporte encontrado en su computadora. “Desde ese momento un grupo de militares se ubicó a la entrada de las instalaciones universitarias, registrando a todo aquel que entrara o saliera”. A partir del lunes 13 de noviembre no permitirían la entrada o salida de nadie.
Al mismo tiempo, unos 120 elementos del batallón Atlacatl se disponían a ingresar al Centro Loyola, casa de retiro de los jesuitas ubicada a kilómetro y medio al sur de la UCA, según detalla la investigación de Marta Doggett, del Comité de Abogados por los Derechos Humanos, recopilada en el libro “Una muerte anunciada”.
Ese día, el ejército decidió crear una “zona de seguridad” en los alrededores del Estado Mayor Conjunto. Unos 135 soldados rodearon la UCA y efectuaron un cateo a la residencia de los jesuitas y al Centro Monseñor Romero.
Cuando Nacho colgó el teléfono, los militares del Atlacatl estaban ya apostados en el Centro Loyola. Horas más tarde, en la madrugada del domingo 16 de noviembre, un comando especial del ejército ingresaba a la UCA.
“Esto es una injusticia, ustedes son una carroña”, alcanzó a escuchar, de boca del padre Nacho, Lucía Barrera, la testigo que presenció el asesinato. Esas fueron sus últimas palabras registradas.
A la mañana siguiente, el mundo se enteraba del atroz crimen. Los sacerdotes jesuitas Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López e Ignacio Martín Baró habían sido asesinados. A Elba Ramos y a su hija Celina, la primera empleada de los jesuitas, también les quitaron la vida. La orden era no dejar testigos.
La tarde del 16 en España, un vecino le dio la trágica noticia a la familia de Ignacio Martín Baró. Las crudas imágenes las transmitieron todos los noticiarios. El día que lo mataron, “Nacho llevaba el polo azul que le había regalado mi madre y que le habíamos lavado en casa”, recuerda Carlos, su hermano mayor. “Primero no lo creíamos, teníamos esa sensación de que no era posible, si le acabábamos de escuchar y le acabábamos de tener aquí”.
Apenas 11 días antes le habían hablado a San Salvador para felicitarlo por su cumpleaños número 47 y pocos meses antes lo habían visto en España, a donde viajó para dar una conferencia de sicología social.
“Nacho había venido ese verano y había estado con nosotros... claro, no podíamos imaginarnos que era la última vez que le íbamos a ver”, dice Carlos. En esa ocasión, Nacho estaba distinto. “Nacho era un hombre muy vital, muy de no tener miedos, muy echado para adelante”, pero esa vez su hermano lo percibió como un hombre frágil. “Tenía medicinas al lado de su cama. Nacho era un hombre digamos que al que la guerra -y yo supongo el sufrimiento que él estaba viendo- sí le hizo impacto”, recuerda.
Ese verano, el sacerdote jesuita le contó a su hermano que había recibido amenazas de muerte. “Yo creo que Nacho estaba convencido de que antes o después le iban a matar, les iban a matar”, dice Carlos, en su apartamento en Madrid, donde concedió esta entrevista.
-Ustedes como familia, ¿nunca le plantearon la posibilidad de quedarse en España?
-No se nos hubiera ocurrido, sinceramente, eso hubiera sido una monstruosidad inconcebible que Nacho de repente se hubiera quedado a vivir a España. Él había vivido muchos más años allí y se sentía absolutamente salvadoreño, por eso a nadie se le ocurrió, ni se nos pasó por la imaginación al matarle que le trajeran a España.
Ignacio Martín Baró tenía 17 años cuando llegó a El Salvador por primera vez en septiembre de 1960 al noviciado de los jesuitas en Santa Tecla.
Tras el múltiple asesinato, los hermanos Martín Baró intentaron llegar a El Salvador, pero la situación estaba demasiado tensa en ese momento. Al año siguiente, cuando el país aún estaba en guerra, cuatro de los cinco hermanos de Nacho acudieron a la conmemoración del primer aniversario de su muerte en San Salvador.
“Fue algo inesperado porque sabíamos del cariño que le tenían a Nacho y a todos estos jesuitas y sabíamos de su estatura intelectual, pero una cosa es saberlo desde lejos y otra cosa es vivirlo allí”, dice Carlos, sobre su primera visita a El Salvador, en la que los que conocieron al padre Nacho inundaron a la familia de anécdotas.
Justicia que no llega
Transcurridos 20 años desde el crimen, la familia Martín Baró sigue anhelando justicia. Aunque no son parte de la querella, los hermanos de Nacho ven bien la querella interpuesta el 13 de noviembre de 2008 ante la Audiencia Nacional española por la Asociación Pro Derechos Humanos en España (APDHE) y el Centro para la Justicia y Responsabilidad (CJA, por sus siglas en inglés) de San Francisco, California. “Nosotros estamos muy esperanzados, dentro de este escepticismo. Van pasando los años, pero nosotros claramente apoyamos esta acción, pero quiero matizar que la querella no se ha presentado en nombre de nosotros”, subraya Carlos Martín Baró.
Los hermanos de Nacho seguirán apoyando la posición de la Compañía de Jesús de buscar que el caso no quede en la impunidad en El Salvador, aunque saben que esta es una tarea cuesta arriba. “Yo creo que todo mundo está de acuerdo, incluidos los abogados que presentaron la querella, de que lo ideal sería que el juicio con todas sus garantías tuviera lugar en El Salvador”, dice el hermano mayor de Nacho. “Pero sabemos que toda esta gente (los acusados) siguen manejando y controlando las estructuras de poder (en El Salvador)”.
Este fin de semana, los Martín Baró participaron en los actos para conmemorar el vigésimo aniversario del asesinato. Este lunes, el gobierno salvadoreño les otorgará la Orden José Matías Delgado como homenaje póstumo al legado que dieron a El Salvador los seis sacerdotes.
A su muerte, Ignacio Martín Baró era vicerrector de postgrado y director de investigaciones de la UCA. Tres años antes había fundado el Instituto de Opinión Pública (IUDOP). Pero su principal aporte fue en el campo de la sicología social, que lo llevó a escribir decenas de artículos y libros. Martín Baró fue jefe del departamento de sicología de la UCA desde 1982 y en ese período realizó estudios sobre las consecuencias de la guerra en los niños, el papel de la mujer y la violencia en la sociedad salvadoreña.