A Marx no le gustaron los planteamientos de su amigo Proudhon en su obra “Filosofía de la miseria”. Y decidió que debía rebatirlos. Así nació “Miseria de la filosofía”. Es una crítica mordaz, desde el título hasta la última página. En la introducción, por ejemplo, ironiza que Proudhon ha tenido la rara habilidad de hacerle creer a los alemanes, que no tienen mayor idea de economía, que él es un gran economista mientras los franceses, ignorantes de filosofía, piensan que se trata de un gran filósofo. O sea, para Marx, Proudhon es un fraude. No es de extrañar que la publicación de su réplica sellara el fin de una amistad.
Proudhon sólo alcanza a ver miseria en la miseria y se le escapa el potencial de liberación que ella encierra. Es un pensamiento anclado en un ya inexistente mundo de la aldea, de pequeños propietarios, en filosofías del siglo XVIII; es un anarquismo y antiautoritarismo que no reflejan la ideología del proletariado y su potencial emancipador. Por eso el trato de Marx era tan duro contra quienes promovían tesis anarquistas entre el movimiento obrero. Rechazaba que fueran parte del mismo. Los veía como influencia extraña, perniciosa, inclinada a utopías del pasado y no portadoras del futuro de emancipación.
Desde entonces, ha sido tradición en los debates de la izquierda y de manera especial entre los marxistas el tono áspero y rudo, a menudo poco fraterno, proclive al exceso verbal y la descalificación rotunda. Entre revolucionarios, tras la lucha de ideas es la vida la que está en juego, son el triunfo o la derrota los que se juegan. Pero no debería ser motivo para agriar la discusión, hasta volver imposible el debate y una posible unidad de acción. Con mayor razón, cuando no se vive al calor de una situación revolucionaria o de guerra popular.
Más bien lo contrario, la común crítica a la miseria, que es definitoria en muchos sentidos, debería hermanar, acercar, a quienes participan en un debate desde el mismo bando. Pero no suele ocurrir así. Y se vuelve imposible cuando se cae en el irrespeto o se incurre en formas tramposas de argumentación. Es la miseria de la crítica. Impide, con su torpeza, todo avance en el tema de discusión. Cierra espacios a la conciliación de posiciones o a una posible síntesis enriquecedora. No sirve para nada, excepto para satisfacer el ego de quien así debate, en especial si éste asume la discusión como una justa medieval en la que al final se declarará un vencedor.
El colega colaborador de El Faro, Álvaro Rivera Larios, parece haber emprendido su particular cruzada contra las ideas del profesor de economía de la UCA, Aquiles Montoya. Son ya varios escritos hasta ahora, el último – Economía sin política – publicado dos semanas atrás en este mismo medio. Ya antes había sostenido larga polémica con Federico Hernández, como ha tenido a bien recordar la semana pasada en su columna Pluralismo, razón y debate. Engels escribió el Anti-Dühring; Rivera Larios va camino de redactar un anti-Aquiles o un anti-Federico, o tal vez ambos. Quizá, con mi atrevimiento de hoy, le dé por culminar con un anti-Ricardo. Así ya sería trilogía.
Me tiene confundido. No lo conozco. Sólo leo sus textos. No puedo deducir por ellos si Álvaro se define o no como marxista, como de izquierda, o como “liberal de izquierda”, si es que eso existe, o vaya usted a saber. No es mi amigo y tampoco lo conozco. Aunque soy asiduo lector suyo y suelo admirar sus escritos, sus reflexiones, sus citas, su erudición. Se le mira “muy leído”. Como polemista suele ser brillante. En cambio, sí conozco y me considero amigo del maestro Aquiles Montoya. Y por eso mismo, porque lo conozco, me parece excesiva, irrespetuosa, la insistencia de Álvaro en calificar de “sabio” a Aquiles. Hay un tono de burla que es injustificado. Si lo conociera, estoy seguro de que no lo conoce personalmente, sabría que Aquiles es una persona en absoluto soberbia, al contrario, sencillo y humilde. Con grandes defectos, de los que él mismo es consciente y no hace por ocultar, y enormes cualidades que le han atraído la amistad y la admiración de estudiantes y colegas. No se considera un sabio, no lo es, pero probablemente sea quien “más sabe” en este país sobre la monumental obra El Capital de Karl Marx.
Álvaro acusa a Aquiles de inducir a un retorno al economicismo. Eso debería matizarse. La obra de Marx es tan polifacética, se adentra y transita por tantas disciplinas, que se vuelve muy difícil ser marxista de manera integral, “al modo de Marx”. Normalmente el economista no entiende las dimensiones filosóficas de la obra marxiana y suele pasar de largo ante ciertos textos y pasajes. Pero el filósofo hace lo mismo con los dedicados a economía. El sociólogo le tiene temor a la filosofía y también a la economía, y se fija en otros aspectos de la obra de Marx. El historiador trata de entender e integrar todo, mas su falta de preparación especializada provoca que no profundice en los temas sociológicos, económicos y filosóficos que aborda Marx en su compleja obra. Por eso, señalar a un economista marxista que no profundice o no haya comprendido a cabalidad otras dimensiones no económicas de la obra de Marx, resulta bastante recurrente y puede incluso estar justificado.
Lo que no se justifica porque se trata de argumentación tramposa, de fraude intelectual, es el procedimiento que utiliza Álvaro. Lejos de discutir lo que Aquiles ha dicho, discute lo que no ha dicho, lo que él le hace decir, lo que él imagina. Su diatriba argumentativa arranca a partir de la frase: “Nuestro sabio se expresó mal y a lo mejor quiso decir que…” Todos los argumentos y conclusiones se levantan sobre la falseada base de “a lo mejor quiso decir”. Con tal método aparenta debatir con Aquiles, pero en realidad Álvaro discute consigo mismo. Y culmina con el mismo recurso fraudulento, para seguir acusando a su adversario a partir de cosas que en realidad no ha dicho: “Podría entenderse su planteamiento de esta manera: sólo es de izquierda quien hace una interpretación economicista y escolástica de Marx.” En conclusión, Aquiles es economicista y escolástico. Irrefutable, si no caemos en la cuenta de que nuestro mago se lo sacó de la manga.
Las advertencias que formula Álvaro estimulan la reflexión y tal vez resultarían válidas formuladas en otro contexto, fuera de la polémica. Dice: se “corre el peligro de convertir al marxismo en una economía sin política, un marxismo anterior a Lenin y Gramsci, una teoría sin historia.” Podría estar de acuerdo, pero no en el sentido que le da su autor. Lo de “una teoría sin historia” significa para él lo siguiente: “es decir, a un marxismo anterior a la caída de los socialismos reales”. Y le reprocha a Aquiles que “no se ha liberado todavía de la noción estratégica de dictadura del proletariado”. Muchos posmodernos y liberales coincidirán con Álvaro, pero por favor que no cite a Lenin si su posición es declarar obsoleta tal “noción”. Debería ser más cuidadoso también al reivindicar a Gramsci (“ahora es cuando se nos vuelve imprescindible”) porque justamente fue de los primeros en advertir que la revolución rusa poco tenía que ver con la obra de Marx (recuérdese su artículo “La revolución contra El Capital”).
Por tanto, lo que se cayó era un modelo de socialismo que no era tal, no al modo de Marx. Por eso su derrumbe no arrastró al marxismo en su caída. Por eso el socialismo sigue siendo, vuelve a ser, bandera que ondea y que señala un camino. Frente al “capitalismo real” que sufrimos día a día. Por eso el comunismo sigue siendo fantasma que asusta y Marx vuelve a ser leído y estudiado. Más actual que nunca.
Si Álvaro desconoce esto, habría que recomendarle justamente que lea a Gramsci, al que menciona tan alegremente. Hay que “construir hegemonía”, al modo de Gramsci: totalmente de acuerdo. Hay que “difundir una cultura del debate cívico racional” afirma en su último escrito: de acuerdo también. Pero no así, señor. No enredándonos en ataques personales, discusiones inútiles, que lejos de enfocarse en la miseria, en sus causas, en su crítica, en su potencial emancipador, se deslizan hasta caer en la miseria de la crítica. Llevada a cabo, además, de un modo miserable, que busca destruir al oponente y desconoce sus razones, en el empeño estéril de querer demostrar “yo tengo la razón”. Nos hace perder el tiempo, como le pasó a Marx al tener que refutar, irónico, a Bruno Bauer: “Crítica de la crítica crítica.”