Veinte años de una tenaz labor colectiva de demolición pueden dejar a un país exhausto, con sus valores trastocados y sus instituciones al borde del colapso. Pero 20 años también pueden servir para sepultar en el olvido o diluir entre homenajes y panegíricos las complejas y autónomas ideas del mayor filósofo que haya escrito desde la remota cintura de América: Ignacio Ellacuría.
Ahora que la naturaleza de los trópicos hace su parte para abatir el ánimo entre tragedias y cuando la primera alternancia hace renacer visiones simplistas, gritos de revancha y expectativas delirantes, también crece un ruido pedregoso y se salen de madre animosas diatribas sobre lugares comunes y viejas mezquindades.
Se vuelve a extrañar entonces el esfuerzo académico multidisciplinario de una comunidad de jesuitas dedicados a encarar con cabeza propia y espíritu irreverente una inasible y perturbadora realidad en decadencia, sustancia de su vocación intelectual independiente.
Y qué paradoja: las pasiones agolpadas en el largo e inconcluso proceso judicial de “la masacre de los jesuitas” que apunta sin atenuantes al desesperado alto mando civil y militar que gobernaba sin escrúpulos aquel país en llamas de noviembre de 1989, facilitan el silencio que rodea a una herencia intelectual sin herederos: un formidable tesoro que duerme en los estantes de bibliotecas con 24 años de trabajo académico, 8 doctorados, 19 licenciaturas, 102 años-hombre de estudios formales y 234 años hombre de trabajo pastoral, miles de páginas ahogados en el charco de los destrozados cerebros que la produjeron.
Las heces de la civilización
Ellacuría se movió en todos los ámbitos posibles del poder y de la vida intelectual, de izquierdas o derechas, civiles o militares, internos o externos, religiosos o mundanos.
La última década de su vida la dedicó a encontrar los consensos y acuerdos que acabaran mediante una negociación política con la última guerra civil de El Salvador. No era un iluso, sabía que una mortífera ignición era el precio por hacerse cargo y cargar con la sustancia social de sus desvelos, por eso clamaba contra la intolerancia: No me respondan con un tiro en la nuca.
“Un análisis intelectual debe ser respondido con un análisis intelectual y no con el exilio, la cárcel, la tortura, o un tiro en la nuca”; escribió en 1981, ocho años antes de que ese tiro fuera disparado.
A pesar de su pronunciada nariz aguileña, había nacido mermado de uno de los cinco sentidos, el olfato. Lo había compensado con una mirada penetrante en busca de un pensamiento crítico, no sólo para interpretar la realidad sino para transformarla, como diría aquel pionero Feuerbach.
“Esto requiere la mayor excelencia académica posible y sin ella poco contribuiríamos como intelectuales a problemas de tal complejidad; requiere también gran honestidad que no es sólo vocación de objetividad, sino pretensión de máxima autonomía y libertad; requiere, finalmente, un gran coraje en un país donde las armas de la muerte estallan con demasiada frecuencia en las más amenazantes proximidades”.
Fue en Barcelona donde ofreció esas palabras en su último discurso público, el 6 de noviembre de aquel año tan lleno de cruciales acontecimientos mundiales coronado con la caída del Muro de Berlín, que se llevó los escombros del socialismo real, de los mitos y dogmas que lo erigieron.
Apenas 10 días antes de ser asesinado, en su último discurso al recibir el Premio Internacional Alfonso Comín, Ellacuría habrá sentido los rumores de aquel final de era porque venia de ofrecer un discurso ante el parlamento de Alemania Occidental.
Y para “subvertir y lanzar la historia en otra dirección” utilizó lo que llamaba con provocación “el análisis coprohistórico”, es decir, “el estudio de las heces de nuestra civilización, que parece mostrar que esta civilización está gravemente enferma y para evitar un desenlace fatídico y fatal, es necesario intentar cambiar desde dentro de sí misma”.
Profecía, utopía y ucronía, eran la materia de su discurso, sin ánimo de remplazar a quienes deben tomar en sus manos las responsabilidades: “Ayudar profética y utópicamente a alimentar y provocar una conciencia colectiva de cambios sustanciales es ya de por sí un primer gran paso”. Apenas eso.
Teórico del poder: modificarlo por dentro
Voy a dejar de lado dos vertientes fundamentales de su producción intelectual que debe ser releída y criticada: su pensamiento teológico y su pensamiento filosófico. No es este el espacio para hacerlo y hay otras voces mejor autorizadas para ello: pienso, por ejemplo, en Antonio González, que trabajó sobre su obra póstuma Filosofía de la Realidad Histórica, o Rodolfo Cardenal, que trabajó en un esbozo biográfico. Pero tratándose de un espacio público, voy a recorrer a toda prisa los principales planteos ellacurianos a lo largo de su vida pública, por lo tanto política.
La Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, la UCA, no siempre vivió en el entendimiento con las formaciones populares y rebeldes como se podría creer ahora que la conmoción del crimen abarca a toda la sociedad y las izquierdas de todo color lo reivindican. Jesuitas al fin, sus miembros, la mayoría de origen vasco, nunca tuvieron un acuerdo unánime y acrítico sobre la dimensión social de su actividad. Si se puede hablar en términos teológicos, hubo un “proceso de conversión” hacia el destino de los desposeídos, lento y tormentoso, contradictorio a veces.
En los años de la hegemonía militar, la UCA apoyó el plan de gobierno del presidente Coronel Arturo Armando Molina (1972-1977), con el argumento de que beneficiaría a las mayorías populares y atacaba a la oligarquía terrateniente. En ese quinquenio se abrió la polémica sobre una ley de transformación agraria que catapultó por primera vez a Ellacuría a los primeros planos del debate público.
Las ilusiones para cambiar desde dentro al régimen militar se estrellaron con la crudeza de la persecución a toda disidencia y ocurrían las primeras masacres desembozadas en las calles y en las zonas rurales. E plena guerra fría de un mundo bipolar orientado en las antípodas de Washington y Moscú, El Salvador no tardó en convertirse en uno de sus puntos más calientes y, a la larga, más sangrientos.
Mientras sus colegas, como Jon Sobrino, se dedicaban con ahínco a desarrollar junto a una generación de latinoamericanos las premisas de la teología de la liberación, que trazaba puentes con toda oposición popular no armada, paradójico caldo de cultivo de guerrillas revolucionarias, Ellacuría dedicaba aquellos años a su mayor pasión, la filosofía, de la mano de su maestro y amigo vasco Xavier Zubiri (1898-1983), a quien bautizó a su muerte como la desaparición “del último gran metafísico” de la filosofía moderna.
La primera persecución religiosa comenzó con el asesinato del sacerdote Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Entonces un “escuadrón de la muerte” que encubría la acción de la inteligencia militar ordenó a todos los jesuitas salir del país amenazados de muerte. Ellacuría, que estaba en sus meses de cátedra zubiriana, no pudo volver desde España hasta 1978.
Aquel año lo conocí, desde mis primeros pasos en las filas del pequeño y animoso movimiento estudiantil de la UCA envuelto por las conspiraciones revolucionarias de la época, que reprochaba cada día a los jesuitas su huella “reformista”. ¿Quién habría siquiera soñado que un militante de aquel pequeño movimiento universitario de jóvenes pequeño-burgueses rebeldes, que algún día polemizó en una mesa de debates con Ellacuría, entregaría una medalla póstuma de homenaje a los jesuitas de la UCA con sus manos de Presidente de la República?
Yo tenía 18 años y ‘Ellacu’ 48. Conviviríamos en aquella comunidad universitaria cuatro o cinco años más en un barco que navegaba entre las tormentas de un país que se embarcaba hacia la agonía de una confrontación bélica, que resultó inevitable por la dimensión de los intereses de las elites involucradas y la tenaz resistencia popular que sólo podían corresponder a aquella época.
Cuando llegó el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979, Ellacuría jugó un papel decisivo en una jugada orquestada por Washington, jóvenes militares, empresarios y líderes socialdemócratas para que el país encontrara su propio rumbo y se alejara del desenlace de ese mismo año en Nicaragua: el triunfo de la revolución sandinista, que todavía estaba llena de fulgores y esperanzas.
Ahora sabemos con certeza, gracias a una minuciosa investigación de Rafael Menjívar Ochoa sobre los diarios privados de Ellacuría (Tiempos de Locura, El Salvador, 1979-1981), que el filósofo redactó de su puño y letra un proyecto sobre el cual se firmó la Proclama de Fuerza Armada de 1979, que abrió la puerta al golpe de Estado de corte reformista y fue la última llamada para evitar el cataclismo que llegaría.
El estratega de la negociación
La independencia, que nunca es equidistante de los polos, fue un principio de ese pensamiento sutil que aún ahora parece incomprendido, si no olvidado: “Se hace imprescindible una llamada al desapasionamiento, que ponga en guardia contra las desviaciones de los intereses y de los prejuicios, pero sobre todo contra los odios y las revanchas violentas. El análisis intelectual podrá favorecer más a una parte que a otra, pero difícilmente coincidirá plenamente con los juicios y, sobre todo, con las decisiones de ninguna de ellas”. Una proclama de independencia a rajatabla.
Es triste contemplar que en el nivel de la discusión pública, 20 años después, haya una incomprensión de esa tesis que se resume en una sola palabra: tolerancia.
Poco duró la ilusión de un golpe reformista y llegó el desencanto: “La Junta salvadoreña no ha sido en 1980 una junta centrista y moderada, acosada por las extremas derecha e izquierda como decía su discurso propagandístico; la Junta salvadoreña ha ido una Junta impopular y conservadora”.
Cuando el terror lo invadía todo, el título de aquel editorial de la revista ECA, salido de la pluma de Ellacuría, tenía un título fatídico: Conflicto, agonía y esperanza. 'Al cerrarse 1980, el cuadro social ya está listo para la confrontación total (…) El proyecto ha agotado sus posibilidades y ya no queda más salida que la guerra civil”, escribió en diciembre de 1980.
Los jesuitas fueron los primeros en articular de una manera sistemática una estrategia de la negociación política, tan despreciada en aquellos años como ahora. Aún cuando la paz se firmó en 1992 en el Castillo de Chapultepec, once años antes Ellacuría había puesto la primera piedra sobre su tesis, cuando el país ya contaba 15.000 muertos por la violencia política: “Un proceso de mediación para El Salvador”. (ECA 287-288 enero-febrero 1981)
Cuando llegó la declaración franco mexicana que ofrecía la mediación como el primer paso, Ellacuría y su comunidad se entusiasmaron: no excluía el camino de la elecciones propuesta por Washington, rechazaba toda forma de intervención –un fantasma de la época-, descartaba las soluciones violentas, incluyendo la insurrección y colocaba a la negociación con el otro antes que el exterminio del adversario: ni socialista ni capitalista, era democrática.
¿Cómo y por qué no se aceptó una posición tan cautelosa y tan comedida? Fue su interrogante que quedará como una pregunta eterna sin respuesta. Pero las elecciones no resolvían el problema y luego de los comicios de 1982 tronó: “No es cierto que la alternativa sea elecciones o guerra civil hasta el final, la alternativa real es guerra hasta el final o solución política”. Diez años, sus vidas y miles más se llevó el país en llegar a esa aceptación meridiana.
Fui de los casi medio millón de salvadoreños que a la altura de 1983 abandonaron el país hacia la nada, dejando atrás a casi 40.000 muertos. La cifra se duplicaría hasta 1992. Una docena de bombas estallaron ese año en la UCA. Desde entonces, la lectura metódica de sus escritos mensuales que llegaban por correo era un bálsamo para aliviar la angustia del exiliado, un hábito que al final serviría para que un análisis sobre su pensamiento filosófico fuera mi tesis de grado en la Facultad de Filosofía y la Letras de la UNAM, que luego sería publicado por la editorial Porrúa y la Universidad Iberoamericana, en 1997.
Contracorriente
Teólogo formado en la escuela de Karl Rhaner que le inspiró para obras originales como “Fe, justicia y opción por los oprimidos”, Ellacuría encontró en la visita del Papa Juan Pablo II de 1983, más que una tribuna para la polémica, una oportunidad para la paz.
En vez de confrontar al polaco empeñado entonces en demoler los fundamentos del comunismo en Europa, quien consideraba a los métodos de los rebeldes como portadores de “ideologías no respetuosas de la dignidad humana”, Ellacuría soltó uno de los párrafos más reveladores de su lectura de la historia que le tocó vivir:
“Es evidente que la guerrilla es un hecho. Pero este hecho no es la inmediata respuesta en todos los casos al problema de la injusticia estructural (…) No lo ha sido en El Salvador sin negar que las organizaciones político-militares tuvieran ya desde sus inicios un componente de violencia como en el caso de los secuestros y algunos asesinatos; pero es claro también que en el caso de El Salvador el primer paso fundamental fue el de la organización popular y de las movilizaciones que no suponían por lo general violencia armada y que desde luego no constituían un enfrentamiento militar (…) sólo cuando estos medios de presión no armada fueron desarticulados o se vio que con ellos no se podía quitar del poder a los representantes de la injusticia estructural es cuando se dio toda preeminencia a la lucha armada, a la guerra militar. Esta es la secuencia histórica, aun cuando pueda discutirse cuál era la intencionalidad de los dirigentes”.
Pero luego de la visita del Papa, el país siguió de mal en peor, y entre presagios de más muertes, Ellacuría la emprendió contra todos: Napoleón Duarte, los empresarios, los militares, Estados Unidos, pero, notablemente, con toda claridad reprendió a aquella alianza de izquierdas denominada FDR-FMLN: ¿Se percataba esa alianza del incesante cambio en la conciencia del pueblo salvadoreño, de cómo iba cambiando el ambiente? ¿Medía lo que significaba que el gobernante partido ARENA se acercara más a los problemas prácticos del país? “El FDR-FMLN no tiene la razón cuando no se percata de que ha cambiado el clima político y de que ha cambiado profundamente la percepción que tienen de la situación las mayorías salvadoreñas, incluidas las más necesitadas”, reprochó.
En cambio, Ellacuría veía con satisfacción que la Fuerza Armada se viera cada vez más obediente a Washington, porque si bien había ejercido la violencia cuando había sido urgente, ahora buscaba cultivar una nueva imagen: A finales de 1984 el problema principal era la guerra: “Y para la guerra es mucho más decisivo el apoyo de Estados Unidos que el del capital salvadoreño”.
Las preguntas podrían ser el ABC para toda solución de conflictos armados: “Si, al parecer, todos esperan que el conflicto acabe en una negociación: ¿por qué no intentarla antes de que sea demasiado tarde para el ulterior desarrollo del país? ¿Por qué no medir de una vez por todas con objetividad y racionalidad las razones de cada parte y las fuerzas reales que les asisten sin dejar que sea la prolongación de un conflicto moral el juez definitivo?”.
No tenía reparos en criticar al FMLN y luego del primer encuentro de diálogo en Ayagualo entre el presidente Napoleón Duarte y la dirigencia rebelde, cuando terminaba 1985, fue duro en su opinión: “El FMLN no subordina su estrategia general revolucionaria al diálogo sino que, al revés, subordina éste a aquélla” (ECA 446, diciembre 1985).
Entonces vislumbró el callejón sin salida y en el bimestre enero-febrero de 1986 dictaminó que el FMLN-FDR, en ese orden, no podría imponerse jamás por la vía amada ni por la vía de la negociación, “aunque no podrá ser derrotado en los próximos años y podrá forzar una solución sensiblemente distinta a la que propone el proyecto norteamericano”.
Ellacuría rompió con todos y se dedicó en cuerpo y alma a construir una vía alternativa, una “tercera fuerza social” alejada de los polos de confrontación, formada por todos los sectores que busquen la paz por la vía de la no violencia, el diálogo y la negociación: “la propuesta es que el pueblo recupere su protagonismo activo sin someter su fuerza y su posible organización a ninguno de los dos poderes de la confrontación (…) si esta tercera fuerza se dinamiza puede conducir no sólo a la solución del conflicto, sino también a delinear los puntos de un proyecto social al cual los políticos debieran someterse (…) al no ser posible ni deseable la aniquilación de las dos partes en conflicto es menester llegar a una fase superadora del mismo”. Hegel se habrá regocijado de su discípulo. Lo llamó un “Estado de negociación”, que copara todos los ámbitos de la vida pública en busca de un acuerdo nacional.
Ocurrió lo mismo cuando en 1987 se firmaba el acuerdo centroamericano de Esquipulas II. Se apresuró a galardonar al presidente de Costa Rica Oscar Arias con un doctorado honoris causa a tono con el premio Nobel de la Paz. Imaginaban la salida del túnel que ahora es realidad: “Avanzar de lo más fácil a lo más difícil, humanización de la guerra, rebajamiento de las acciones bélicas, alto al fuego, cese de hostilidades, desarmamentización de modo que no haya dos ejércitos en pugna, pleno ingreso al proceso político con garantías seguras no dadas por otros, sino controladas por sí mismos”. (ECA 460-70, pp 865-889)
Pero pasada la algarabía todo siguió igual en 1988. Y el pesimismo se apoderó de su mente: “Tenemos que adelantar una visión pesimista: 1988 no ofrece novedades importantes de las que se pueden esperar cambios sustantivos, por el contrario, presenta una serie de características que hacen de él un año de transición, no se sabe a qué un año perdido para las grandes soluciones” (ECA 471-72 enero-febrero 1988).
Ellacuría se distanció cada vez más del FMLN, mientras comenzaba a apreciar mejor los síntomas de moderación en el partido ARENA. Mientras la propaganda insurgente soñaba con un año de “definiciones”, la 'crítica jesuítica” como despectivamente le llamaban los “comandantes”, les enrostró la realidad: “No debe olvidarse que en otras oportunidades (los líderes rebeldes) han adoptado líneas que la realidad ha demostrado ser contraproducentes y de enorme costo para las mayorías populares (…) Su desenfoque intelectual puede surgir no sólo de falta de compromiso, sino de estar situados en posiciones geográficas, sociológicas y mentales muy distintas de las de aquellos a los que se dirigen las proclamas y los proyectos” (ECA 471-72, enero-febrero 1988).
Fue más lejos cuando en un encuentro de intelectuales organizado en junio de ese año proclamó: que si bien el triunfo del proyecto contrainsurgente no resolvería las causas del conflicto “el triunfo del FMLN haría inviable por largo tiempo la posibilidad de un desarrollo económico y social del país y aún podría suponer la continuación de la guerra iniciada desde afuera”. Es allí donde deberían buscarse las raíces de la moderación que permitió la llegada de un 15 de marzo de 2009.
1989: La explosión social y su última pregunta
Llegaron las elecciones de marzo de 1989 y fue electo Alfredo Cristiani. Mientras que el FMLN decía que se trataba de un “cambio cosmético”, Ellacuría disintió otra vez. Sostuvo que una vez considerada la posibilidad real de llegar al poder por la vía de las urnas “ARENA comenzó a quitar los obstáculos que podían impedir un triunfo electoral y a proponer una oferta que superara el tosco nacionalismo y anticomunismo de sus orígenes”. Señaló que el ciclo culminó cuando “se convence a Roberto D’Abuisson de que él no puede ser el candidato dada la imagen de vinculación a los escuadrones de la muerte y el rechazo que encuentra en Estados Unidos”.
Una vez que Cristiani llegó al poder, en junio de 1989 planteó su pregunta: ¿Resolverá el gobierno de ARENA la crisis del país? Y en un afán de ver hecha realidad su estrategia de negociación le dieron un voto de confianza: “No hay por qué aceptar de manera apriorística una posición tan negativa y de desprestigio a la propuesta de Cristiani al ofrecer una comisión de diálogo”. La base de su idea descansaba en que había tres tendencias en ARENA y que una línea “civilista” del mandatario se imponía de manera progresiva a los “escuadroneros” en los que ubicaba a Francisco Merino y Orlando de Sola y los “militaristas” encabezados por D’Abuisson y el coronel Sigfrido Ochoa.
Lamentaba que “sólo el sector más extremista de ARENA o los situados más allá de ARENA, atrincherados en El Diario de Hoy, no se cansan en advertir de los peligros y de los males que lleva todo diálogo con los ‘comunistas’ y se aprestan a atacarlo frontalmente en cuanto las circunstancias sean más propicias'.
En ese clima lanzó la que sería su última pregunta política: “¿Va a representar Cristiani una cada vez más firme y consolidada moderación y modernización económica y política de la derecha, que llegará a la paz por la negociación y logrará un amplio consenso nacional en lo económico, o va a ser tan sólo la fachada de un nuevo proceso de oligarquización, en el cual se endurezcan la guerra y la represión, y aumentará la pauperización, abriéndose aún más la brecha entre ricos y pobres?”
El linchamiento intelectual
No pudo ver el desenlace: en la mayor ofensiva en la historia de la rebelión salvadoreña, Ellacuría y el grupo de jesuitas de la UCA fueron asesinados en medio de un descomunal linchamiento público: Ellacuría es “el enemigo más grande que tenemos aquí en contra de nuestro pueblo y la Fuerza Arnada”; el “individuo más nefasto que ha podido pisar suelo salvadoreño”, “punta de lanza del comunismo en El Salvador”, “agitador vasco que debería ser expulsado del país por revoltoso”, “asesino de la juventud”, “apologista de las minas quita-pies”, eran los calificativos de El Diario de Hoy.
La Cruzada Pro Paz y Trabajo la emprendió contra toda la comunidad jesuita: “son un bastión subversivo”, “grupúsculo de satánicos cerebros”, “directores intelectuales de todos los actos callejeros y vandálicos de las turbas izquierdistas”. Un recuento de los jesuitas indica que Álvaro Jerez Magaña, Herman Schlageter, Ricardo Fuentes Castellanos, Carlos Girón, Carlos Raúl Calvo, Manuel Aguilar Trujillo, Carlos Noria, José Hernández, eran algunas de las plumas encargadas de aquellos epítetos.
Pero Ignacio Ellacuría Beacoechea no fue un ingenuo: “No es exagerado sostener que la mayor parte de aquellos iniciadores del terrorismo están hoy en ARENA y con ARENA, aunque no necesariamente incambiados y no necesariamente al frente del partido”. Aún así, estaba convencido de que “la aurora de una nueva fase” nacional y mundial propicia al diálogo y la negociación desplazaría a un rincón a los duros y militaristas de ambos bandos. La paciente estrategia de negociación urdida durante 10 años se revelaba en 1989 más cercana a la ilusión. Pero hasta el último día de su vida aquellos jesuitas creían que, a pesar de las corrientes subterráneasen contra y las violentas turbulencias de la superficie, el día de la paz llegaría un día. Jamás verían aquel festivo 16 de enero de 1992.
Debo parar aquí. Es imposible resumir en tan pocas líneas las miles de páginas escritas por Ellacuría para analizar la realidad de El Salvador y Centroamérica de los 80s
Termino señalando una paradoja, esta vez feliz: que dos figuras que alguna vez fueron acogidas por instituciones de aquellos jesuitas, Mauricio Funes y Hato Hasbún, hayan conformado por su cuenta una sociedad amical y profesional que puso de cabeza las bases del liderazgo en este país, y le inyectaron la innovación necesaria para liquidar viejos dogmatismos y prejuicios en busca de una izquierda moderna y antidogmática en el poder
Por la verdad sin revanchas
Del mismo modo que la llegada de Michelle Bachelet al poder generó expectativas sobre las cuentas del pasado, Funes buscó el poder en un país marcado por una guerra civil que dejó más de 80.000 muertos. Igual que la presidenta chilena –con quien ya se reunió y cuyo padre fue víctima de la extinta dictadura-, Funes padeció el genocidio y su hermano fue asesinado a sangre fría en 1980 por cuerpos policiales uniformados.
Cuando lo entrevisté en marzo mientras conducía él mismo su camioneta de campaña, no hubo ni un rastro de revancha en su respuesta: “No puedo promover juicios contra criminales de guerra mientras no estabilice al país. Después de 17 años de paz, el país no se ha reconciliado. Si en otros países de Latinoamérica se hacen juicios sobre el pasado, eso no significa que El Salvador esté preparado para ello. No hemos alcanzado la institucionalidad democrática ni la reconciliación”.
En cambio respalda la propuesta de una “ley de reconciliación” planteada por la universidad de la Compañía de Jesús: “Por ejemplo, en el crimen de los jesuitas fueron juzgados los autores materiales, sin embargo los autores intelectuales están libres. La sociedad necesita conocer la verdad sobre el pasado, y no sólo por la vía judicial”.
Funes busca separarse de cualquier partidismo y venganza: “El Estado debe pedir perdón a los familiares y a los afectados de las graves violaciones a los derechos humanos que se cometieron en la guerra civil. Las víctimas tienen la libertad y el derecho de reclamar justicia, pero no es una competencia del Presidente, corresponde a las instancias judiciales”.
Y así llegó el día del aniversario de la masacre, como jefe de Estado, a rendir homenaje, abogando por la moderación y la separación de poderes. Cumplía la idea que me sintetizó aquel día: “Me comprometo a observar con atención si el expediente obliga a una investigación y respetar el Estado de derecho”.
*Víctor Flores García, periodista salvadoreño, autor de El lugar que da verdad, La filosofía de la realidad histórica de Ignacio Ellacuría.